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Juan Cristóbal Romero:
"La institución del poeta obispo está decaída"

«Índice. Expurgatorio de los libros escritos por Juan Cristóbal Romero». Ediciones Tácitas, 543 págs.

Por Roberto Careaga C.

Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 5 de junio de 2022


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"Ya no rimo", dice Juan Cristóbal Romero (Santiago, 1974), y de inmediato suelta una risa. Pero no está bromeando. No tanto. Recortada de su contexto, la frase suena extemporánea para un poeta en el año 2022, pero en su voz lleva la carga de quien ha avanzado sostenidamente por una ruta hasta hallar una salida. Romero no solo rimaba, también manejaba la métrica del poema con tal perfección que sus endecasílabos, sonetos, versos alejandrinos, décimas, cuecas, y cualquier combinación de todos ellos, estaban lejos de ser meros juegos ornamentales: eran un modo de montarse en la tradición y mantenerla viva. Y quizás, sin proponérselo, también de dotar de un aura clásica a las historias de exploradores y náufragos que pueblan Índice expurgatorio, un volumen que recoge su producción poética.

Antes que nada, en el colegio Romero tocaba el teclado en un grupo de rock progresivo llamado Pentasilovisión. También se hacía cargo de las letras, las que siguió escribiendo cuando apagaron los amplificadores. A fines de los 90, cuando ya se había recibido de ingeniero civil en la Universidad Católica, esos textos lo llevaron a ser aceptado en un taller de poesía de la Biblioteca Nacional. Si aún no estaba seguro de que era poeta, ahí lo supo. Se sumó a la por entonces muy amplia generación de los 90, donde habitaban Germán Carrasco, Kurt Folch, Rafael Rubio y Adán Méndez, entre otros. Y como ellos, pero más que ellos, Romero se convirtió en un técnico del verso: "Era una especie de metrónomo apasionado", dice en un café de Providencia, donde hace un alto de su agenda como director ejecutivo del Hogar de Cristo.

"Qué mal puede haber en seguir / el ritmo oculto de las cosas", se lee en un poema de Marulla (2003), su primer libro, y quizás ahí está la senda por la que ha transitado Romero: devoto de la musicalidad de la escritura, su poesía es una exploración por un latido nunca obvio de los habitantes de la poesía chilena, figuras de la mitología clásica, escritores contemporáneos, aventureros de todas las épocas y personajes de la historia de Chile. Pero además de un narrador, es un poeta reflexivo que observa con sigilo su intimidad y con precisión obsesiva el oficio: "El piso de la realidad sucumbe / bajo el peso de quien intenta / cristalizar un verso memorable. / El arte se alimenta de víctimas propiciatorias / Escribir debe ser algo estimable / para soportar el derrumbe del alma / que sigue a la euforia".

El rango de alcance de Romero es enorme y por eso precisar aquí el contenido Índice expurgatorio —que editorial Tácitas publica con una sugerente iconografía medieval— es más o menos inviable. Lo formal es esto: incluye los libros publicados Marulla (2003), Rodas (2008), Oc (2012), Polimia (2014), Anteayer (2015), Saturno (2016), más los inéditos Venus, Amarilis y Mascardi. "Es una unidad. Son poemas más tradicionales, donde hay un fuerte componente formal, con un mensaje claro y que buscan narrar", dice Romero. "Hace tiempo tenía la intención de que fueran nueve libros, cumpliendo con ese número tan clásico y que está en las nueve sinfonías de Beethoven, las nueve escenas del Génesis en la capilla Sixtina, los nueve meses de embarazo o los nueve círculos de infierno de Dante. Es la conclusión de un ciclo. Yo ya no estoy escribiendo así", cuenta Romero.

Lo que está escribiendo ahora el poeta no siempre parece poesía, aunque él por "comodidad" llama poemas a los libros Apuntes para una historia de la poesía chilena (2017) y Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar (2020). Son títulos hilados por pequeñas anécdotas e historias aparentemente desconectadas que en conjunto forman un relato coral. Es posible que se trate de otra faceta del Romero de la técnica absoluta: "Estoy explorando posibilidades", dice. "Pero la métrica no es decorativa, es una especie de gesto que buscaba incomodar. Incomodar sobre todo a la escena precedente que despreció la técnica. Hubo una especie de desmantelamiento del oficio en los 80", agrega.

¿En eso hay una crítica a la poesía de los 80?
—No, yo tengo la impresión de que esta cosa es dialéctica. Los 80 plantearon una tesis, los 90 plantearon una antítesis y lo que estamos haciendo ahora es una síntesis. Yo estoy viviendo un período sin idolatrar ni despreciar nada lo mejor de los distintos momentos. No idolatro la métrica, como la podría haber exaltado en los 90. Hoy la entiendo como un recurso tan interesante como las visiones de (Diego) Maquieira o la de poesía descoyuntada de Paulo de Jolly.

Usted no fue el único que se abocó a la métrica en los 90.
—Los 90 fueron un período de recuperación del oficio de la poesía. Después del advenimiento de la democracia, la poesía no tenía la urgencia de estar en la contingencia y se generó un poquito más de oportunidades para mirar hacia atrás. Y hubo un reencuentro con la tradición. Y así te reencuentras con el oficio también. Releímos a la generación del 50, del 38, a Pezoa Véliz. Y releerlos fue darnos cuenta de que las propuestas estéticas de esas tradiciones precedentes se podían reeditar adecuándolas al contexto e incorporando innovaciones. Esa revisión crítica que hubo en los 90 fue posible por las condiciones sociopolíticas. Fue bien transversal en los autores esa preocupación por la técnica, por entender que la poesía es talento, pero también disciplina.

¿Es por esa recuperación de la que fue parte que la historia de la poesía chilena y autores aparecen tan recurrentemente en su obra?
—Tengo la impresión de que la poesía chilena es un fenómeno que aún no ha logrado dimensionarse, pese a que nos consideramos un país de poetas. Y tenemos una tradición privilegiada. Muy cercana, muy fresca, a diferencia de lo que pasa con Europa. Físicamente. O sea, Neruda está cerca, la Mistral está cerca, Huidobro está acá. Parra también; Lihn, qué decir. Es una tradición familiar. Tengo la impresión de que es posible construir una poética en Chile todavía revisando el legado de estos maestros, sin imitar, sin despreciarlos, sin homenajearlos, sin idolatrarlos. No son perfectos. Y también aportar algo nuevo.

¿Cómo vincula la poesía local con la tradición latina, que sobrevuela en el tono de "Índice expurgatorio"?
—De manera bien expedita. Nos enseñó Antonio Cussen en el libro Bello y Bolívar que Bello era un clasicista y quiso hacer en Chile un movimiento clásico en pleno romanticismo. Invitó a sus discípulos a leer y traducir a Horacio, Virgilio, en vez de estar leyendo a románticos como Alphonse Lamartine, que es lo que estaba ocurriendo en el resto de los países de Sudamérica. Al leer Mecenas, también de Cussen, yo llegué a las epístolas de Horacio. Ahí detecté que era posible escribir una poesía seca, con cierta dignidad del hablante, pero que incorporan la ironía, sin llegar al enajenamiento de Parra. La asocio con el tono de Pezoa Veliz, Guillermo Blest Gana. Un tono latino, que yo advertí en ciertos poemas de la tradición chilena. A veces ocurre en Neruda, muchas veces en la Mistral. Un tono sentencioso, enfático. Tiene algo de Maquieira. Me sirvió para ir ubicando a un hablante, que después desarrollé y agarró un discurso.

¿Está presente la emoción en sus poemas?
—Pound dice que la poesía son palabras cargadas de sentido al máximo nivel. Armando Uribe me decía que son palabras cargadas de sentido y emoción al máximo nivel, y yo también lo creo. Está presente la emoción en mis poemas, pero es una emoción cargada con distancia. No es desbordada. "Una emoción dignamente recordada", como escribe Adán Méndez en la contraportada del libro.

Teniendo en cuenta la tradición pública de la poesía en Chile, ¿qué lugar ocupa en la sociedad actual?
—El que le corresponde nomás. Al no idolatrar o despreciar a los poetas, miro las cosas como son: la poesía no puede ocupar un lugar distinto al que tiene en un sistema de libre mercado, en donde el consumo fija el valor de los productos. No es un tipo de literatura de consumo Todavía considero a la poesía como un espacio gratuito, en donde no espero que ningún poeta viva de eso. Lo que también te da libertad. Es un espacio privado. Los poetas en Chile, en general, no están esperando una retribución económica por lo que hacen.

Pero aún el poeta parece tener una importancia simbólica muy especial.
—Quizás demasiada. Yo no soy partidario de esta especie de valor simbólico que se les asigna a ciertos poetas, como si fueran un obispo o un sacerdote laico pagano. Es la idea que se cimentó con Neruda. La figura de una especie de mago que hoy todavía la conserva (Raúl) Zurita. Tengo la impresión de que, así como la caída de las instituciones que estamos viendo en todos los ámbitos, esa institución del poeta obispo está decaída. No sé si va a haber un nuevo Zurita. Lo digo para nivelar las expectativas del público, los lectores y los periodistas. Puede ser que alguien tenga que asumir ese rol, pero por desgracia, porque es súper incómodo cargar con ese lastre.

En este momento de crisis política y caída de las instituciones, como plantea, ¿tiene algo que decir la poesía?
—Nunca he entendido bien cuál es el sentido de la poesía o cuál es su contribución. Estoy muy lejos para saber si todo lo que yo he escrito pueda contribuir a algo. Tampoco le asigno esa responsabilidad a la poesía. Hay quienes creen que la poesía es una especie de conocimiento. Los antiguos así construían sus relatos, pero hoy tenemos al periodismo, a la narrativa, que han reemplazado las antiguas funciones que cumplía la poesía. No tengo idea que papel está cumpliendo hoy día la poesía. Eso sí, no creo que esté muerta.



 



 

 

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