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José Donoso:
plateado, long-seller, hipocondríaco


Por Mili Rodríguez Villouta
Publicado en revista Mensaje, N°396, enero de 1991



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Deme usted una envidia tan grande como una montaña y le doy
a usted una reputación tan grande como el mundo.

Benito Pérez Galdós. La Desheredada.
(Epígrafe de Historia Personal del Boom, de José Donoso)


Leer El jardín del lado (todo empezaba con esa pareja con los rostros cubiertos por una sábana en la portada) en 1982 fue descubrir que por fin había un chileno en el "boom". Sobre todo cuando la novela nos sorprendía en una ciudad lejana y uno creía que hasta el "boom" se había acabado. Cómo no apasionarse con el destino de su personaje, ese escritor fracasado y desterrado en Barcelona tratando de escribir sus tres días en las mazmorras de la dictadura mientras protagonizaba patéticos desencuentros en las ramblas con la feroz y magnífica Nuria Monclús, la todopoderosa agente literaria del "boom"... Esa pareja de exiliados adormecidos por una cantidad espectacular de vino y valiums y su fabuloso triunfo final... Era una gran broma, un gran juego literario que además, nos reflejaba.

Quizás porque tuve —o tengo, esa es otra historia— un tio que se alimentaba de vino y valiums, o porque nunca había leído una novela donde los personajes reales y los personajes ficticios se mezclaran, El jardín del lado fue la apoteósica y liberadora puerta hacia el mundo de Donoso. Así supimos de los rituales de El lugar sin límite, de la Casa de Campo, de Este Domingo, de las escandalosas y livianas tribulaciones que suceden en La misteriosa desaparición de la Marquesita de Loria... E! escritor chileno estaba en todas partes. Era un Donoso distinto y absolutamente fluido y próximo y por supuesto más "volado" que el de Coronación y El obsceno pájaro de la noche: era un Donoso en libertad.

Su esposa María Pilar cuenta que Vargas Llosa se espantaba de que el escritor chileno consumiera ¡tranquilizantes! para escribir. Vargas Llosa no se privaba del temblor y la neura a la hora de enfrentar el vértigo famoso de la página en blanco. Donoso explicaba que los tranquilizantes solamente atenuaban la superficie de sus dolores, porque nada puede neutralizar el monstruo profundo que motiva a la escritura.

Sus primeras novelas exploraron el mundo esperpéntico de su familia, de su Santiago. Escribió un aire de naftalina y éter y de bacinicas y camas de bronce y jardines desolados, una atmósfera densa, casi japonesa, de servidumbres y lazos culpables. Hay una sordidez antigua e insuperable en ese mundo, que hace huir a los lectores chilenos; que los fascina cuando los atrapa, pero los aleja a perderse cuando no.


Gracias a la envidia...

En algún momento —seguramente al escribir en México El lugar sin límite— Donoso prende la luz de su inmenso espacio novelable. Entra arrasadoramente a la ficción, pasa sus propios límites, se hace best-seller y long-seller.

En Casa de Campo, el delirio de los milanos girando como una nube alrededor de la mansión cercada, los sofisticados diálogos entre los treinta y tantos niños de la novela ("Corramos un tupido velo sobre estos sucesos..."), la densa trama de los sirvientes, el tío loco encerrado en la torre, la maldición de oro, el mecanismo afinadísimo del "trompe l'oeil"; todo ese aire alegórico pero modernísimo subraya el ingreso de Donoso en el nivel más alto de la narrativa.

Cuando la Manuela —el personaje de El lugar...— "salta" a la pantalla, la ficción encuentra su propia, poderosa y turbia realidad. Pero no fue tan fácil: esa novela que iba a filmar el mismísimo Buñuel (facilitándole así el grave tránsito a la fama mundial) fue rechazada por la censura española y debió esperar varios años hasta que el director mexicano Arturo Ripstein hiciera una magistral versión de ella. Fue un padecimiento entre "buñuelonis": "un trago atroz parecido al negroni, que tomábamos en Calaceite y en Zaragoza", cuenta el escritor.

Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes (con quienes compartió todo un jet-set en Sitges y Calaceite, en París y Nueva York), tuvieron un papel mágico y crucial en su historia. Cuando Donoso decide romper con Chile y quedarse "a la buena de Dios" en México, tenía "... una sensación muy personal de que para mí ya era tarde, que estaba tullido, escribiendo y reescribiendo versión tras versión año tras año de El obsceno pájaro de la noche, que abultaba pero no crecía. Yo iba por los cuarenta años, pero era autor de sólo dos libritos de cuentos y de Coronación, mientras que ese mocoso imberbe..."

¿Sabes qué edad tenía Vargas Llosa cuando escribió La Ciudad y los perros? (preguntó una vez María Pilar a Juan Agustín Palazuelos, entonces escritor de 24 años)
No...
La misma que tú
¿Y sabes tú qué edad tenía Camus cuando recibió el Premio Nobel? (preguntó inmediatamente Palazuelos).
La misma edad de tu marido.

No sólo era una cuestión de tiempo, sino de forma, de actitud frente a la novela. En Chile se esperaba —nunca con tanta urgencia, en todo caso— que Donoso continuara la gran tradición de la novela costumbrista chilena. El mismo Neruda había vaticinado que él escribiría la gran novela social de Chile, porque sentía como nadie el dolor de los pobres.

Pero el entonces frustrado novelista y apasionado lector de novelas quería mucho más y otra cosa; formaba parte de una nueva novelística. "En La ciudad y los perros, el peruano jugaba extraños y perturbadores juegos con el punto de vista: experimentaba conscientemente, intelectualmente, se ponía por lo tanto en una actitud de investigación sobre la naturaleza misma de la novela".

Esa profunda y declarada envidia por Vargas Llosa y los escritores del "boom", esa forma sufrida de la admiración, lo llevó lejos. Vivía "el triste y conocido desaliento del país subdesarrollado donde es necesario conseguir 3 o 4 empleos distintos para poder escribir siquiera los domingos y mantenerse económicamente a flote, y saber, por lo tanto, que uno está condenado a no escribir nunca nada de envergadura".


"Me quedé a escribir lo que fuera"

Estaba asfixiado en Chile. Hasta que en 1969 los Donoso viajaron a Ciudad de México, aun crucial encuentro de escritores latinoamericanos. "Decidí entonces no regresar a Chile, porque si lo hacía, iba a perpetuar mi relación obsesiva con mi novela, y me quedé con mi mujer en México a escribir lo que fuera, durante los tres meses que nos faltaban para ir a Nueva York al lanzamiento de Coronación. Nos instalamos en el pabellón que Carlos Fuentes nos alquiló en el fondo de su jardín de la calle Galeana".

"A las pocas semanas, estaba escribiendo El lugar sin límite. No podía, no debía seguir obsesionado con mi novela larga: con el fin de desembotellarme era necesario escribir otra cosa, quizás más corta. Para ello desgajé un episodio de cerca de una página de una de las tantas versiones de El obsceno pájaro de la noche que ampliado, en dos meses quedó convertido en El lugar sin límite. Yo estaba metido en la sombra del pabellón del fondo del jardín. Al otro lado, en una casa grande, con Las estaciones de Vivaldi puesto a todo lo que daba el tocadiscos, Carlos Fuentes escribía Cambio de piel. Mi mujer, en su mesa del jardín, tecleaba traduciendo Harry, The Rat with Women de Jules Pfeiffer. Y debajo del estudio de Fuentes, junto a una ventana abierta al jardín, sigilosa como una hechicera que hilvanara los trozos multicolores de nuestros destinos literarios, Rita Macedo, con su máquina de coser, fabricaba suntuosos vestidos de aparato para ella y su hija Julissa, que entonces comenzaba su carrera cinematográfica".


"Yo estoy bien, pero Pepe está con leucemia"

"¡Pepe, te llama Fassbinder!", le avisa María Pilar. El escritor abandona por un momento a los alumnos de su taller. Todo ha cambiado. Sin embargo, somatiza minuciosamente cada una de sus novelas. ("Yo estoy bien, pero Pepe está con leucemia", le decía María Pilar a Mercedes Barcha, "La Gaba". Al otro lado del teléfono, la esposa de García Márquez la tranquilizaba: "No te preocupes, que Gabo acaba de tener cáncer al cerebro y ahora está de lo más bien"). Es como si cada texto fuera una especie de gran desacato, de gran trasgresión que lo pone en el límite. La hipocondría, el dolor y la pasión y el miedo a no volver a escribir, el deseo y el temor del éxito y el fracaso son sus tributos a la literatura. La literatura por sobre todo, como un culto que se sabe imperdonable, que se presiente sólo aproximación, estricto borde, nunca un paraíso.

Después de su último libro, el magistral Taratuta, se pasea altísimo, plateado, irónico, inconsolable. El teléfono no para de sonar. "Estoy poco verbal", se queja.

En las contratapas de sus novelas se dice que nació en 1924, en el seno de una familia de médicos y abogados. Su primer libro de cuentos apareció sin pie de imprenta: mil ejemplares con una portada de Carmen Silva. Poco tiempo después, su padre fumaba sus puros en el Club de la Unión al lado de una torre de ejemplares de Coronación para la venta y lo desafiaba a obtener el Premio Nacional de Literatura.

Ahora sus obras están traducidas a veinte idiomas y todos sus originales —hasta cartas de amor están guardadas en una cámara térmica de Princeton, junto a Dostoievsky y Faulkner y Henry James... Ha recibido el Premio William Faulkner en Estados Unidos, el gobierno de Francia lo nombró "Chevalier des Arts et des Lettres", en España es "Comendador de la Orden de Alfonso el Sabio", en Italia acaba de recibir el Premio "Mondello" de cinco continentes... Y bastante tarde, el 28 de agosto del año pasado, recibió en Chile el Premio Nacional de Literatura, el primero concedido en democracia.

"El boom es una creación de la histeria, de la envidia, de la paranoia", conjeturó sobre la cresta de la ola. Pero la verdad es que durante veinte años, la novela de América latina fue considerada la mejor del mundo... Gracias a García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Borges, Rulfo, Amado, Onetti, Sábato... y por supuesto, Donoso, el castellano de este lado del océano alcanzó un nivel estético espectacular. La peripecia de nuestro escritor en el boom tiene su realismo mágico, sus encuentros con la poderosa Carmen Balcells: "una buena sacada de trapitos al sol a gritos sobre un plato de ranitas recién nacidas, hechas al ajillo, en uno de esos restaurantes que solíamos frecuentar, esas violentas discusiones antes de cerrar un ventajoso y amistoso contrato".

Pero "cuando uno está afuera, está de visita, de paseo, de turista, está aprendiendo. Para mí, el vivir fuera de Chile fue muy importante para poder ser más chileno porque me fui a España en busca del lenguaje y no lo encontré. Tuve que volver a Chile", dijo en una entrevista de prensa.

Sobre todo desde su regreso, José Donoso escribe como si cada texto fuera el último. Emprende cada día, a horario matinal, en medio de un sigiloso silencio, entre discretos y sedosos gatos y perros, la travesía secreta, alegre o desgarrada, irónica, lúcida, inocente, que lo lleva una vez más a sí mismo, a averiguar por qué escribe. Quizás no lo sepa nunca, pero mientras tanto la escritura se auto-comprueba, se impone con su propia fuerza, con su propio misterio.

El lugar —"the sense of place", apunta— es fundamental. Los finales, casi siempre infelices: construye un mundo, lo derrumba.

"El narrador es un narrador que se interroga, que se contradice a sí mismo, que acepta no tener la razón, que acepta estar equivocado. Es conjetural."

Es el mismo narrador que escribe, (apenas vuelve a Chile, antes de La desesperanza), un texto que no fue. Publicado en La Época como un adelanto, nunca se convirtió en una novela. "El pez en la ventana" era una historia con personajes de las minas del carbón de Lota, en el sur de Chile. Es probable que estuviera buscando su voz entre tanto silencio. En ese texto casi inédito había playas oscuras, murciélagos. Por todo eso, comparte su arriesgado trabajo con los jóvenes de su taller. Dice que ellos le traen "el aire de los tiempos". Que él ya no está en edad de "ir a buscar vida por ahí", y ellos se la traen. Dice que la profesión del escritor es como la de un arqueólogo, el escritor ve un "pedacito" de vida y a través de eso debe reconstruirlo fantasearlo, escribirlo todo. Sus alumnos lo reverencian, le temen, se bloquean con él, pasan del usted al tú y del tú otra vez al usted, y anhelan escribir como él y anhelan que sobre su escritura sea fundada otra. El los recibe y los despide, se niega a leerlos, los lee, los reverencia, anhela que sobre sus escrituras sean fundadas otras. A él le calza sin problemas esa línea estúpida y hermosa de un poema de Whitman: "si me contradigo, me contradigo".

 


 



 

 

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