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Celebración sin título: la poesía última de Jorge Eielson



Por Víctor Coral

 

Instalación. Jorge Eielson es sin duda uno de los más grandes poetas peruanos del siglo veinte. Su obra poética, paradigma de coherencia y rigor evolutivo, ha mantenido durante más de cuarenta años un lugar destacado dentro del escenario literario nacional e internacional. En los últimos años, además, su presencia creativa ha ganado merecidamente la atención de las nuevas generaciones de poetas y artistas plásticos peruanos.

Desde su primer libro, Canción y muerte de Rolando (1943), y pasando por Reinos (1944) y Primera muerte de María (1949), Eielson ha explorado con evidentes logros poéticos los grandes temas de la lírica moderna con un acercamiento sugerente, rico en imágenes, sorprendente en el enfoque del texto. Posteriormente, Mutatis mutandis (1954), Noche oscura del cuerpo (1955) y Habitación en Roma consolidarían su propuesta configurando su obra como una de las más compactas -tanto desde el punto de vista del contenido como desde el plano formal- del escenario peruano.

La etapa que podemos llamar posvanguardista en su producción (hablamos aquí de Ceremonia solitaria,1964, y, sobre todo, de Ptyx,1980), significó de algún modo un golpe de timón en su itinerario poético. Elementos e instrumentos expresivos nunca antes utilizados aparecieron de pronto en los textos, anunciando el descubrimiento de nuevas regiones poéticas, el develamiento de cámaras preciosas y ocultas que guardaran fecundas sorpresas, iluminaciones para el lector.

Los libros que son objeto de análisis en este trabajo -Celebración (1990-92) y Sin título (1994-1998)-, bajo mi punto de vista, y espero probarlo más adelante, no han respondido a las naturales expectativas que su trabajo previo alentaban, y, por si poco fuera, más bien podrían justificar la idea de que estamos ante un lamentable retroceso en la evolución poética del autor. Trataré en adelante de cimentar estas afirmaciones y revelar los rieles sobre los que se desliza nuestro acercamiento a la obra última de Eielson, así como las fuentes de nuestro desencanto.

Un espiritualismo de baja resolución. El mundo occidental está sometido todavía a cambios y eventualidades más o menos profundos. A menudo una corriente parece dominar por completo el planeta, pero a la vuelta de la esquina un giro histórico aparece para desmentir aquella idea y replantear preguntas supuestamente superadas. Así las cosas, la caracterización definitiva del mundo que viviremos en, digamos, dos o tres décadas, es de pronóstico reservado, como diría un médico al ver a un paciente en estado muy grave.

Sin embargo, algo hay de innegable en el estado de cosas actual. El materialismo (no el histórico, es preciso aclarar), pulsado cínicamente por la globalización y el orden mundial dominante, se ha convertido en el fundamento de el estilo de vida contemporáneo. Aquello que históricamente fue un defecto execrable por lo menos hasta entrado el Renacimiento, hoy, mediante un poderoso y casi incombatible proceso de secularización y vulgarización de valores, principios e incluso capacidades espirituales individuales, se ha metamorfoseado en norma y regla inexcusable para la vida en la sociedad moderna, o, si así lo quieren, posmoderna(1).

Nada soportamos peor que a ese sujeto que no ve televisión, no está poseído por el deseo de acumular materia, prestigio o placer, y que no participa ni de nuestras ínfimas preocupaciones mundanas, ni de nuestras enormes ansias de ascender y progresar en la vida de manera exitosa. Precisamente de un sujeto como aquél habla Eielson en un poema de Sin título: "Hay gente que no ama a la gente porque es diferente/ porque se viste de flores/ y tiene los ojos brillantes/ o porque adora un cocodrilo/ en lugar de una nevera" (pp. 12).

Pero hay más. A lo largo de todo el mundo, y sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, muchas personas, llevadas por su sensibilidad -en el mejor de los casos- han reaccionado frente a este turgente materialismo de modos diversos pero que responden a una estructura común. Desde los hippies de los sesenta hasta la New Age Music y la World Music del tercer milenio, pasando por el reagge pos Bob Marley, se ha empezado a profesar un peculiar espiritualismo como respuesta supuestamente contundente al materialismo dominante. Estos señores que cada día que pasa, y gracias también al internet, son legión en todo el planeta, viven una vida absolutamente convencional de 9 a 5, para luego desconectarse de la realidad "que los ofende" y sumergirse en los efluvios de la música misticoide, el yoga para ejecutivos o jugadores de fútbol, la ecología culposa y radicalona, y los libros sagrados (Tao te king, Los Vedas, Popol Vuh, I Ching, textos zen, entre otros) en versiones abreviadas, mal traducidas y peor entendidas.

Esta espiritualidad que llamaremos de baja intensidad, con el tiempo logra un efecto irónicamente contrario al buscado. Dado que es un fenómeno que se restringe al plano cultural (y por tanto es intelectual solamente), en cierto momento se convierte en un lastre muy difícil de sobrellevar si no se conjuga con una praxis espiritual seria y profunda, la cual -por razones de tiempo, trabajo o simplemente de carencia de voluntad- está muy lejos de ser atractiva para la inmensa mayoría de personas en Occidente.

Para el sujeto creador este efecto es aún mayor, pues la capacidad creativa sufre el serio peligro de pasmarse con tanta información espiritual desconectada de una experiencia concreta: el ingenio queda sepultado por aforismos, dichos, saberes y prácticas mal constituidas que, o solo asimilamos formalmente (de la boca para afuera, como se dice), o los tomamos ya desvirtuados y deformados, lo que finalmente nos lleva a una suerte de perversión espiritual disfrazada de conocimiento trascendental.

La poesía última de J. E. Eielson parece dar fe palpable de este fenómeno más común de lo que se cree en la creación artística contemporánea.

Celebración: ¿Cuál es la risa? Tomamos prestado el título de un estupendo libro de Emilio Adolfo Westphalen para interrogar sobre si hay motivos reales para esa celebración que se anuncia. El libro, publicado el 2000 y escrito entre 1990 y 1992, reúne cinco poemas largos, tres de los cuales son sendos homenajes a Charlie Parker, Van Gogh, y María Reiche y las líneas de Nazca. Desde la primera página nos sorprende que el yo poético, en esa búsqueda de sabia sencillez que su intelectualidad le demanda, recurra a imágenes trilladas ("asustado como un niño") y a reiteraciones cuya eficacia se agota en su sentido denotativo ("Un saxofón que no te da tregua/ Un saxofón que no te da tregua"). Es justo, no obstante, señalar que el poeta logra representar la clásica relación macrocosmos-microcosmos por medio de una imagen que luego será utilizada nuevamente en el mismo sentido: "Y ni una sola gota de materia/ que te recuerde el universo entero".

Expresiones pleonásticas como "volando como pájaros vivos" (pp. 11) se reiteran varias veces, acusando, cuando menos, cierto cansancio creativo del yo poético. Al leer Celebración tomamos cuenta como nunca antes de que el poeta tiene un reducido aunque contundente arsenal de epítetos recurrentes que se comenzó a formar desde sus primeros libros. Allí encontramos, por ejemplo, los adjetivos "miserables", "insondables", "estremecido"; también las hábiles paradojas a que nos tiene acostumbrado: "inmóvil viaje", "oxígeno divino", además de las expresiones tan caras a Mutatis mutandis, si no a otros libros de los años cincuenta: "millares y millares de centellas". La existencia misma de este arsenal señala una suerte de relajamiento formal en el poeta, tal vez demasiado preocupado por utilizar la poesía para exponer sus ideas espiritualistas supuesta o realmente cuestionadoras.

En el poema titulado "Vincent" hallamos algunas características adicionales. La alusión indirecta es lamentablemente unívoca en la mayoría de los casos; cito: "Pero nada sabemos/ De su sexo ni de su pobre frente/ Repleta de luz como un diamante" (pp. 19). Aquí el diamante en la frente no significa otra cosa que el genio o el talento del pintor. Entendemos, sí, como acierto el verso "la destartalada luz de sus zapatos", donde el nivel fónico de las palabras, así como el sorprendente epíteto que acompaña a la palabra "luz", remite al famoso cuadro de Van Gogh. El final del poema, en cambio, nos resulta algo facilista y declarativo, juzgue el lector: "Pero desde entonces/ La noche estrellada/ No es obra de Dios sino de Vincent" (pp. 20).

"Nazca", poema dedicado a María Reiche, se inicia con un ejercicio de intertextualidad con el Padrenuestro, en el cual encontramos un adjetivo que atraviesa todo el libro: "amarillo(a)(s)". Sabemos que Jorge Eielson desde hace ya varias décadas ha mantenido un interés especial por las culturas no occidentales, en especial las de Oriente (su adscripción al budismo zen es por todos conocida). Para el budismo tántrico el amarillo simboliza al sol, a la luz del conocimiento y a la energía cósmica que atraviesa todo lo creado(2). Muchas veces los sustantivos a los que acompaña dicho adjetivo no favorecen este tipo de lectura. En "Nazca" también se reiteran los contrastes: "Jóvenes príncipes con semblante de oro/ Y el estómago podrido" (pp. 25) y las definiciones del ser -ligeras variaciones de las aparecidas en libros anteriores: "(somos) De misteriosa materia/ que resplandece y que muere" (pp. 27).

"Sobre la luz" se abre con una afirmación preceptiva que se aleja de la poesía para acercarse a la reflexión cuasifilosófica: La luz que solamente es la luz/ Cuando ilumina una cosa/ No es la luz verdadera (pp. 31). Hay sin embargo enunciados metafóricos (aquí seguimos la terminología de La metáfora viva, el enjundioso libro de Paul Ricoeur) de innegable valor: "Hundida en mi memoria como un anillo de oro/ En la espesura". Pero hacia el final, otra vez encontramos la expresión "millares y millares" ocasionando en nuestra humilde percepción estética algo así como un pequeño escándalo.

Celebración, por los visto supra, libro al menos irregular, se cierra con "Gardalis", suerte de reino imaginario -al estilo de la Hurqalya sufí- donde el viejo ideal simbolista de la correspondencia y acuerdo con la naturaleza se instala en lo real. Esto se logra por medio de una suerte de amalgama del yo poético con la naturaleza ("mi cuerpo es un puñado de hierba a la deriva/ y el bosque azul que me rodea/ Soy yo mismo que respiro") (pp. 35). El poeta es, incluso, "la flecha que vuela/ y también el animal herido" (pp. 37). El tópico clásico de la vida retirada (Fray Luis de León)(3) aparece con nitidez hacia el final del poema: "¡Qué lejos ya qué lejos/ Las débiles casas de los hombres/ las infinitas ruedas del dolor".

Estamos aquí sin duda frente al mejor momento del libro. Tres elementos invocados por el yo poético nos ayudarán a profundizar en la lectura. El primero es el ciervo, símbolo cristiano que nos remite a la inocencia y a la humildad, requisitos para el acercamiento a la divinidad. Al propósito repárese en los siguientes versos: "Sube la luna baja el ciervo al arroyo/ Como a una cita secreta" (pp. 38). Otro símbolo clásico es el del árbol. El yo poético se identifica como un árbol que camina; sabemos que en muchas culturas el árbol simboliza el vínculo entre la tierra (las raíces) y el cielo (las ramas), de lo que resulta que el poeta se concibe como un puente -y es este un concepto tradicional y común a muchas culturas- entre el cielo y la tierra. El último símbolo invocado por Eielson es el de la tortuga, que tiene un papel fundamental en la creación cósmica según la mitología clásica de la India. El caparazón de la tortuga es el punto de apoyo sobre el cual se bate el océano de leche dando origen así al cosmos. De esta manera la tortuga simboliza -además de la longevidad- la base sobre la cual se desarrolla lo existente; en el plano espiritual, remite a los conocimientos aprehendidos que, vinculados necesariamente a una práctica, darán origen a un hombre nuevo.

"Gardalis" es de hecho el mejor momento de Celebración, pero no está exento de los problemas señalados en anteriores textos, y más bien anuncia el exceso discursivo que veremos, tal vez exacerbado, en Sin título.

¿Un rey sin título que perdió sus Reinos? Los textos que conforman Sin título (Pre-Textos, diciembre 2000) fueron escritos en Milán entre 1994 y 1998. Aquí la intención preceptiva del libro anterior se encuentra intensificada de modo que muchos textos se convierten en poco menos que reglamentos de vida y llamadas de atención sobre la ceguera espiritual de los tiempos modernos. Entre estos reconocemos a "No se trata de jugar tranquilamente", "Inmediatamente después de haber leído", "Toda máquina es inútil", "Haga pedacitos esta hoja de papel", y otros.

El volumen también contiene una serie de poemas-homenaje a escritores y artistas que tienen la simpatía de Jorge Eielson: Octavio Paz, Javier Sologuren, César Vallejo, Shakespeare; Joseph Beuys, Antoni Tapiés. Solo por una cuestión de espacio no vamos a tocar estos textos en este trabajo, por ser demasiado evidentes sus problemas de concepción, en el caso del primer grupo; y por evidenciar una lectura convencional y poco atractiva de las obras de los artistas, en el caso de los dos últimos.

Una suerte de conmovedor humanismo invade el espíritu del poeta cuando afirma en "Ya todo se hace velozmente": "Las cosas serán más graves/ cuando desaparezca el dolor/ o se vuelva artificial/ La soledad". El fustigamiento de la vida cotidiana moderna -desde una perspectiva muy cercana al espíritu beatnik- es patente en "Como toda persona educada", "Los libros que prefiero no son de papel", "Todo el mundo se reproduce y perece", "Nacemos desnudos completamente solos", "Para vivir bien no es suficiente", entre muchos otros. Diríamos que es una de las columnas centrales del edificio poético del libro. Lamentablemente, como suele ocurrir con este tipo de propuestas tan racionales, los resultados poéticos stricto sensu son poco afortunados.

Lo que hemos llamado agotamiento formal en la poesía eielsoniana se ve reflejado meridianamente en "No hay poesía solamente", donde se repite sin ningún decoro una verdad de perogrullo poco feliz en el campo de la creación poética: "Lo que pasa es que la gente/ no sabe que la poesía/ es vida y sobre todo/ que la vida es poesía" (pp. 14). Más interesante resulta "De pronto la conversación", donde dos personajes que hablaban por teléfono súbitamente ya no se entienden, desaparecen los servicios de comunicación, la luz, el agua, y el entorno se convierte en una suerte de selva oscura donde los personajes se hallan reducidos a gusanos. Se trata de una regresión biológica que, si apelamos a la simbología psicoanalítica, representa también una recuperación (¿o fagocitación de la razón por el subconsciente?) de los impulsos humanos básicos refrenados por la cultura.

"Apoye suavemente la cabeza" constituye una suerte de "instrucciones para ser feliz" peligrosamente cercana a cierta doctrina de autoayuda: "apoye suavemente la cabeza/ en una almohada/ sonría un minuto solamente/ imagine que no existen/ el bien ni el mal/ Y verá que de inmediato/ su pensamiento y su esqueleto/ Se volverán de cristal" (pp. 19). Así, el average man whitmaniano, el hombre común y corriente de la calle -según la doctrina eielsoniana- tiene a la vuelta de la esquina su redención.

Ciertos ecos de gnosticismo religioso se escuchan con insistencia detrás de los versos de Sin título. Y lo que llamamos Dios/ Somos nosotros mismos, se afirma en "Quizás el universo". Además, tenemos ahí el epígrafe de Meister Eckhart, que preside todo el libro: "El ojo con que veo a Dios, es el mismo con que Dios me ve a mí". Como sabemos, el gnosticismo, contradiciendo la doctrina católica, afirma que hay una identidad primordial entre el alma humana y la divinidad, que ambas entidades de alguna forma son la misma cosa.

En el poema "Todos los objetos del mundo" nos preciamos -pues se trata de un poeta de gran calidad- de haber hallado, salvo mejor parecer, lo que llamaremos cautelosamente una contradicción deficiente, para diferenciarla de las numerosas contradicciones eficaces que el yo poético suele proponer en su discurso como instrumentos de expresión. El poeta afirma que "todos los objetos del mundo" lo acechan en forma de "zapatos llantas platos rotos, bicicletas..." Incluso le devoran los intestinos, las orejas y "hasta mi soledad y mi camisa". Hay aquí una falta al rigor conceptual del poema. Digamos que hasta la soledad del poeta podría ser agredida por los objetos, pero -desde la lógica del poema- ¿cómo podrían los objetos fagocitar su camisa si esta no es más que otro objeto? ¿No sería más verosímil, por decir algo, que la camisa, en tanto objeto, se volviera contra su cuerpo para devorarlo?

¿Reiteraciones? Varias. El color amarillo vuelve a aparecer a cada momento durante la lectura, tratando de teñir digamos que artificialmente la concatenación de lugares comunes, pensamientos supuestamente metalógicos y saberes discursivos en función imperativa. Los "millares y millares", así como los símbolos del ciervo, la flor amarilla y la estatua (que simboliza, en una primer lectura, el afán del hombre de vencer a la muerte) aparecen reiteradamente a lo largo de Sin título. Los juegos poéticos con dos elementos (la rosa y la basura; la botella y la leche), tal y como los desarrollaba en libros anteriores, pero sin el brillo de entonces, también contribuyen a dejarnos la impresión de alguna suerte de cansancio creativo adobado por una excesiva preocupación racional por la espiritualidad, lo que nos arroja un saldo cercano al negativo.

Tanto es así el panorama, que resulta reconfortante llegar a la página 36 y hallar un texto sencillo, sin alardes didácticos ni juegos formales agotados. "Me siento ante mi mesa servida" es un poema minimal que plantea una correspondencia entre el firmamento y el resplandor de una cuchara, elemento asaz cotidiano. Una variante de esta relación se da en "Veo las líneas de Nazca", donde el yo poético encuentra impreso en su propio cuerpo las antiguas inscripciones de la pampa y "radiantes espirales" que a su vez nos remiten a toda esa compleja signosofía que Eielson nos regalara con su estupendo Ptyx.

"Tomar un vaso de agua es una operación" (pp. 45) es la representación de un rito diáfano en el que el yo poético es el oficiante que quiere "convertir el mundo entero/ en un vaso de agua". El poema "Amo los objetos y las personas claras", en cambio, casi resume y liquida toda la posición poética del último Eielson. Pareciera que ante el paso implacable del tiempo el yo poético se aferra -como de un madero en plena tempestad- a verdades supuestamente puras, a certezas tal vez demasiado explícitas: "Amo los objetos y las personas claras/ la redondez de la escuadra/ Amo los árboles verdes/ Y las manzanas rojas" (pp. 50).

Pero de hecho el non plus ultra de la excesiva ideologización del poeta lo representa "Los hombres de negocios no respiran", texto que quiero citar por completo para evitar posibles resquemores referentes a descontextualización o algo parecido:

Los hombres de negocios no respiran/ no sollozan/ no conocen/ Las magnolias. A duras penas orinan/ Y defecan cuando pueden. Tampoco/ aman ninguno y ninguno/ los ama. No hay animales más veloces/ Ni más cercanos a la muerte/ que estos seres vacíos/ no hay cosa que no deseen/ Ni que les sea negada más a su contacto/ Todo se vuelve nada/ Los hombres de negocios/ Son tan veloces y tan necios/ Que no conocen/ el ocio (pp. 58).

Aquí el prejucio -acaso no fueron hombres de negocios T. S. Eliot y Wallace Stevens y Lawrence Ferlinguetti, por ejemplo- se une con cierto regusto desmañado por una marginalidad que fantasmea a lo lejos en el texto. De poesía en sí, por supuesto, casi no se puede hablar aquí. Apenas señalar el débil juego con "ocio" "negocio" y "necios".

Desatando los nudos. Con lo expuesto esperamos haber demostrado que los dos últimos libros de Eielson por lo menos permiten pensar en una nueva -y ojalá que no última- etapa dentro de su producción poética. Se trata de un estadio en el que lo extrapoético predomina sobre lo formal, y en que las preocupaciones sobre el destino del hombre y su "ceguera", como el propio poeta lo afirma, no llegan a plasmarse con acierto estético en los textos.

Esto, digámoslo de una vez, constituye una regresión tanto frente al Eielson más experimental (Ptyx), como frente al clásico y admirado con justicia por todos (Reinos, Habitación en Roma).

Las razones pueden ser varias o una conjunción de ellas. Nosotros señalaremos un par insoslayables: 1) La excesiva ideologización y espiritualización a que se sometió el artista sin cuidar de una praxis concomitante y absolutamente necesaria para una asimilación cabal de aquellos saberes; 2) El desvío durante años de su atención creativa hacia códigos de expresión no verbales o escriturales, con resultados interesantes para la plástica, de eso no hay duda, pero que crearon zozobra a nivel de su concepción y creación poéticas.

Tal vez los próximos años nos deparen nuevas entregas del poeta que terminen de confirmar lo que aquí se ha esbozado, o -para bien de la poesía y de todos- que nieguen rotundamente estas tal vez atrevidas impresiones.

 

 


 

NOTAS

(1) Para esto ver René Guenon, El reino de la cantidad y los signos de los tiempos. Piados, 1997.

(2) Ver Ricci, Teoría y práctica del Mandala. Seix Barral, 1971.

(3) Mezclado con la rueda dolorosa de la existencia de la que hay que liberarse (de impronta netamente budista).

 
 

 

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Celebración sin título: la poesía última de Jorge Eielson.
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