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El secreto de Pedro Armendáriz


Jorge Etcheverry

 

La madre de Lou vino de México, era muy bajita, dijo, y eso que él debe andar cerca del metro noventa. La imagen de Lou inclinado sobre el podio importado de México era todo un símbolo. En su intervención en el coloquio dijo que el mismo Fox habría tenido problemas para usar el podio, a lo quereímos: montado sobre unas rueditas para su fácil transporte, el podio reacciona desplazándose frente a cualquier aumento de presión, para zozobra del presentador de turno que entonces levanta las manos para garantizar la estabilidad del soporte sobre el que descansan sus páginas.

Cuando terminó la sesión me puse a conversar en la puerta del local con un señor mexicano que estaba en otra actividad. Ahí salió a relucir el nombre de un amigo, con el que hicimos algunas cosas hace más de veinte años y al que sus connacionales en este país consideran un pionero. Muy involucrado en su comunidad, desempeñó puestos directivos en diversas instituciones antes de mudarse a Montreal. Cuando me contó que el renombrado actor tenía un secreto al que atribuía su éxito, lo tomé como otra de sus tantas historias.

Uno nunca sabe cuando está hablando en serio. Alguna vez amenazó con revelarme el secreto, pero como a veces incluso he escrito cosas que me ha dicho, que juraba que eran ciertas, no le presté mucha atención. Pero la llegada del actor a la industria cinematográfica fue fortuita, ya que le llamó la atención a un director mexicano en un restaurante cuando estaba recitando el monólogo de Hamlet. El secreto no era una combinación de vitaminas, ni una pócima, ni siquiera el jugo de algún cacto alucinógeno usado por los indígenas.

Cuando se lo conté a la Zaira me dijo que era evidente que yo no sabía mucho de Pedro Armendáriz, que no había visto nunca sus películas, que él no hubiera necesitado una fórmula mágica para triunfar. Nica dijo que todas las carreras de las celebridades del celuloide empiezan de manera parecida. Los mexicanos son casi tan nacionalistas como los chilenos, pero creo que tienen más razón (digo yo). El señor con que estaba conversando me habló de la comunidad mexicana en esta capital, de su organización, del cambio demográfico de los últimos veinte años; antes eran casi todas mujeres que se casaban con canadienses, ahora hay parejas jóvenes, bastantes profesionales, mucha gente que trabaja en informática, en gran parte en las firmas bajo el alero del TLCAN. Le dije que había notado el aumento e influencia de la comunidad mexicana, de la noche a la mañana, que yo vivía aquí desde hace más de veinte años y nunca había visto nada parecido. Que rivalidades y diferencias de opinión parecen malograr los logros de nuestras comunidades. Le dije que en una breve visita a México había tenido la impresión de que estaba todo por hacer, había sentido a la vez familiaridad y extrañeza. La sensación de algo subyacente que no podría nombrar.

Ya se acercaba la hora de la sesión de la tarde, la gente iba a empezar a llegar al coloquio y ese señor tenía que irse. Me dijo que no era la primera vez que referirse en esos términos a su país, que él estaba seguro que México ocuparía el lugar que le corresponde en el concierto de las naciones. El secreto consistía en aplicar esa manera especial de los mexicanos de mirar la vida, la muerte, el mundo en general, algo que ciertas luminarias de la cultura y el pensamiento nacionales habían logrado, en especial una figura muy querida del celuloide, cuyo éxito a muchos les había parecido inexplicable, pero entonces su mujer detuvo el auto frente a la puerta del local y él se despidió de mí para montar en el vehículo.

 
 

 

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