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DESDE EL PERIODISMO


Jorge Edwards
En Revista de Estudios Públicos, 53 (verano 1994).


El periodismo, en su condición de crónica, testimonio, prosa memorialística, forma parte de los orígenes de la literatura moderna; es más, constituye una de las vertientes de la modernidad literaria. De ahí que el periodismo, se señala en estas páginas, más que una ciencia o una técnica, es un arte ligado a la literatura, cuyo ejercicio no puede controlarse y reglamentarse en la misma forma en que se controla el ejercicio de profesiones tales como la medicina o la ingeniería. Además —se subraya—, es una opción literaria que se relaciona con la libertad de expresión y, en general, con las libertades individuales. En este último aspecto, observa el autor, el periodismo adquiere su forma moderna en el siglo XVIII, durante el auge de la Ilustración, del racionalismo y de la ideología liberal. Las repúblicas latinoamericanas, y Chile en forma muy particular, recogieron estas nociones desde los primeros años de la Independencia. El periodismo ilustrado, civilizado, crítico, en la prosa de personajes como Andrés Bello, Lastarria, Pérez Rosales, Vicuña Mackenna, y en la de exiliados en Chile como Sarmiento y Alberdi, imprime desde aquella época un carácter original a toda nuestra literatura.

 De vez en cuando conviene mirar las cosas literarias desde la óptica del periodismo. El periodismo está ligado a los orígenes de la literatura moderna. Constituye una de sus vertientes, una de sus opciones. Desde la opción del periodismo entra en la escritura la visión crítica el registro de los sucesos y su comentario, el uso, y el uso inventivo, pero no abusivo, de la memoria. El primer escritor de esta especie: Montaigne. El primero en nuestro idioma: Baltazar Gracián. Los primeros en nuestro Nuevo Mundo: los cronistas de Indias.

"Quiero que se me vea en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio: porque soy yo mismo el que me pinto", escribía Montaigne en la célebre advertencia al lector de sus ensayos completos, y agregaba: "De este modo, lector, soy yo mismo la materia de mi libro: no es razón para que emplees tus ocios en un tema tan frivolo y tan vano...". Se trata, claro está, de una modestia irónica. Generaciones de lectores, durante siglos, han empleado sus ocios en lecturas de aquella especie. ¿Por qué? Porque la escritura del yo es la del testigo, la del observador directo, la del que dice, "sin contención ni artificio", esto es, sin autocensurarse y sin dorar la píldora: yo estuve en tal parte y vi tales y cuales cosas con mis propios ojos, cosas que me inspiraron tales y cuales reflexiones.

La idea de que el periodismo sea una profesión controlada, sometida en su ejercicio a reglamentos y a títulos, como la medicina, la psiquiatría, la odontología, es un error grave, y es un error en el que ha incurrido, me parece, el nuevo proyecto de Ley de Prensa. Un médico sin estudios no pasa de ser un curandero. Un psicólogo sin suficiente preparación y que abre una consulta es un sujeto peligroso, capaz de causar estragos entre sus pacientes. Supongo que Hipócrates, heredero de una ciencia rudimentaria, que no se distanciaba todavía de la magia, carecía de título, pero después de él apareció la figura del médico profesional en la historia de Occidente. La medicina se convirtió en una ciencia y una técnica bien acotadas. El periodismo, por el contrario, está mucho más cerca del arte, es una de las formas de la expresión literaria. Y es una forma moderna estrechamente conectada con los orígenes de la modernidad, vale decir, con el espíritu crítico y con la consagración de las libertades individuales. Se puede estudiar, por consiguiente, para ejercer mejor el periodismo, pero no se puede limitar su libre ejercicio con el pretexto de los estudios. Hacerlo es tan disparatado como obligar a los novelistas o a los poetas a pasar por talleres literarios. Los talleres, por lo demás, son lugares de práctica, no de formación académica. Mejor dicho, son lugares donde la formación se obtiene a través de la práctica y del enfrentamiento con los lectores.

No sólo veo una relación evidente entre el periodismo y la modernidad literaria y política. También veo que la tradición chilena, al asimilar después de la Independencia, desde los primeros tiempos republicanos, elementos esenciales de la modernidad europea, registra de inmediato un brote notable de escrituras testimoniales, de crónicas, de memorialismo. El estilo ilustrado, civilizado, crítico, de un Jovellanos, un Leandro Fernández de Moratín, un José María Blanco White, se desarrolla con vigor en los nuevos países independientes y sobre todo en Chile, que durante décadas aparecería como el único "capaz de ser República hablando en español", como diría el general José de San Martín en una carta enviada desde su exilio en Europa. Blanco White mantiene una intensa correspondencia con Lastarria, citada a menudo por éste en sus Recuerdos literarios. Moratín es el maestro en París del joven Vicente Pérez Rosales, quien nos entregaría su testimonio muchísimos años más tarde en un extraordinario capítulo de sus Recuerdos del pasado, sobre el liceo español y sobre los exiliados de la época de Fernando VII, los "afrancesados". Andrés Bello hace la crítica de los nuevos libros europeos y de las nuevas ideas en los periódicos de su época. Los exiliados argentinos, encabezados por Sarmiento y Alberdi, se unen pronto a esa gran corriente del periodismo y del ensayo chileno del siglo XIX. Cuando los antiguos profesores de literatura decían que Chile carecía de imaginación, que sólo era un "país de historiadores", demostraban su nula sensibilidad frente a una prosa tan imaginativa, tan chispeante, tan dinámica, como la de un Pérez Rosales, un Vicuña Mackenna, un Jotabeche. Hay que buscar en esos autores, en esos personajes tan inclasificables, a caballo entre la literatura, la historia, la política, los rasgos más originales del pasado cultural chileno. Ese periodismo de las ideas y de la sensibilidad, que escapa por definición a todo control académico, reglamentario, es uno de los orígenes sólidos de nuestra literatura de hoy. De esa fuente brota el memorialismo burlón de Edwards Bello o de González Vera, la visión crítica de Gabriela Mistral, de Vicente Huidobro, de Nicanor Parra o Enrique Lihn. Es una tradición que podemos y que debemos reivindicar ahora. La desaparición del marxismo como ideología dominante y la revalorización de los pensamientos críticos y liberales anteriores hacen más difícil y oportuno este trabajo de recuperación cultural. Pérez Rosales o Vicuña Mackenna, que hasta hace poco, en períodos de fiebre ideológica y de polarización aguda, eran mirados como antepasados remotos, históricos, reducidos a la condición de textos escolares o de nombres de calles, se han transformado de nuevo en contemporáneos nuestros. Lo mismo ha sucedido con Blanco White, el cura escapado de los conventos de Sevilla y convertido a la filosofía crítica inglesa, o con Leandro Fernández de Moratín, que ahora conocemos en la intimidad discretamente libertina en sus diarios y en el retrato amable, socarrón, sonriente, que nos dejó nuestro gran memorialista y periodista del siglo XIX.

Un buen ejemplo es el de Machado de Assis en el Brasil de fines del XIX. Si el periodismo, en su acepción más amplia, forma parte de los orígenes de la literatura chilena, también juega un papel decisivo en la formación de Machado de Assis, ampliamente reconocido en su tierra como el padre y el maestro de la literatura brasileña moderna. El adolescente Machado, hijo de un pintor de paredes mulato, criado en las "favelas" del Río de Janeiro de mediados del XIX, autodidacta puro, se presentó un buen día en la tertulia de una librería y entregó un artículo de su propia creación. Alguien, uno de los miembros de esa reunión amable y culta, sin pedirle, claro está, título alguno, entregó ese texto a un periódico y el muchacho encontró a los pocos días un trabajo doble: articulista de ese diario y aprendiz de tipógrafo. Era el comienzo de una larga historia, una historia que no se detuvo en Machado, que siguió hasta Guimaraes Rosa, Drummond de Andrade y tantos otros. Machado de Assis, que llegó a ser con el tiempo uno de los más grandes novelistas y cuentistas de la lengua portuguesa, nunca abandonó el ejercicio semanal de la crónica de periódico, tradición que los narradores y los poetas brasileños posteriores recogieron y continuaron. Machado fue incluso periodista parlamentario: una de las obras maestras de la literatura de su país es una larga crónica suya de este género, "O velho Senado" (El viejo Senado).

La inserción del periodismo en la comente central de la creación literaria es un fenómeno que se ha dado en todas las literaturas modernas: en la inglesa, la rusa, la francesa, la italiana. Balzac, que era un nostálgico del viejo orden, hizo una sátira terrible el periodismo en el ciclo novelesco de Las ilusiones perdidas, pero hablaba sin duda de los abusos de la prensa, de las deformaciones de la profesión, que ya se presentaban con rasgos bastante semejantes a los de hoy. Pero él escribió en las revistas y periódicos de su tiempo, así como Baudelaire, Guy de Maupassant, Emile Zola y tantos otros. Jean Paul Sartre, Albert Camus, Ernest Hemingway, George Orwell fueron escritores periodistas en tiempos muy recientes.

Ahora bien, aunque a menudo lo olvidemos, esa vertiente de la escritura periodística y testimonial es más fuerte, más decisiva, en el mundo nuestro. En las dos orillas del idioma, probablemente. La familiaridad con la escritura en la prensa de la generación española del 98 era una manifestación peninsular de actitudes asimiladas hacía tiempo en América Latina. Unamuno conocía a la perfección el ensayismo periodístico de Sarmiento, de Barros Arana, de Rodó. Pío Baroja, en sus memorias, retrata hasta la saciedad, con humor y con ironía, a una rica galería de escritores periodistas de España y América que pululaban por el París y el Madrid de comienzos de siglo. Todavía escuché algunas de las historias barojianas en el París de comienzos de la década de los sesenta. No sé si aquellos escritores del 98 alcanzaron a conocer el trabajo de los mexicanos José Vasconcelos o Alfonso Reyes, pero no hay duda de que su prosa reflexiva, culta, intransigente, les habría interesado. Habría que preguntarse también si la originalidad de Borges, que en alguna medida consiste en moverse siempre en terrenos limítrofes o en tierras de nadie, entre el ensayo y la ficción, no deriva de esos ensayistas y cronistas anteriores. La relación entre el mexicano Reyes, atento a las literaturas clásicas, a Goethe, a Shakespeare, y sensible a la vez a su región del Anáhuac, y el bonaerense universal Borges, no es tan arbitraria como podría parecer a primera vista.

La relación de los escritores latinoamericanos actuales —Vargas Llosa, García Márquez, Bryce Echeñique, Cabrera Infante, Severo Sarduy, Cristina Peri Rossi— con el periodismo literario merece un estudio detenido. Es un punto de encuentro con la literatura contemporánea de España. Son escrituras que confluyen en espacios periodísticos de Madrid, Barcelona, Buenos Aires, Bogotá, México. Nosotros, en Chile, como siempre, estamos un poco ausentes, un poco despistados. Y ahora, según me cuentan, para rematar las cosas, les vamos a exigir colegiatura y títulos académicos. ¿O estoy mal informado?

 

 


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Jorge Edwards.
Fuente: Revista de Estudios Públicos, Nº53, verano de 1994.