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Joaquín Edwards Bello:
"Crónicas", Zig-Zag, 1964

Por Ricardo Latcham
Publicado en LA NACIÓN, 19 de julio de 1964



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El género de la crónica tuvo su gran época a partir del período modernista. Entre otros, Rubén Darío, Gómez Carrillo, Bonafoux, Ventura García Calderón, Manuel Ugarte, y varios más. Quizás el período de oro de esta forma de periodismo surgió en torno a EL SOL, de Madrid. Nunca olvidaré a dos maestros de la crónica que colaboraron en ese diario español: César Falcón y Corpus Barga.

El cronista debe permanecer atento al rumor del mundo, al ritmo de la actualidad y hallar el sentido de lo nacional, lo verdadero del hombre de la calle y de su tiempo histórico. Nadie, entre nosotros, ha conseguido superar, en un permanente contacto con las cosas vitales, a la manera, ya clásica, de Joaquín Edwards Bello. Por eso, la aparición de sus Crónicas, una mínima serie de ellas, en 1964, es un acontecimiento. Muchas veces expresamos al escritor el deseo de que colectara su producción dispersa en las columnas de LA NACION, pero no siguió el consejo. Hace cuarenta años, en 1924, salió el primer volumen de Crónicas, en edición descuidada, y hoy escasa. Poseo un ejemplar anotado por Edwards Bello, que es curioso documento, de gran valor.

En el nuevo florilegio aparece un hombre más maduro, y su estilo ha ganado flexibilidad y colorido. También surge más sintético y preciso en su enfoque de la realidad nacional y extranjera.

He dicho, en distintas oportunidades, que la historia y la sociología chilenas de la mitad del siglo XX tendrán en estos documentos un testimonio insuperable y de enorme contenido. Más que un modelo de pensamientos abstractos, en las páginas de Joaquín Edwards Bello brota la convivencia de un individuo con una época desgarrada y tornadiza.

El cronista ha vivido persiguiendo asuntos por todas partes, en el pasado y en el presente, en los tipos representativos, y observando perspectivas desde los sitios más estratégicos del universo. No sólo desde un Santiago en permanente transición, sino a través de Londres, de París, de Madrid y de Lisboa. El elemento autobiográfico nutre y enriquece el argumento de las Crónicas, con menciones plenas de fuerza y de noble poder evocativo. Su condimento insustituible, en todos los planos de la glosa, es el artístico. Por una razón. Siempre prefiero al hombre valiente, al paradógico, al arbitrario, al desajustado, antes que al sensato y al rutinario. Otros cronistas pierden vitalidad, se deslizan por el tópico, temen al prejuicio, se enredan en lo trivial. Joaquín Edwards, por el contrario, persigue lo que está detrás de la apariencia, y encuentra derroteros y vetas desconocidas. Ha sido gozador de la vida, sibarita desencantado por el tiempo, aventurero del espíritu, caballero andante de las sensaciones y de los panoramas.

Parte del año 1925, con el aire revolucionario de un momento en que suenan los nombres de Alessandri, Ibáñez y Grove, junto a militares politizados, políticos de toga, como don Eliodoro Yáñez, y figurones de pasillos, asambleas y embajadas. Un pintoresco desfile pasa por tan deslumbrantes episodios de un reciente pasado. Entre tanta maestría y sutileza no falta lo humorístico ni lo epigramático. Una suerte de filosofía provisional de los valores chilenos se puede extraer de aforismos de Joaquín Edwards Bello. Por ejemplo, este sabroso comentario: “A mí me han escamado siempre estos hombres que dicen que la fruta chilena es la mejor del mundo, la mujer la más bonita y el pueblo el más fuerte. Creo que se preparan a hacer cosas de cuidado. Es preciso ponerse en guardia”. (Página 17). Hablando del potentado Arturo López Pérez, especie de Conde de Montecristo criollo, dice que no cree que otro país de nuestra América “tenga una ciudad pequeña, como Valparaíso, más fecunda en gavilanes financieros. En la crónica titulada “Remate en Viña del Mar”, estampa estas líneas: “El remate es la fiesta nacional, por el derrumbe y el cambio. Es, además, un desahogo de la curiosidad y de la envidia. Empleo la palabra envidia en el sentido clásico. En francés, envíe; en el Dante, invidia, no tienen el significado vulgar de hoy”.

Son de valor costumbrista y episódico las crónicas sobre don Ramiro Vicuña Rozas, y Jorge Cuevas, el Marqués de Cuevas. Ya en Criollos en París, Joaquín Edwards Bello apenas disfrazó al renombrado chileno en uno de los personajes que animan su novela. Aquí lo examina con mayor comprensión, casi con simpatía, pero sin agotar un tema que aguarda a un novelista que se informe más que Enrique Lafourcade en El Príncipe y las Ovejas, cuando también lo mezcla en su argumento.

En Siúticos, vuelve Edwards Bello a un asunto no aclarado hasta hoy que es el origen de esa palabra. Una greguería que resplandece en la crónica es la siguiente: "La siutiquería dosificada, o gotificada, es tónico de vida y belleza”. El siútico traspasa las clases sociales y entra por puerta ancha a los salones, a las letras y a la diplomacia. Hace años, Joaquín Edwards Bello, en una publicación que saqué por corto tiempo, trazó una página, ahora olvidada, de un ejemplar de la especie, encaramado en el Ministerio de Relaciones Exteriores, donde hizo proezas dignas de la pluma de Peyrefitte. Espero tener fuerza e ingenio para trazar un cuadro de las entretenidas y, a veces, molestas cosas que he descubierto en el mundillo diplomático.

No menos expresivas son las reflexiones de Edwards Bello en la crónica sobre "La tragedia chilena”, donde habla de los terremotos. Considera el escritor que el terremoto es un factor de unión americana práctico. Lo experimenté, en 1960, cuando recibí alrededor de quinientos mil dólares como tributo de un pueblo hermano, en un instante de catástrofe nacional. La psicología porteña vuelve a reconstruirse en "Cerros y burritos”, una viñeta de Valparaíso, de noble factura. No menos elocuente es el ambiente estudiado en “Cárceles y conventillos”, donde la paradoja chisporrotea, a menudo. Por ejemplo, estas afirmaciones: “Las personas de más elevada posición, las que hacen patria, me asombran casi siempre por su falta de mundo. No han visto nada. Creen que el ideal de todo el mundo es el colectivo de cemento". (Página 88).

En "Llegó un príncipe”, se explota el inagotable manantial de la vanidad criolla, y de la afición a los títulos de nobleza. Una señora que se sintió imaginariamente pretendida por un personaje de sangre real, le dijo a su marido: “¡A mí, que estuve a punto de ser reina de Inglaterra, tú, indio con barniz parisiense, me tratas así!”.

En “Bellezas y fealdades de Santiago”, resurge la inspiración del cronista, al afrontarse con su tremendo panorama urbanístico.

También la teoría del imbunche y de la ciudad imbunche. Recuerdo, a este respecto, que el difunto Juan Antonio Ríos, antes de ser Presidente de Chile, me visitó en mi casa, a propósito de un movimiento político promovido en ese tiempo. Entonces, me dijo textualmente: “Andese con cuidado con el imbunche en que lo quiere meter el senador Morales”. Más tarde vine a comprender que en la palabreja cabía una teoría sociológica sobre los chilenos y su descontento permanente. Pero, ¿qué es, en estricta verdad, el imbunche? Lenz dice que es maleficio, encantamiento diabólico, brujería. Pero también es cualquiera cosa enredada, inextricable, una madeja revuelta, un pleito enredado. Aquí está el resorte de la cuestión y la interpretación amplia que encuentra Joaquín Edwards Bello a la voz de estirpe araucana. El cronista aplica su criterio al respecto, cuando dice lo que copio: “Nuestro Cementerio General es muy hermoso y podría ser, además, un museo de arquitectura funeraria, si el imbunchismo no hubiera roto su orden poniendo atroces monumentos nuevos entre los viejos". (Página 107).

Lo sentimental y emotivo colorea diversas crónicas, como “La dama de las Camelias en Chile, en 1886 y en 1962”, y “Cuatro planchas en mi vida”, con el fracaso del adolescente al visitar a la Bella Otero. La belle époque se encuentra en esa instantánea y en una, muy singular, con el ingreso a un colegio inglés, en 1905. Esta última posee el sabor de las más logradas novelas de Edwards Bello.

En “El antepasado catalán”, he sentido restaurarse en mi memoria los largos períodos que viví en Barcelona, y su “encanto inefable”.

En “Instituto Napoleónico” la fantasía del cronista utiliza otra de las manías de los chilenos, con divertidos detalles. De mayor profundidad es la crónica “Pobres y ricos”, donde saltan estas reflexiones insólitas: “Cuando criticamos a los ricos de esta tierra, debemos recordar que son pocos e insignificantes. Viven a la defensiva, con miedo creciente al fantasma de Fidel Castro. En lo que más piensan es en trasladar sus valores a Suiza o al Canadá. En el Cuzco, en Lima, en Quito, en Buenos Aires y en Caracas, los ricos se estremecen”. Y agrega lo siguiente, muy pronto: “La Iglesia, la mujer, el Cuerpo de Bomberos, el Club de la Unión, la Marina, el Ejército, el catolicismo pintoresco del pueblo, en la calle y a caballo, forman el núcleo absorbente, invencible. El centro de este poder, La Meca, es Santiago”. (Página 170).

Siguen diversas crónicas, entre las cuales culminan dos insertadas al fin del volumen: “Notas sobre el poeta Pezoa Veliz” y “Habló el roto chileno”. La última es de antología, y posee detalles poéticos y de contenido chileno inapreciable. Entre las frases características de Edwards Bello pueden citarse éstas: “En Valparaíso fracasó Rubén Darío, en 1888. Pezoa en 1908”. Y, al referirse al personaje inconfundible de nuestro pueblo, expresa: "El peso chileno es la sangre del roto chileno. La caída del valor del peso y la caída de la salud del roto chileno son hechos cónsonos. Estos hechos, invariables en la historia chilena se explican solamente de una manera: la voracidad y la amoralidad”. (Página 267).

En Edwards Bello se esconde un moralista a su manera. El fondo racial, el inconformismo satírico, la saludable admonición, forman parte de su insobornable carácter. A los cuarenta años de su primera recolección de Crónicas, salen éstas, que constituyen el repertorio animado y saludable de un gran testigo de la tragicomedia cotidiana.

 

 

 

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Publicado en LA NACIÓN, 19 de julio de 1964