El sistema de la quejumbre permanente podría dar buenos resultados. En mis tiempos de funcionario, había gente que ascendía, que trepaba hasta los escalones más altos de la administración, a base de llantos y quejas. Los artistas y los escritores chilenos suelen obtener resultados notables con este sistema. Abro un suplemento cultural madrileño y encuentro una página entera, bien escrita, elogiosa con sobriedad, sugerente, dedicada a la última novela de Rafael Gumucio, Milagro en Haití. Consecuencia personal: separo Milagro en Haití de otros libros y lo pongo en mi velador, en la lista de espera privilegiada. Comenzaré mañana o pasado a leer la novela de Gumucio y pienso que me divertiré y aprenderé cosas, como me ocurre en mis ocasionales conversaciones con él. Doy vuelta la página y me salta a la vista el comentario de una nueva película de Pablo Larraín. Es una historia de sacerdotes que purgan pecados de pedofilia. El asunto me interesa por experiencia y por estudio. Me propongo, en consecuencia, ver películas de Pablo Larraín, aparte de otras películas y otros espectáculos.
Después recibo el número de octubre de "Cuadernos hispanoamericanos" y me encuentro con un ensayo sobre la poesía de David Rosenmann-Taub. Creo que vi por última vez a David Rosenmann-Taub un mediodía de mayo de 1952, en el café Sao Paulo de Santiago, un establecimiento profundo, oscuro, que se encontraba al lado del antiguo Teatro Real, en esquina encontrada con la Plaza de Armas. Son lugares de la memoria, pronto convertidos en lugares de la mitología. En una mesa del fondo jugaban una partida de ajedrez Braulio Arenas, poeta surrealista, miembro destacado del Grupo de la Mandrágora, con Emilio Piera, exiliado catalán de la guerra de España. No es imposible que Carmelo Soria estuviera sentado junto a esa mesa, y que su hermano Arturo despotricara de pie y con un paquete de libros debajo del brazo.
Yo admiraba la reciente edición de Cortejo y Epinicio, que llevaba el sello de Cruz del Sur, y Rosenmann-Taub había sido maestro severo, autoritario, a la vez que amistoso, en todo el proceso de escritura de mi primer libro de cuentos, El Patio. Era un amigo exigente, y yo fui un discípulo ingrato. Ahora, frente al ensayo firmado por Pepa Merlo, releo versos y tengo la impresión insegura de recordarlos, de haberlos leído hace la friolera de 62 años.
"Dios se cambia de casa...". Hablar de un Dios humano, de un Dios distraído, de un Dios obligado a mudarse de domicilio y a transportar unos cuantos tiestos en un coche de lujo, era introducir un tono diferente en la poesía de aquellos años. Hernán Díaz Arrieta, Alone, con su lucidez habitual, comprendió el carácter único de esos poemas y los analizó con desenvoltura, en un tono natural, familiar, que provocaba sospechas. Era, se decía, un crítico "impresionista", con lo cual se trataba de acusarlo de superficialidad. Alone le había prestado quinientos pesos a Pablo Neruda, allá por 1919, para que pudiera editar Crepusculario; en los años cincuenta saludaba Cortejo y Epinicio con franca admiración, y dejaba a muchos principiantes chilenos, que seguían una vanguardia obligatoria, desconcertados, irritados, mordiéndose las uñas.
Acabo de terminar la lectura del Freud de Elisabeth Roudinesco y me encuentro con este Dios freudiano, con este Padre derrotado por el Hijo y por los hijos, de Rosenmann-Taub. "Dios mete los edenes en unos cuantos tiestos, /Y al fuego del infierno le aplica naftalina...". La invención de Dios, la relación blasfema del hombre con un creador desconcertado, un poco ridículo, y a la vez entrañable, era el tono de esta nueva poesía. Me acuerdo siempre de algo que me dijo Rosenmann en esos años que ahora parecen irreales: "Las cosas que a mí me gustan de Chile no son las cosas consagradas y promovidas por el mundo establecido chileno". La frase era enigmática, como solían ser las suyas, y desmontarla, examinarla, sería interesante. En otras palabras, habría que desmontar, deconstruir, al poeta y su poesía, y llegaríamos a conclusiones reveladoras. Freud plantea el tema del parricidio, del asesinato del padre, de la histeria del príncipe Hamlet. Rosenmann dialoga con Dios Padre y todo nos hace pensar en un diálogo de sordos. Era un fascinante personaje: pianista de gran dominio, compositor, poeta de un registro que nos pasó por el lado, mientras estábamos absortos frente a un tablero de ajedrez, en un recinto lleno de humo y de bullicio. Leíamos a Hamlet y conocíamos de memoria los versos de Macbeth: "La vida es un cuento contado por un idiota / lleno de sonido y de furor /y que no significa nada..."
Se anuncia una nueva antología de Rosenmann, Oó,o. Será publicada por la Editorial Pre-Textos en el otoño próximo, y me preparo para leerla. Es el comienzo de un camino de rosas y de espinas. Los libros del velador ya amenazan con prohibirme el sueño. Pero me propongo persistir, y sospecho que la lectura, con sus escrituras complementarias, me llevará hasta el final del camino.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com En el nombre del padre
(A propósito del poeta David Rosenmann-Taub)
Por Jorge Edwards
Publicado en La Segunda, 9 de octubre de 2015