No hubiera sido, acaso igual, que cuando con su Persona non grata,(pdf) aparecido en 1973, descubrió las intimidades de su ruptura con Fidel Castro, mientras él mismo era nada menos que embajador de Salvador Allende en Cuba. Pero, igualmente, quizá tan sólo menos de una década atrás, este nuevo libro suyo, tampoco hubiera dejado totalmente conformes ni a tirios ni a troyanos. Hoy, las circunstancias políticas mundiales se han modificado en forma notable y, por lo tanto, también su reflejo en la vida intelectual. Pero, no obstante, este volumen que obtuvo recientemente el Premio Comillas (para libros de memorias) por parte de esta misma editorial española que ahora lo publica, no dejará tal vez de promover sus ronchas, Y, como suele ocurrir, cuando una obra es esencialmente honesta, tampoco dejará totalmente satisfechos ni a los filo ni a los anti.
Parece ser una característica de la obra de este escritor chileno, durante mucho tiempo diplomático de carrera, la de bifurcarse entre títulos de ficción narrativa y documentos de crónica testimonial, lo que no deja de resultar otro palpable testimonio de los difíciles momentos históricos que a los escritores nos tocó —y nos toca— vivir. (Aquella paradigmática sentencia de Wilhelm Worringer: «Luchamos con sólo media verdad contra una mentira entera», enderezada originalmente contra el siniestro universo que imaginaba el nazismo, fue cobrando a lo largo del siglo una dimensión mucho más precisa, cuasi orgánica y, al mismo tiempo, también plenamente universal, por no decir planetaria). Claro que —y no resulta en absoluto secundario—, en todos sus escritos, Jorge Edwards nos depara el no suficientemente prodigado placer de leer un límpido y caudaloso castellano, lo que no es poco decir, también, en los tiempos que corren.
Cuando el poeta de Residencia en la tierra (pdf) era joven y ya comenzaba a cortejarlo la fama que pronto se echaría en sus brazos casi hasta abrumarlo, en ese magnífico país de poetas y de amantes de la poesía que espero siga siendo Chile, sólo le disputaba el cetro de príncipe de los poetas, nada menos que Vicente Huidobro, una de las voces más originales y límpidas de la vanguardia latinoamericana, y también el torrencial y apasionado Pablo de Rokha, que llevó su nivel de competencia hasta el extremo de publicar una gruesa diatriba, abiertamente agresiva y cuasi panfletaria, francamente titulada Neruda y yo.
Pues bien, aunque en muy distinta y hasta opuesta perspectiva, este nuevo libro de Jorge Edwards, también gira básicamente alrededor de Neruda. Pero, ¡con qué grado de diferencia! Si en tantos otros países, bien podemos decir que prácticamente no hubo poeta en nuestra lengua que no tuviera que digerir, de una u otra manera, tanto la influencia estética como la intelectual de una personalidad de semejante talla, para bien y para mal, no resulta difícil imaginar el alcance que dicho influjo podía cobrar en la misma patria de Neruda y entre sus jóvenes colegas.
Así, Adiós, poeta... es de algún modo no sólo la historia de una relación, sino también la de una iniciación, en todo el amplio abanico de sentidos que abarca esa palabra y, por ser Neruda quien era e involucrar lo que involucraba, no alcanza apenas carácter personal, sino que inviste (de una u otra manera, por acción u omisión) características en cierta medida generacionales, y hasta de más de una generación.
Simplificando, lo que siempre es riesgoso, la tesis que parece emerger del libro es que, como aquellos cardenales de José María Blanco White «que eran personajes mundanos, perfectamente ateos, que mantenían su toga cardenalicia por comodidad, por pereza intelectual, por conveniencia» (pág. 227 de esta edición). Neruda siguió fiel al Partido Comunista aunque en su fuero íntimo sus convicciones se hubieron ido resquebrajando, muy especialmente a partir de las primeras revelaciones públicas de Nikita Kruschev, en 1956, sobre los antes negados crímenes de Stalin. No parece ser esa, objetivamente, la imagen que ofrecía oficialmente el poeta, aunque una u otra cita de su obra muy cuidadosamente escogida por Edwards aquí y allá pareciera brindarle cierto aval, pero —al mismo tiempo— tampoco estamos los simples lectores en condiciones de calibrar una intimidad como parece ser el caso de este cronista.
De todos modos, más allá de lo bien tramado del libro, que prácticamente no decae en su interés por ningún momento, y de lo apasionante y significativo de esa doble relación (ambigua en el mejor sentido) con que el autor va oscilando entre simpatizante y disidente, como le ocurrió a otros intelectuales de más o menos su misma generación, hay otras inferencias que bien podemos permitirnos. En primer lugar, que todo lo que simboliza de saludable y positivo, por ejemplo, la caída del muro de Berlín, no puede servir tan sólo para acentuar ahora apenas uno de los polos del antiguo maniqueismo. Las cosas, como suele ocurrir, y por suerte, son mucho más sutiles, mucho más complicadas, y mucho más amplia la gama de los matices posibles. Este mismo escritor, Jorge Edwards, que se animó a enfrentar como dijimos a Fidel Castro, lo hizo «desde una posición de izquierdismo racional y democrático» (pág. 258) y, aún hoy, para despecho de ciertos anti, en este mismo libro concluido en mayo del año pasado habla de sí mismo con estas palabras: «era en aquellos años, y a veces llego a sospechar que lo sigo siendo, lo que se llama un intelectual de izquierda».
Por otro lado, sean cuales fueren las diferencias que tengamos lealmente con las posiciones políticas tan largo tiempo sostenidas por Neruda, y más allá también de la desconfianza que podía ocasionarnos el hecho de haberse visto vuelto estatua en vida, nos resulta hoy casi inimaginable —no sólo en nuestro atribulado país sino en casi todo el planeta, ya prácticamente sometido en su totalidad a la influencia deletérea de la llamada sociedad de consumo— que un escritor que sólo fue estrictamente poeta haya logrado alcanzar una tan vasta resonancia pública, no ya apenas nacional, sino decididamente internacional,
E intuyo, modestamente que, en su medida, para algo debe haber contribuido ciertamente a ello, la envidiable circunstancia de que en su propio país, nuestro querido y hermano Chile, hoy felizmente devuelto a la democracia (cosa en la cual también algo tuvo que ver este mismo Jorge Edwards, presidente durante la dictadura de Pinochet del Comité de Defensa de la Libertad de Expresión), la poesía es y, confío, sigue siendo, a diferencia de lo que ocurre desdichadamente en otras partes, una presencia activa y por lo tanto nutricia no sólo en los ámbitos culturales sino también, lo que es quizá más importante y llamativo, en amplias capas de su entera sociedad.


