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El arte del boceto
[Los diarios de viaje a Marruecos de Eugenio Delacroix]

Por Jorge Edwards
Publicado en Vuelta, N°220, marzo de 1995




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Miro los cuadernos del célebre viaje a Marruecos de Eugenio Delacroix, expuestos junto a una colección de bocetos a lápiz, de acuarelas, de cuadros al óleo pintados durante el mismo viaje o muchos años más tarde, pero inspirados en aquellos paisajes, aquellas ciudades, aquellas costumbres. Delacroix viajó en la década del treinta del siglo pasado, como parte de una importante expedición francesa. ¿En qué calidad iba?, me pregunta alguien: ¿cómo diplomático? Como ese alguien pertenece a la carrera, atribuyo su pregunta a una deformación profesional. Yo supongo que Delacroix, uno de los grandes precursores de la pintura moderna, el antecesor directo de Manet y de los impresionistas, el amigo de Charles Baudelaire, iba en calidad de pintor, de dibujante, de acompañante, de persona curiosa, de testigo. Era el más ocioso y el más activo del grupo, ya que no cesó de escribir, de dibujar, de pintar, un solo día, y fue el único, al final, como suele ocurrir, que dejó un testimonio duradero.




La historia de la salvación de los cuadernos, de parte de los cuadernos, por lo menos, es interesante. Delacroix le regaló algunos al jefe diplomático de la expedición, un personaje de la aristocracia francesa del siglo XIX. A la muerte de este personaje, los cuadernos salieron a subasta pública. El Museo del Louvre consiguió adquirir una parte. Otra pasó a colecciones privadas y fue rescatada más tarde en forma parcial. Podemos imaginar esos maravillosos cuadernos extraviados, arrumbados en el fondo de cajones de cómodas, en desvanes, entre libracos y periódicos viejos. Delacroix hacía bocetos con lápiz de mina, escribía su diario de viaje con indudable talento de escritor, y después, encima del dibujo a lápiz, solía dar unos toques de acuarela. En algunas páginas domina el color en forma total, son explosiones cromáticas en miniatura (el formato de los cuadernos no pasa de los 20 centímetros por 12): una cabalgata que se acerca a los muros de una ciudad en el desierto, un soldado marroquí con un largo fusil negro apoyado en el suelo de su cabaña, un interior lleno de tapices, de arabescos, de puertas bajas intensamente decoradas. Delacroix dijo que los seres del norte de África lo habían hecho comprender la belleza antigua, la simplicidad y la fuerza de una vida anterior, el sentido de las cosas que debían de haber tenido los griegos de la edad clásica. También lo llevó a penetrar en el tema de la luz, de la fuerza mítica del sol. La revolución estética moderna siempre estuvo relacionada de algún modo con la vida primitiva, cercana a la naturaleza. Delacroix, Manet, Gauguin, vivieron fascinados por los mundos no europeos. Picasso y Matisse también. Hay una línea evolutiva, coherente, que lleva de la visión norafricana de Delacroix a ciertos interiores de Matisse, a cierto primitivismo de las figuras de Picasso, de Max Ernst, de muchos otros.

 

 

En otras palabras, el viaje de Eugenio Delacroix a Marruecos es un hito, uno de los episodios claves de la experiencia estética moderna. Experiencia estética y experiencia moral, añadiría yo. Delacroix es uno de los primeros europeos que comprende, en pleno proceso de colonización, la humanidad de los otros. La expedición suya sin duda formó parte de la empresa colonizadora francesa en el Norte de África. Pero el introdujo desde los comienzos una mirada diferente, tolerante. No olvidemos que su amigo Charles Baudelaire escandalizaba a los franceses en aquellos mismos días debido a sus amores con la mulata Janne Duval. ¿Llegaría Baudelaire con Jeanne Duval al taller de Delacroix, en una esquina de la Plaza Furstenberg, y contemplarían con detención, con fascinación, las mandolinas, las cartucheras labradas, las espadas con empuñaduras de marfil, los vasos, los tapices con que llegó el pintor a su regreso de Marruecos? ¿Servirían de inspiración aquellos objetos para poemas como invitación al viaje?



La sala de exposiciones del Instituto del Mundo Atabe, a la hora del almuerzo de un día de semana, está repleta de público: viejas parejas, grupos de ancianas que se acercan a los dibujos a una distancia de pocos centímetros y permanecen largo rato clavadas ahí, con las gafas en ristre, cursos escolares acompañados de los profesores. Una anciana, con expresión algo desdeñosa, con una mueca, dice que le gustan más los bocetos y las acuarelas pequeñas que los cuadros al óleo. Esa buena señora no es capaz de admirar una cosa sin descalificar otra. Me pregunto si no tendrá sangre chilena por alguna parte. Los bocetos de Eugenio Delacroix, qué duda cabe, son rápidos, vibrantes, geniales, incisivos. Delacroix lanza una docena de trazos nerviosos, pone una pincelada de acuarela verde, otra roja, otra amarilla, y la vida brota, rebosante: sentimos la cabalgata, el sol, el resplandor de las riendas con incrustaciones de piedras preciosas, de las dagas, de los tejidos. Sin embargo, sin los grandes conjuntos, sin las escenas bíblicas, sin la alegoría de la libertad con sus vestimentas flotantes y con una bayoneta empuñada, en medio de las multitudes de París durante las jornadas de 1848, la obra de Delacroix no sería la misma. En respuesta a las damas criticonas, yo me digo que los bocetos conducen a los grandes conjuntos al óleo, y que la noción de esos grandes conjuntos, como objetivo final del pintor, sostiene el trabajo evolutivo, gradual, creciente, de los bocetos y las acuarelas. Sigo los trazos nerviosos de los diferentes estudios para La audiencia del Sultán y llego por fin al cuadro, que ocupa un muro completo. El Sultán, gordo, con sus vestimentas recargadas, está montado en su magnífico caballo, rígido, severo, protegido del sol por el largo quitasol que sostiene uno de sus pajes. Escucha lo que le dicen, en medio de una plaza pública repleta de gente, dos jóvenes de buen aspecto, de barbillas bien recortadas, vestidos en forma lujosa. Al fondo se alzan los muros altos, interrumpidos por sólidas torres, rematados en cremalleras, de una fortaleza monumental. Los croquis son insuperables, claro está, pero nada podría reemplazar para nosotros el resultado definitivo, con su ambición, con su complejidad, con su vastedad, con algo más, indefinible, y que podríamos llamar su misterio.

 



 

 



 

 

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