-Tres años después del artículo-manifiesto de Caparrós, el escritor chileno Jaime Collyer publicó en la revista Apsi una columna titulada «Casus belli: todo el poder para nosotros», en el que dejaba claro que la llamada nueva narrativa chilena acababa de irrumpir en escena para no abandonarla: "ahora los maestros somos nosotros", clamaba. "Nos criamos a patadas, algunos de nosotros a culatazos, bajo la indiferencia generalizada", advertía Collyer, "pero somos generosos. No habrá más revanchas que la estrictamente literaria". Adelantándose a lo que repetirían los ya inminentes McOndo y Crack, reconocía que los miembros de su generación eran "cosmopolitas y universales, internacionalistas, hasta la médula" y reproducirían a su modo, "en nuestro agitado fin de siglo, el auge de las décadas pasadas. El boom de la literatura hispanoamericana ha muerto, ¡que viva el boom!". Menciona casi una treintena de nombres como parte de quienes configuran "nuestras divisiones". Y añade, beligerante: "Peleamos a cara descubierta y vamos a la toma de poder, como aconsejaba papá Sartre". A los maestros de las generaciones precedentes "vamos a desalojarlos de la escena literaria a parrafadas y/o patadas, según sea el caso. Luego puede que les rindamos algún homenaje, como a los buenos boxeadores [...] que saben retirarse a tiempo". Varias semanas más tarde, ante la previsible respuesta (confiesa, no sin sorna, la íntima satisfacción que le produjo la réplica de Jorge Edwards), y el hecho de que su texto adquiriera "un improvisado carácter de manifiesto generacional", publicó otro de tono más moderado: «El guante sobre la mesa». Ahora habla de la renuncia de su generación —con excepciones— "a los parámetros del realismo mágico y a la pretensión abrumadora de escribir la 'novela total'". Su estrategia narrativa, anota, "desecha voluntariamente la ruptura sintáctica, las enumeraciones caóticas y otros alardes experimentales, para refugiarnos en cierta economía de medios y la narración lineal, minimalista, neutral". El camino estaba despejado para la aparición de McOndo.
(págs. 39-40)
Conviene abrir un paréntesis: cuando los autores en que me detengo aquí aluden a una figura tutelar, suelen referirse a Roberto Bolaño, apenas unos años mayor que ellos mismos. Desde esa perspectiva, el chileno parece ser el depositario del fuego, el gozne entre el pasado y el futuro. De repente, y a pesar de tantas declaraciones de fe por las legendarias figuras del boom, pareciera que antes de Bolaño todo era prehistoria. Incluso ha llegado a acumular, como en el caso de Borges, un anecdotario que con frecuencia desplaza el interés que debiera suscitar su obra. Muchos años antes de que su nombre estuviera en boca de todos, Bolaño preparó y publicó en México la antología Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego. Jóvenes poetas latinoamericanos (1979). Incluyó allí siete poemas propios, y en la nota biográfica se presentaba a sí mismo del siguiente modo: «Roberto Bolaño: Chileno 1953. Uno de los fundadores del Infrarrealismo. De la última promoción de poetas chilenos. Tiene publicado Reinventar el amor, poesía. En 1975 obtuvo mención en Casa de las Américas. Ha publicado en revistas de México, El Salvador, Cuba y Perú. Tiene inédito un libro de poemas: Visión pornográfica del capitalismo. Es también escultor». Curiosamente, ese poeta y escultor sería, al paso de los años, la figura emblemática por excelencia de la narrativa latinoamericana.
A propósito de la exitosa recepción de Bolaño en los Estados Unidos, uno de los personajes de Norte, de Edmundo Paz Soldán, lamenta que lo presenten como un «escritor beat, un Kerouac latinoamericano », romantización que atribuye al hecho de que en la América Latina «se siguen produciendo escritores que este país [Estados Unidos] tan hiperprofesionalizado, con sus miles de programas de escritura creativa, ya no permite». No importa que el New York Times descubriera que Bolaño no consumía heroína, ni estaba en Chile en los días del golpe militar, ni salía de su casa y era más ermitaño y libresco que Borges: «Este escritor es toda una industria», dice el personaje: «A brand name. Bolaño Inc.» (Norte 121). Al referirse al mito Bolaño, en los Estados Unidos, afirma Horacio Castellanos Moya —siguiendo un ensayo de Sarah Pollack— que detrás suyo no solo hubo un operativo de marketing sino también una redefinición de la imagen de la cultura y la literatura latinoamericanas que el establishment cultural estadounidense le vende a su público («Tres textos sobre Bolaño» 119). Durante treinta años la obra de García Márquez representó a la literatura latinoamericana en la imaginación del lector estadounidense, de manera que ese establishment necesitaba un recambio: hizo tanteos con los miembros de McOndo y el Crack, pero no servían para la empresa sobre todo porque, explica Pollack, era difícil vender al lector estadounidense el mundo de los iPods y de las novelas de espías nazis como la nueva imagen de Latinoamérica. Fue entonces cuando apareció Bolaño con Los detectives salvajes y su realismo visceral. Puesto que la construcción del mito precedió al gran lanzamiento de la novela, ningún periodista estadounidense —según Pollack— resaltó el hecho de que Los detectives salvajes y la mayor parte de la obra en prosa de Bolaño había sido escrita durante los diez últimos años de su vida, «cuando éste era un sobrio y reposado hombre de familia». Así, Bolaño aparece ante los lectores, incluso antes de que abran la primera página de la novela, «como una mezcla entre los beats y Arthur Rimbaud, con su vida convertida ya en materia de leyenda». La mayoría de los críticos, insiste Castellanos Moya, ha pasado por alto que no murió a causa de un exceso de drogas y alcohol, sino por una vieja pancreatitis mal cuidada que le inutilizó el hígado, y «que su caso es más semejante a los de Balzac y Proust [...] que al de los ídolos pop estadounidenses consumidos por la droga y el escándalo» (121-122). «Lo cierto», resume, «es que Bolaño siempre fue un contestatario; nunca un subversivo ni un revolucionario involucrado en movimientos políticos, ni tampoco un escritor maldito» (122).
Una extraña paradoja se produce al intentar explicamos el lugar que él ocupa entre los narradores latinoamericanos. Su ya mentada participación en el Encuentro de Escritores en Sevilla en 2003, en el que se reunieron en torno suyo Jorge Franco, Rodrigo Fresán, Santiago Gamboa, Gonzalo Garcés, Fernando lwasaki, Mario Mendoza, Ignacio Padilla, Edmundo Paz Soldán, Cristina Rivera Garza, Iván Thays y Jorge Volpi, terminaría de consagrarlo entre los jóvenes, quienes no dudarían
en reconocerlo como un maestro. En la versión escrita de su presentación en aquel encuentro. Fresán agregó una nota al pie en la que afirmaba que una de las conclusiones del congreso fue la revelación de que la obra y figura de Bolaño era una de las más admiradas por los escritores de su generación. Y lo atribuía —más allá de la excelencia de su escritura— al hecho de que «en los libros de Bolaño se nos presenta lo "latinoamericano" como una suerte de virus extendiéndose por el mundo, como la más nutritiva de las amenazas», a que «en Bolaño el "compromiso" [...] no aparece como discurso demagógico sino como acción pura y dura, como parte de la trama» (Palabra de América 66).
Si la obra y la figura de Bolaño han alcanzado entre los escritores latinoamericanos tanta notoriedad —asegura, por su parte, Ignacio Echevarría—, se debe a la forma en que resuelve una paradójica condición: «la de ser y no querer ser escritor latinoamericano. La de escribir y no querer escribir sobre un país -Chile, en este caso- y sobre una región -Latinoamérica- de los que entretanto se ha convertido en su bardo más caracterizado». En su obra toda, Bolaño «viene escribiendo el gran poema épico -destartalado, terrible, cómico y tristísimo- de Latinoamérica» (Desvíos 51), y las generaciones no historiadas, la procesión de jóvenes latinoamericanos sacrificados, constituyen la materia de su literatura (Desvíos 53). Volpi cree, por su parte, que Bolaño -quien llevó a sus límites mejor que nadie la estética del boom- solo tiene un precedente: García Márquez. Que aunque ideológicamente sean su reverso, Los detectives salvajes y 2666 son -por su arquitectura y ambición narrativa- herederas directas de Cien años de soledad. La casa verde, Terra Nostra o Rayuela; y que 2666 es la mayor respuesta posible a la primera de ellas: «Sin magia, sin genealogías explícitas, sin la cegadora belleza del estilo. Pero con la misma ambición: la voluntad de transgredir todos los códigos e inventar otra América Latina» («Breve guía»). Y en su intervención en el Encuentro de Sevilla. Gonzalo Garcés dijo que «Bolaño inventó América Latina para nosotros» (AA.VV. 101). El mismo Bolaño no tuvo reparos en reconocer sus deudas. A las obras de los autores más reconocidos del boom, dijo alguna vez, «no creo que el tiempo las vaya a perjudicar»; Vargas Llosa y García Márquez «son superiores. Superiores a los que vinieron después y por cierto que también a los escritores de mi generación. Libros como El coronel no tiene quien le escriba son sencillamente perfectos» (Bolaño por si mismo 49). Y en otro momento afirmaba: «Que yo hable de Borges y de Cortázar es como si una hormiga hablara del paso de dos elefantes» (Bolaño por si mismo 99). Para rematar, en la entrevista que Mónica Maristain le realizó para la edición mexicana de Playboy en 2003, ante la pregunta de si era chileno, español o mexicano, simplemente respondió: «Soy latinoamericano» (Bolaño por sí mismo 62); La paradoja que anuncié antes radica en que el mismo Bolaño, figura mayor para estos escritores «apátridas», reivindica una y otra vez su condición latinoamericana y su genealogía, es decir, su pertenencia a la tradición literaria de la América Latina. Para quebrar la paradoja, sus sucesores, quienes abjuran de esa pertenencia, otorgan a Bolaño un lugar de clausura. El propio Volpi ha dicho en otro sitio que Bolaño es el puente entre el boom y el futuro; el último escritor latinoamericano.
(págs. 47-50)
Varios narradores chilenos, por su parte, han establecido con particular fuerza el llamado «discurso de los hijos». Uno de los más leídos entre ellos, Alejandro Zambra, cuestionaba el tipo de lectura que le correspondía a esa generación, al reseñar el libro de Pilar Donoso Correr el tupido velo, en que esta responde —«dispuesta a escribir la literatura de los hijos»— al diario que su padre escribió durante treinta años y fue publicado quince después de su muerte: «¿Qué se hace con los libros escritos por el padre? ¿Solamente leerlos y aceptarlos?», se pregunta Zambra, para añadir: «La mera existencia de esas novelas es un llamado a escribir la historia propia [...]. Es necesario leer esos libros y también es necesario dejar de leerlos. Olvidarlos o llenarlos de notas en los márgenes. Corregirlos, sobre todo: corregirlos con amor y distancia» (No leer 30). Zambra reconoce sin ironía que el libro de Pilar Donoso le interesa mucho más que las novelas del padre: «quienes nacimos a comienzos de la dictadura crecimos buscando y contando la historia de nuestros padres y tardamos demasiado en comprender que también teníamos una historia propia». Le parece bella, por eso mismo, «la imagen de una mujer leyendo los cuadernos de su padre y anotando en los márgenes, por fin, los indicios de una historia propia» (31).
Las torvas relaciones entre padres e hijos son visibles en varios de los cuentos de No aceptes caramelos de extraños, de Andrea Jeftanovic. En «Árbol genealógico», por ejemplo, se produce una relación incestuosa entre un padre y una hija de quince años, provocada por ella misma con el deseo de que de ahí nazca una nueva estirpe, bíblica, en que todos estén emparentados. Leer esta historia de incesto es remitirnos a una endogamia criminal y culpable de la cual prolifera un árbol genealógico perverso cuyas ramificaciones exceden el drama de una familia. «La necesidad de ser hijo», por su parte, es un relato más explícito sobre un hijo no deseado de padres militantes que querían hacer la revolución y veían en él, en consecuencia, «un doble obstáculo, para vivir su juventud y para hacer política» (55). Viviendo en la clandestinidad o en misiones del Partido, los padres dejan al niño con una compañera cuyo rol era cuidar a los hijos de los camaradas en misión. Cuando años después padres e hijo vuelven a juntarse, este toma la palabra —nada extraño en quien había confesado que las primeras que aprendió fueron «valores, ideología, partido, pueblo»— y les reprocha lo que hicieron. No se trata tanto, en este caso, de unos padres arrepentidos políticamente o que se traicionaran a si mismos, como de un cuestionamiento del sacrificio de la esfera privada a la pública, de la familia a la revolución: «a su juventud la confundió la revolución», les reprocha, «insistiendo tozudamente en algo que no resultó, porque la naturaleza humana es imperfecta. [...] A la distancia, creo que se les mezcló la efervescencia de la juventud y la revolución hormonal» (62). A diferencia de Museo de la revolución, de Kohan, que legitimaba la interferencia que la revolución y la política podían ejercer sobre cl ámbito de lo privado, en el cuento de Jeftanovic parece haber una contradicción inherente a la decisión de los padres del narrador: «Mi existencia resultó irreconciliable con sus metas políticas. Son un ejemplo para los demás, para mi, unos egoístas» (63). Al final, en cierto modo. se repiten la historia y los mismos reproches cuando su pareja queda embarazada de otro hijo no deseado: «Pienso en la enorme necesidad de ser hijo antes que ser padre. Siento una gran arcada y no sé en qué ideología disfrazar mi desgano de ser padre» (64).
Hay un leitmotiv que emerge en varias de las narraciones de Alejandra Costamagna. En el cuento «Nadie nunca se acostumbra», la niña que lo protagoniza sueña una noche que mientras su perra le ladra a los helicópteros, «en la cocina una fila de hormigas marcha por el borde de una muralla. Jani las va aplastando una a una con su dedo índice mientras murmura "toque de queda, toque de queda". El dedo le va quedando negro» (22). Por su parte Amanda, la protagonista de «Había una vez un pájaro», descubre una hilera de hormigas que «están por llegar a la cima de su montaña, a la primera hormiga le falta un milímetro y ¡toque de queda, toque de queda! Las voy aplastando una por una» (56). Esa minúscula narración se reitera en otros textos, contada en todos los casos desde la perspectiva de una niña sagaz que no alcanza a comprender bien el drama que está sucediendo en torno suyo. Ese núcleo narrativo condensa lo que significa ser niño en años de dictadura, el precario equilibrio entre inocencia y brutalidad en el que transcurren los primeros años de vida de estos escritores. En el epílogo de la breve colección de cuentos Había una vez un pájaro Costamagna se refiere a su novela En voz baja como un libro «escrito en los comienzos de los 90, cuando el tema de la dictadura había dejado de ser tema (ah, lo que querían) y el silencio de esos primeros años de transición ocultaba las transacas que moldearían la precariedad de nuestra democracia». Al contar la historia de otra forma se propuso una escritura lateral, otro libro incluso: «Uno que abordara la memoria con el foco puesto en un solo conflicto: la historia de una hija y un padre en los 70, punto. Esa misma historia de 1996 pero más silenciosa, en voz más baja» (71) Como otros de los elocuentes inicios que hemos visto, el de este relato es revelador: «Mi padre es el protagonista de esta historia, pero mi padre no está. Tengo que ir hacia atrás y raspar mi cabeza con una astilla para que aparezca» (33). Tanto Amanda como su hermana Virginia y la prima Camila intentan desentrañar lo que ocurre en torno suyo, en una época en que los padres caen presos y en que las lealtades al interior de las familias se resquebrajan. La madre, por lo pronto, encontrará rápido consuelo sentimental en Lucas, el amigo de la familia, mientras que el padre, antes de sufrir un trágico final, termina teniendo una relación con la hermana de ella. El drama mayor, el del país mismo, queda opacado en las vidas de los personajes infantiles por el drama familiar que están viviendo como consecuencia inevitable de aquel. En un viaje que madre e hijas realizan a una cabaña en la playa, Amanda va leyendo un cuento que la sacude. No lo menciona explícitamente, pero por las citas ( «no hay cosa más jodida, viejo, que andar queriendo olvidarse de lo que todavía no ha ocurrido») y las referencias pueden reconocerse «El asalto a las instituciones», de Fresán, incluído en Historia argentina. Se trata de un relato narrado a tres voces: la primera, una carta de Martín (de 16 años) a un amigo en que le hace saber que está en la playa con sus padres y con Nina (de 14, hija de unos amigos de la familia), leyendo y pensando en ella; la segunda, la anotación de ella en su diario, feliz de la coincidencia de haber perdido la virginidad el día anterior, 24 de marzo de 1976, el mismo en que voltearon a Isabel Perón; y la tercera, una carta del padre de Martín a un amigo contándole que después de las noticias del golpe habló con Buenos Aires y supo que a los padres de Nina se los habían llevado, así que fue a decírselo a la joven, y en lugar de eso la desvirgó. La violencia ejercida sobre la joven en el momento mismo en que la recién estrenada dictadura ejerce su propia violencia sobre la sociedad argentina supone una equivalencia que el relato se encarga de cuestionar. Porque aquella que padece Nina —de la que ni siquiera es consciente— corre por cuenta de un amigo de los padres que acaban de ser secuestrados. Nada de esto aparece de forma explícita en el relato de Costamagna que, sin embargo, guarda relación con ello en el sentido de que las niñas de su historia (como las de tantas otras) viven el drama mayor del país a través del efecto que provoca en el micromundo en que se mueven.
También desde la perspectiva de una(s) niña(s) es narrado el relato Space lnvaders, de Nona Fernández. versión de un cuento titulado «Hijos». En este caso el padre de la protagonista no es víctima de los órganos represivos sino parte de ellos. La niña y sus amigos van creciendo mientras a su alrededor el convulso ambiente los empuja en una dirección o en otra. Entre tanto, el lector comprende lo que ella parece no percibir: que su padre es un activo miembro del Cuerpo de Carabineros, que en la democracia terminará siendo condenado a cadena perpetua por su participación en el llamado Caso Degollados. Estrella González —que así se nombra la protagonista— tiene de adulta un final trágico: un teniente de Carabineros entra a la oficina donde ella (exesposa y madre de su hijo) trabaja; no viene esta vez a acosarla y amenazarla, sino que, simplemente, la mata a tiros.
El comienzo de Formas de volver casa, del propio Zambra, por su parte, no puede ser más ilustrativo. «Una vez me perdí. A los seis años. Venia distraído y de repente ya no vi a mis padres. Me asusté, pero enseguida retomé el camino y llegué a casa antes que ellos [...] pensé que se habían perdido. Que yo sabía regresar a casa y ellos no». Cuando llegó la madre, llorosa, le dice que había tomado otro camino, él piensa: «son ustedes los que tomaron otro camino» (13). Se trata, de algún modo, de una novela de tesis contada a partir de historias personales en apariencia menudas (como hiciera antes el mismo Zambra en Bonsái y en La vida privada de los árboles), y de personajes sin apellidos, es decir, sin una ascendencia definida. La historia arranca en el Chile de mediados de la década del ochenta, cuando el narrador tenía nueve años. Una de las primeras escenas tiene lugar la noche del terremoto del 3 de marzo de 1985: «Ahora pienso que es bueno perder la confianza en el suelo, que es necesario saber que de un momento a otro todo puede venirse abajo» (19-20). El tema de los terremotos, por cierto, aparece una vez y otra en la literatura chilena, y remite no solo a la obvia situación sísmica del país.” Ese desastre cobrará un nuevo sentido al final. La segunda parte de Formas de volver a casa («La literatura de los padres») deja claros sus presupuestos: «La novela es la novela de los padres, pensé entonces, pienso ahora». El narrador afirma haber crecido creyendo eso, y maldiciéndolos, al mismo tiempo que su generación se refugiaba, aliviada, en esa penumbra. Mientras los adultos mataban o eran muertos, sus hijos dibujaban en un rincón: «Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones. Mientras la novela sucedía, nosotros jugábamos a escondernos, a desaparecer» (56-57).
Al llegar la democracia (entonces el narrador de Zambra tenía 13 años) empieza a conocer tardíamente a sus compañeros de colegio: «Hijos de gente asesinada, torturada y desaparecida. Hijos de victimarios, también. Niños ricos, pobres, buenos, malos» (67-68). La tercera parte de la novela, titulada, como es fácil imaginar, «La literatura de los hijos», comienza así: «Me fui de casa a fines de 1995, poco después de cumplir veinte años. Buscaba una vida plena y peligrosa o tal vez simplemente quería lo que algunos hijos quieren desde siempre: una vida sin padres» (87). Paradójicamente, la existencia misma de esos padres de los que ahora se aleja genera un vacío. En la facultad se dio cuenta de que era el único de sus compañeros que provenía de una familia sin muertos. Y a diferencia de sus amigos, que crecieron leyendo los libros que sus padres o sus hermanos asesinados habían dejado en la casa, él no tuvo libros que leer; le faltó la trágica herencia con que se educó su generación. No tuvo siquiera una historia como la de Claudia; pues parte de esta literatura de los hijos arranca de esas dramáticas ficciones que ella «aprendió a contar como si no doliera [...], con precisión, con crudeza» (99). Para Claudia —nacida el 16 de septiembre del 73, cinco días después del golpe—, quien creció creyendo que su padre era un tío llamado Raúl (recibo esa confesión, reconoce el narrador. «como si la esperara. Porque la espero, en cierto modo. Es la historia de mi generación», 96), la década de los noventa fue el tiempo de las preguntas; entonces les pedía a sus padres recomponer la historia, «les preguntaba detalles, los obligaba a recordar, y repetía luego esos recuerdos como si fueran propios», como una forma terrible y secreta de buscar un lugar en ella: «No preguntábamos para saber [...] preguntábamos para llenar un vacío» (115). Casi al final, otro terremoto (el de 2010) induce al narrador a pensar en los muertos de hoy, pero también en los de ayer y mañana. Antes les había mencionado a los padres, como recriminándolos, que escribiría un libro sobre ellos, que es este ajuste de cuentas que el lector tiene ante sí. El inevitable parricidio simbólico cifra en el enfrentamiento a los padres biológicos un distanciamiento que es, también, de carácter literario y, más aún, un reproche de carácter ideológico.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Presencia de escritores chilenos en
"Salvar el fuego. Notas sobre la nueva narrativa latinoamericana",
de Por Jorge Fornet. (Bayamo, Cuba, 1963)
Editorial Casa de las Américas, 2016
(extractos)