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IMÁGENES DE RUMANIA.

Juan Ignacio Colil Abricot
de "8cho Relatos" (2003)
Premios Municipal de Literatura 2004 (mención cuento)
Premio Alerce 2003 de la SECH.

Conocí a Nicolás Ceausescu durante el tórrido verano del '92. Una tarde cualquiera de enero lo vi entrar en una de las casas de la cuadra. La tercera partiendo desde la esquina hacia la cordillera. En sus manos cargaba las bolsas con las compras semanales. Abrió la puerta de la reja con seguridad, al tiempo que un maltrecho canino añoso se le acercaba, meneando la cola humildemente. Cerró la reja con la misma seguridad y se agachó para acariciar al fiel perro. Desde mi balcón vi que le decía algunas palabras. ¿Se las dirá en castellano o en su viejo rumano?, me pregunté aún conmovido por mi hallazgo.

Alguien le abrió la puerta de la casa, sólo alcancé a distinguir una sombra. - Ha de ser Elena - supuse. Entró y la misma sombra volvió a cerrar la puerta. El perro buscó protección bajo el follaje de las niricas y ligustrinas.

En las horas siguientes no me fue posible olvidar esa visión. ¿Cómo sería factible que aquel gobernante caído en desgracia hace algunos años pudiera vivir tan tranquilamente en este barrio? ¿Qué sucedía entonces con aquella rebelión?¿ Dónde quedaba su fusilamiento y el de su esposa? ¿Quiénes estarían detrás de toda esta maquinación? ¿Por qué elegir Chile?¿Por qué elegir Santiago?¿Cómo habrá aprendido a comportarse sin levantar sospechas?¿Imaginará siquiera que un vecino lo ha descubierto?¿Intuirá que sólo me bastó verlo desde la distancia para reconocerlo?

Comencé a idear mi plan en las primeras horas de la noche. Debía acercarme a él, ganarme su confianza y penetrar en su círculo. Supe de inmediato que haber tomado aquellas clases de rumano elemental en la Facultad, impartidas por el viejo Simiescu durante el otoño del '89, serían mi llave maestra. Lo que en su momento había sido una decisión antojadiza, absurda, hoy se desnudaba como un acierto histórico. Acercarme a Ceausescu era cuestión de tiempo.

Días después se produjo la oportunidad anhelada. Nos cruzamos en la calle de manera poco fortuita. En verdad lo esperé escondido detrás del kiosko de la esquina. Él se acercó lentamente, hizo el gesto de los que leen los titulares mientras deciden qué van a comprar y luego de saludar familiarmente al vendedor, pidió "Las Últimas", con un castellano chilenizado que podía engañar a cualquiera, menos a mí. Lo saludé y me presenté sin mayores preámbulos: - Soy vecino nuevo en el barrio, arriendo aquella casa con balcón- le dije mientras se la señalaba. Me saludó con un apretón de manos y un movimiento de cejas. - Trabajo en una investigación histórica sobre este barrio- le mentí mientras él me miraba con escepticismo. Le argumenté sobre la validez de la Historia, la necesidad de reconocernos, la deuda con el pasado y el deber con las futuras generaciones. Le hablé tratando de pronunciar correctamente. Quería ganarme su confianza, sin exponerlo al público, evitando que tuviese que enarbolar su frágil castellano, que había que ver y celebrar que estaba bien para comprar el diario y saludar, pero que para mantener una conversación tenía que ser débil.

-Vivo acá desde hace algunos años, no sé si le sirva - dijo convencido, tratando de imponer cierta distancia.
-Tal vez usted pueda ayudarme- le sugerí con una sonrisa de complicidad. Sólo se trata de conversar y recordar. No me costó demasiado esfuerzo convencerlo.

Nos despedimos amablemente. Mi nombre es Lorenzo Aillapán, dijo antes de marcharse con el diario bajo el brazo.

Existe una edad en que los hombres necesitan contar su historia, por oscura, absurda, pequeña o dolorosa que parezca a los demás y Nicolás Ceausescu estaba en esa edad. Era inevitable que un hombre como él deseara contar su vida. Supuse que trataría de disfrazar los hechos, de adornar su imagen y justificar sus actos. Mal que mal todos queremos ser héroes, pero había algo contra lo que no podía luchar y aquello sería su perdición. Lentamente saldría a flote la verdad. Quizás sólo algunos retazos alcanzarían la superficie, pero eso sería suficiente. Por más que tratara de esconder el pasado, las imágenes que guardaba en lo más negro de su olvido, brotarían espontáneamente: su niñez de campesino pobre de Valaquia; los rebaños de ovejas en los montes Lotru; los sangrientos combates en Oradea y Suceara durante la guerra; su llegada al poder en la vieja Bucarest; sus viajes con Elena y el pequeño Nicu hacia Constanza o Tulcea; sus discursos aclamados por las multitudes en Brasov, en Copsa, en Buzau. Y, por supuesto, el fin desatado en la masacre de Timisoara y la traición de Iliescu.

Al día siguiente me recibió en su casa . Los muebles y la decoración muy en los años setenta. En las paredes colgaban algunos óleos con paisajes sureños que seguramente le recordarían su Rumania natal. Una pequeña biblioteca albergaba unos cuantos libros, seguramente más de algún diccionario rumano - español. Sobre una repisa descansaban antiguas fotografías que lo mostraban de traje y corbata. Imaginé que eran los únicos recuerdos que los hombres de la Securitate le permitieron conservar. En ellas no habían banderas ni letreros, sólo hombres de traje y corbata que podían ser chilenos o rumanos.

La soleada tarde nos condujo bajo el parrón. El pequeño perro se echó a sus pies. Al rato apareció Elena; sobre una bandeja traía un jarro con jugo y vasos. Me la presentó con otro nombre: la llamó Silvia. En sus delicados gestos se adivinaba el esplendor de épocas pasadas, el viejo protocolo del Partido se asomaba aún en aquellas ceremonias cotidianas, resistiéndose a morir. Tal vez en la soledad de aquella casa revivían los buenos años de Bucarest. En la tarde contemplarían el resplandor del crepúsculo con una melancolía rumana.
Bebimos el jugo y eché a andar la grabadora.

- Antes de que comience su trabajo, le advierto que no tengo mucho que contarle, este es un lugar muy tranquilo- dijo queriendo disimular su preocupación.
- Pierda cuidado, me interesa que usted me cuente lo que sabe. Pero empiece por usted, hábleme de su niñez, su juventud, sus trabajos.
- ¿Eso es necesario?- Me preguntó resignado.
- Asentí con la cabeza.

Comenzó a hablar lentamente, midiéndose en las palabras, en el tono, pero poco a poco se fue dejando llevar por la nostalgia, entusiasmándose en el colorido de sus recuerdos. Me acomodé en la silla felicitándome secretamente.

Me habló de su infancia en los campos de Cholchol, sus padres muertos cuando él aún no comprendía la muerte, sus innumerables hermanos repartidos entre tíos y tías, sus difíciles años escolares, sus largas caminatas por aquellos caminos bordeados de maquis y zarzas. El disfraz era elemental, rudimentario; sólo cambiaba el escenario de aquellos recuerdos. Nicolás se esforzaba en parecer coherente, hilaba los recuerdos con una soltura envidiable, eso sí, rehuía los detalles que lo podían condenar. De vez en cuando yo le hacía alguna pregunta y era como clavarle un estilete. Él detenía su narración, meditaba durante algunos segundos en su rumano natal y proseguía casi indiferente. Yo ansiaba que se despojara de su status de gobernante destronado y me hablara como lo que había sido, pero era inútil. Él insistía en sus tardes en las riberas del Cholchol, las correrías con sus primos y hermanos de Galvarino, las cosechas de febrero y los cansadores viajes hasta el molino de Carahue. Elena lo escuchaba con admiración: sabía el enorme esfuerzo que realizaba Nicolás para narrar su historia, despojándola de los datos que los pudieran delatar.

Se hizo habitual que cada dos semanas lo visitara en su casa y nos instaláramos bajo el parrón. Elena, fielmente, nos traía vasos y nos repartía jugo. Nicolás se dejaba llevar, se enredaba en sus años de juventud. Sus estudios en la Escuela Normal de Victoria, la difícil disciplina que había que burlar, sus primeros años como maestro rural. Me ilustraba aquellos recuerdos con los nombres completos de sus amigos, pero yo sabía que tras aquellas identidades mapuches, Antinao y Cayupil, se encontraban sus antiguos y leales camaradas: Dimitrescu y Radociu. Nuestras largas conversaciones fueron acortando el verano. Los primeros días de Marzo nos obligaron a abandonar la generosa sombra del parrón y los jugos de Elena por el cálido interior de la casa y las humeantes tazas de café.

Sabía que él tarde o temprano se desenmascararía, se aburriría de aquel exótico papel que le tocaba representar y dejaría salir sus verdaderos rasgos, explotaría reconociendo entre sollozos rumanos todas sus culpas. Reconozco que traté de precipitar aquella situación tendiéndole algunas trampas. A veces lo saludaba o me despedía en rumanos. Entremedio de alguna pregunta dejaba deslizar alguna palabra en su vieja lengua. Él no se inmutaba. En ocasiones me preguntaba que había dicho, pero generalmente hacía caso omiso. A ratos me parecía que Nicolás no era realmente él, sino aquel Lorenzo Aillapán, con el cual trataba de engañarme.

Durante el otoño avanzamos sobre sus primeros años como profesor básico en una pequeña escuela rural cercana a Collico, sus viajes a caballo durante horas, sus paseos por el Imperial y sus primeros logros docentes. Yo sabía que tras todo ese discurso ocultaba sus primeros triunfos políticos dentro del Partido.

A mediados de Mayo conseguí, con un persistente trabajo, mi primer triunfo: logré que aceptara que lo llamara Nicolás y por lo tanto a su mujer, Elena. - Me recuerdan a unos antiguos amigos de mis padres- argumenté con prisa. Desde aquella oportunidad Elena comenzó a mirarme con algo similar al desprecio. Seguramente murmuraba en rumano en mi contra. En sus ojos dacios se incubaba una sustancia espesa, como si me preguntara: ¿con qué derecho irrumpía en sus vidas resucitando un pasado que era necesario olvidar? Entendí a Elena y sus aprehensiones me parecieron justas, pero ella debía entender que yo no trataba de exponerlos a la venganza de la muchedumbre. Lo mío sólo era recuperar la historia.

Con el paso de los días me fueron aceptando, permitiéndome entrar en sus vidas. Descubrí que cada cierto tiempo, por lo menos una vez al mes, aparecía un hombre aproximadamente de mi edad, bien vestido, peinado. Habitualmente cargaba una carpeta de cuero que hacía juego con sus gestos. Conversaba algunos minutos con ellos y después se retiraba rápidamente. Ha de ser el hombre de la Securitate, supuse al verlo la primera vez. Él debía entregarles algún dinero, traerles noticias sobre sus familiares escondidos en algún otro lugar remoto y es probable que les regalara el último ejemplar de "El Mensajero de Bucarest". Seguramente aprovechaban de practicar el rumano bajo el amarillo otoño del parrón, imagino en aquellas conversaciones las viejas historias campesinas de Gorj, y los obligados cuentos de Ion Creanga. Me lo crucé un par de veces, pero sólo nos saludamos. Para tranquilizarme, Elena inventó que se trataba de un sobrino, el único familiar que tenían en Santiago. Lo llamó Daniel, hijo de mi hermana menor. Es periodista deportivo, agregó para ser más convincente.- Es como un hijo- dijo al cabo de algunos segundos y sus ojos se llenaron de lágrimas rumanas. Nicolás trató de consolarla, sus intentos fueron vanos. Elena dio media vuelta y nos dejó.

- Es algo que aún no puede superar- dijo Nicolás resignado y distante.
- ¿No puede superar tener un sobrino?- pregunté inocentemente, sabiendo que a lo que se refería era haber dejado a sus hijos y nietos en otras latitudes.
- No, lo que no logra superar es la muerte de nuestro único hijo. Quizás usted no comprenda el dolor, el sufrimiento. Es muy joven. Ocurrió hace muchos años. De estar vivo, tendría un año más que Daniel, nuestro sobrino. Por eso es su pena. - sentenció finalmente. Su rostro triste buscó la sombras de la tarde. Me pareció estéril decirle algo. Preferí dejarlos solos con su ataque de nostalgia y sus mentiras forzadas.

Al finalizar julio, ellos me habían incorporado a su rutina. Simulaban que no tenían secretos conmigo. Yo también fingía que había aceptado todas sus farsas. De aquella retorcida relación surgió algo parecido a la amistad.

Así como ellos permitieron que yo los llamara Elena y Nicolás; situación que íntimamente siempre anhelaron, porque de alguna forma rescataban parte de su antigua vida, de su añorada grandeza, yo tuve que ceder y tolerar que me llamaran cariñosamente "el romano", así al sustituir solapadamente la a por la u, ellos me sentían como parte de su historia. Cuando me lo propusieron me sorprendí y por más intentos que realicé por explicarles que se trataba de Rumania y no de Roma, solo me respondieron con una sonrisa, como diciendo que era lo mismo, finalmente capté el mensaje, sería nuestro secreto. Para ellos Rumania estaba vedada, ni siquiera era posible pronunciar aquellas sílabas.

- Usted tanto que nos habla de ese lugar- dijo Elena como si estuviera revelando una confidencia.
- Y todos los regalos que nos ha hecho, el calendario, la última novela de Stanescu, los discos de Zeno Vancea, sin contar todas las palabras que conoce de ese idioma extraño. - agregó Nicolás con entusiasmo.

Acepté gustoso. Permitir aquello era abrir la primera puerta que cerraba sus pasados, lentamente se iría descubriendo la pesada máscara que le habían impuesto las circunstancias y los hombres de la Securitate.

En agosto los invité a cenar.- Una amistad de meses y tan especial se debe celebrar- dije convencido, sin darles tiempo para inventar una negativa respuesta. Se miraron entre sí y aceptaron complacidos. El restaurant se situaba en una calle sinuosa y angosta, aledaña al Cerro Santa Lucía. -espero que les guste, me lo recomendaron- les dije, cuando íbamos llegando. Sobre las rústicas puertas de madera se leía: "Codruta. Típica Comida Rumana". Noté que antes de entrar ellos vacilaron y se dijeron algo al oído. Simulé indiferencia ante tal descortesía.

El local era más amplio de lo que aparentaba y su interior estaba decorado como cualquier restaurant de la Avenida Crucenau en la vieja Bucarest. Nos ubicamos en una mesa cercana al pequeño escenario. El garzón vestido a la usanza campesina de Strimtura nos ofreció las cartas y nos saludó en rumano, le contesté haciendo alarde de mi pronunciación. Elena y Nicolás dijeron tímidamente -Buenas Noches-. La carta venía en castellano y rumano. Les sugerí que me recomendaran algo de sus tierras, pero prefirieron mantener el engaño. Nicolás bromeó con que él comería karitun, sonreí amablemente. Dijeron que ellos no conocían nada de comidas exóticas. Se veían incómodos. Opté por el filete Laurentiu con la suave ensalada Cimponeriu, que aunque no era lo más típico me pareció de gusto internacional. El vino lo eligió Nicolás. Yo no cambió por nada el Concha y Toro- dijo con un tono ufano y de falso patriotismo.

Mientras disfrutábamos del postre comenzó su actuación un pequeño conjunto folklórico. - Música de Moldavia- dijo el presentador. Una mujer joven engalanada con los bellos trajes de Padureni y de rasgos similares a los de Elena, interpretó algunas canciones nostálgicas. La observamos en silencio.
Pasada la medianoche los pasé a dejar. Me parecieron tensos como si todo aquello les hubiese provocado un trauma. Había sido culpa mía. No debí haber profundizado en esa llaga, no debí haber tratado de traspasar la oscura cortina que los separaba de su pasado. Ellos en algún momento reconocerían su vida rumana y me lo confiarían seguros de que yo no les deseaba la muerte como todos aquellos que se alegraron y festejaron su falso fusilamiento. Elena se despidió muy cortante y entró. Nicolás me dio las gracias, me ofreció disculpas por el comportamiento de su mujer - está enferma, sensible, demasiado sensible, es la edad y el vino- dijo esbozando una sonrisa débil. Me dio la mano y entró a su casa.

Un par de semanas más tarde decidí reivindicarme. Caí en la cuenta de que haber precipitado sus recuerdos durante aquella noche rumana había sido un error. Exponerlos a la nostalgia, a las imágenes de sus infancias, a sus primeros paseos colegiales, a los aromas de sus hogares, a lo que pudo ser y quedó trunco por la ambición de unos pocos y el enojo de la muchedumbre. Exponerlos de esa forma al pasado había sido una crueldad. Necesariamente debía hacer un gesto que le diera un vuelco a aquellas sensaciones. El cumpleaños de Nicolás era la fecha precisa para procurar enmendar la falta. Se cumplían ya 68 años desde aquel 13 de septiembre que lo vio nacer, me pareció prudente adelantar la celebración para el sábado, ya que los lunes no son buenos días para celebrar. Junto a un selecto grupo de amigos, todos los cuales se sentían herederos de la Rumania de Ceausescu, organizamos el evento con gran cuidado. Adornamos mi casa para la celebración. Los colores rumanos inundaban el decorado. Alguien había logrado rescatar una antigua fotografía de Nicolás, que dispusimos de forma que presidiera el evento sobre las banderas al centro del living. La torta representaba, a escala, la colosal estructura de la "Casa del Pueblo" y sobre su blanca superficie se leía: "Felicidades Nicolás. Feliz Cumpleaños al Líder y Amigo". Todo esto en rumano, por supuesto.

A media tarde pasé a buscar a Elena y Nicolás. - Estamos mirando televisión- me advirtieron casi al unísono. Yo sabía que mi invitación iba a generar algo de resistencia. Les dije que sólo deseaba tomar té con ellos y que conocieran mi casa. - Era lo menos que podía ofrecerles- añadí con un poco de desilusión. Ellos retrocedieron y se dijeron algo en rumano. Yo sabía que ya no les era tan simpático. Finalmente accedieron, imagino que Elena tuvo que ceder frente a los argumentos de Nicolás. Bajo la sombra de los plátanos orientales caminamos los metros que nos separaban de mi casa. Apenas ingresamos un gran coro nos recibió cantándole a Nicolás "Feliz Cumpleaños". Ellos quedaron asombrados, sus rostros mostraban la sorpresa y la emoción, trataban de sonreír, pero los nervios los traicionaban. Alguien les ofreció canapés y pisco sour, mientras los falsees fotográficos inundaban el estrecho salón. Volvimos a cantar y sin mayores trámites, partimos la torta y la servimos.

Uno de mis amigos, graduado en economía política, comenzó un sentido discurso acerca de la validez de las ideologías, las esperanzas de la clase obrera y las necesidades de superar algunos vicios del pasado. Yo me referí escuetamente a la vida simple de los invitados, a los roles que la Historia les había encomendado y por último leí un poema de Horia Lovinescu que se refería a aquellas imágenes de Rumania que debían conservarse. Alguien gritó - Ahora que hable Ceausescu!- Un pesado silencio se dejó caer sobre el living y los invitados. Un rápido y múltiple cruce de miradas se dio vertiginosamente entre los festejados, los invitados y la fotografía central. Traté de imaginar en lo que estaría pensando Nicolás. Con un gesto le pedí que hablara. No quería que reconociera su identidad, ni siquiera que se refiriera a los aciagos días de diciembre del 89, sólo deseaba que se sintiera acompañado.

Después de comer un par de aceitunas y dejar los cuescos en un cenicero de madera, Nicolás dijo:
-Gracias jóvenes por la fiesta, pero yo no estoy de cumpleaños, nací en junio, no me llamo Nicolás y además no me gusta celebrar en esta fecha.- sentenció con dureza al tiempo que buscaba con la mirada el pocillo con aceitunas. Después Elena lo tomó de la mano y se retiraron. Con mis amigos nos quedamos comiéndonos la torta y ordenando la casa. Algunos comentaron con mala disposición, que mi invitado no se parecía a la foto.- Ceausescu no era tan gordo, ni tan moreno -dijo alguien como si todo fuera un engaño. Otro agregó con tono de burla - parecía mapuche y no rumano-. Desestimé aquellos comentarios bajos: - ¿Acaso no saben de los medios de que dispone le Securitate? -argüí seguro.

La inesperada muerte de un tío en el sur me obligó a ausentarme de Santiago por algunos días. Cuando regresé traté de volver a visitar a Nicolás, pero mis intentos fueron infructuosos. Algo me decía que todo se había desecho, que nuestra amistad se había disuelto como agua en el agua. A veces nos cruzábamos en la calle y cruzábamos miradas y saludos.

Meses después, una carroza fúnebre estacionada fuera de la casa de Ceausescu me sorprendió. Nicolás había muerto durante la noche. Acudí al velorio realmente afligido. Distinguí a Elena apoyada del brazo del hombre de la Securitate. Todos hablaban de Aillapán o de Lorenzo con familiaridad. La farsa continuaba. Me retiré triste y busqué una florería. Le envié una corona con una pequeña nota escrita en rumano.





Leer mas: PASEO OTOÑAL. Juan Ignacio Colil Abricot.


 

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Juan Ignacio Colil Abricot comenzó a escribir desde muy temprano, bajo la influencia de los maestros latinoamericanos del relato breve. Publicó hace ya algunos años dos cuentos que obtuvieron menciones honrosas en el "Concurso Manuel Rojas" y en el "Concurso Eusebio Lillo".

También es autor de "Reconstruyendo la Memoria de La Florida", libro sobre la historia de esta comuna escrito a partir de entrevistas a distintos personajes locales.

"8cho relatos" es un conjunto de cuentos de una factura alucinante y surreal, que resultó ganador del Premio Alerce 2003, de la SECH. En la presente versión de este concurso, el jurado estuvo integrado por Angel Pizarro, en representación de la SECH; Gabriela Lezaeta, por Editorial Don Bosco, y Eduardo Thomas Dublé, por la Universidad de Chile.

En el año 2004 obtuvo el Premio Municipal de Literatura (Santiago), en cuento por "8cho Relatos"



 

 

 

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Juan Ignacio Colil Abricot: Imágenes de Rumania. (Cuento)
de "8cho Relatos" (2003).
Premio Municipal de Literatura 2004.
Premio Alerce 2003 de la SECH.