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Buena Poesía a secas
Juan Luis Martínez contra el olvido


Por Ignacio Valente
Revista de Libros de El Mercurio, sábado 29 de marzo 2003.


En este país de mala memoria cívica, y de memoria literaria todavía peor, sorprende el recuerdo perdurable que ha dejado el poeta Juan Luis Martínez a diez años de su muerte, y más si consideramos que es autor de un solo libro (de extraño nombre: La nueva novela, 1977). Ese recuerdo —tanto el de su persona como el de su obra— no carece de cierto tinte mitológico, tal vez por su carácter solitario y ajeno a toda publicidad, tal vez por la naturaleza única y excéntrica de su experimentación formal: ¡un émulo de Lewis Carroll, de sus juegos lógico-matemáticos y de su sentido del nonsense, casi un surrealista de la razón pura, en el Chile de los años setenta!

"Cuando usted habla del infinito, ¿hasta cuántos kilómetros puede recorrer sin cansarse?
—Se puede hacer cualquier cantidad de kilómetros siempre que se tenga el cuidado de descansar a razón de n palabras hablando del infinito por cada n cantidad de kilómetros de recorrido".

O bien: "4 tigres de Bengala x 8 serpientes de cascabel = los 32 dientes del Homo Sapiens".

Martínez recogió con singular agudeza el hastío y la saturación que por entonces provocaba el Yo lírico con sus excesos verbales y existenciales. Ya Parra, muchos años antes, había sentido el mismo rechazo, y su propuesta había consistido en entronizar al hombre de la calle como sujeto del poema, y multiplicarlo en diferentes hablantes dramáticos. El camino de La nueva novela hacia la impersonalidad de la poesía y la virtual eliminación del autor fue otro: disolver el Ego poético —poeticoide— en favor del lenguaje radicalmente objetivo de los axiomas físico-matemáticos, las hipótesis de ciencia-ficción o de metafísica-ficción, el juego del bricolage, la red de intertextualidades y de citas a mansalva, el uso de recortes de prensa o de material gráfico, los ideogramas chinos, el poema-problema o adivinanza o enigma...

Por cierto que el éxito literario de semejantes innovaciones no estaba ni está nunca asegurado; podría no pasar de un juego verbal o de una extravagancia amena. Lo notable de nuestro autor es ese sentido profundo suyo de la poesía, con que logra convertir en verdadero poema aun el más abstracto o fantástico de sus pasatiempos lógicos (o ilógicos). Así, por ejemplo, cuando llega a adherir con scotch en la página del libro pequeños anzuelos metálicos, recurso extraliterario que va acompañado de estos memorables versos: "El sublime pescador es el Cristo de la mano rota / a cuyo anzuelo aún nos resistimos". O así cuando plantea el siguiente problema verbal:

"Un hombre visita el cementerio de su aldea, a orillas del Mediterráneo. Ve unas velas en el mar y las toma por palomas que picotean sobre un techo. Desarrolle esta alucinación. El visitante es usted. Dígalo en la primera persona del singular". El lector familiarizado con la poesía moderna sabe en el acto que la solución al acertijo-tarea es la célebre primera estrofa de El cementerio marino de Paul Valéry; pero el solo planteamiento invertido contiene una feroz sátira de la primera persona singular —del extraordinario ego del poeta lírico— y de las no menos extraordinarias alucinaciones que lo acosan desde el punto de vista lógico-científico. Ésta no es antipoesía, pero sí cabe llamarla literalmente "poesía al revés".

Extraño habría sido que Martínez no se tentara con el experimento limítrofe de inventar, sobre la base del propio idioma, un léxico nuevo e inexistente, que sólo puede operar sobre el lector por sugerencia fonética: "Tristuraban las agras sus temorios / Los lirosos durfían tiestamente/Y ustiales que utilaban afimorios / A las folces turaban distamente". Es el antiguo juego que ensayaron antes, y con variable fortuna, Cortázar, Vallejo, Huidobro y, antes y mejor, el propio Lewis Carroll. En intentos como éste se manifiesta el inevitable límite de la experimentación de Martínez: la carencia de substancia humana en el interior de sus formalismos lógico-mágicos, por brillantes que éstos sean.

Debe ser por eso que suelo terminar mis comentarios sobre Juan Luis Martínez ensalzando textos suyos de otro tipo: los que exhiben un claro valor poético en el sentido habitual del término, v. gr.: "Érase una vez la realidad / con sus ovejas de lana real / la hija del rey pasaba por allá / y las ovejas balan Dios qué bella está / la re la re la realidad". O bien el contrapunto de esta fábula llena de encanto poético y metafisico: "En el trono había una vez, / y se aburría, un viejo rey / que por la noche perdía su manto / y por reina le pusieron al lado / a la re a la re a la realidad". Aun para quienes discutan la ironía y el sentido lúdico del autor, o sus delirios y malabarismos, ésta es buena poesía a secas, digna de ser recordada hoy con nostalgia y agradecimiento.

 
 

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