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El cementerio más hermoso de Chile
Poesía de Christian Formoso.
Editorial Cuarto Propio. 2008. 357 páginas.

Por Juan Mihovilovich
-escritor-

 


“Mi forma de morir fue miserable,
Pero no mi forma de amar.”

No deben ufanarse los habitantes-sobrevivientes de la muerte general y que moran, desde aquellas tormentosas singladuras y fundaciones ya extintas, el cono sur del continente, la vieja y ancestral Patagonia, la patria magallánica, en parte extendida como un árbol milenario trozado a pedacitos sobre la angostura del Estrecho, perenne Estrecho mecido por las aguas, acunado por los vientos o azotado por ellos.

He ahí al poeta atorado: visionario entre lengas y robles, entre mitos y leyendas que están incorporadas en sus genes, en su hábitat natural, en sus misterios.  Yace allí el poeta, nomenclatura irreal, ficción repentina, que hecha carne y sangre, huesos y miradas calcinadas bajo tierra, emerge como un minotauro inesperado y saliendo desde las puertas entreabiertas del cementerio más hermoso de Chile,  saca su capa putrefacta, la sacude de cadáveres y asesinos y, oh prodigio vivo y amatorio, extensa epopeya de miserias y tristezas del cansado músculo humano, se yergue sobre sí y apunta con un dedo invisible el azul divino del Estrecho.

Allá, sobre las crestas incorpóreas de las olas avanzan insomnes el Malborough y la Esperanza, son barquichuelos con un papel ganado a la historia: vienen a dejar su huella póstuma, su herencia, su testamento y el futuro sobre las quietas miradas de los indígenas de pronto moribundos.  He ahí el fantasmagórico rol bautismal y evangelizador: la nueva gente, la nueva era, el despuntar de los siglos venideros ascendiendo por la conquista obligada, desde la acción depredadora de guanacos hasta el encierro abierto de las pingüineras  en el turístico Seno Otway.

Formoso atraviesa el prado de la pampa con un vozarrón de palabras inaudibles que estremecen nuestras fibras más íntimas.  Se abre el universo y la ventisca nos cierra los ojos, nos redime el pasado y lo recrea con una estocada certera de fúnebre realismo.  La vida y la muerte, Eros y Tanatos confrontados en un espacio vasto y múltiple. El cementerio más hermoso de Chile abierto como un tajo sanguinolento en medio de la placidez ciudadana, de sus seculares progresos provincianos, de la llamada economía liberal que nos aprieta la garganta y  llena de pixeles el espejismo planetario.

Poesía ambiciosa en su cotidianeidad avasallante. Los poemas de los muertos atraviesan el espacio como una llamarada precursora: nos enceguecen, nos duermen, nos despiertan, nos ensueñan, nos hace cómplices de todos los naufragios: los antiguos, los nuevos cataclismos, el extravío de la brújula arcaica, la navegación a tientas del mundo moderno.  Y tras el espejo de nuestras dudas y temores, sobre las espaldas de todo residente, sea o no magallánico, sea o no habitante consciente de su mundo o de su cada vez más exiguo espacio terreno, la espada de Damocles se alza con su amenazante gesto horizontal: hay que venir a ver nuestro pasado con ojos de gigante, con la humilde condescendencia de quien ha soñado con vestigios de otro mundo, de otra escena, de un portal abierto a la mirada sin fin de los preclaros hombres. 

Lo que debiera salvarnos de la tozudez de la muerte es la paciente tenacidad amatoria. Esa porfiada obstinación con que mujer y hombre, macho y hembra, persisten en recrear las latitudes más extremas con nueva sangre sobre la sangre derramada. El cementerio entonces reluce, no sobre sus derruidas estructuras marmóreas, sin duda desfallecientes desde su intrínseca apariencia, sino desde  las palabra que el poema se atreve a deletrear como avisándonos de otros estadios que perviven deslumbrantes sobre las lápidas diseminadas por todos los poderes terrenales, efímeros e ignominiosos.

Christian Formoso “...quiere que los barcos nos lleven hasta el sol…” ¿Y cómo ha de ser posible navegar hacia lo alto con el cuerpo podrido entre las tumbas? ¿Cómo salir de la inconciencia extrema de una muerte que ha sido parte de nuestro territorio?  La muerte un estigma: la muerte el sino de los poderosos sobre la encorvada espalda de quien la recibe y la padece, rendido a veces, derrotado casi siempre, pero siempre mirando el cielo, aún desde su última sepultura.

El sueño de la especie humana afincado en un extremo de la aldea planetaria resurge hoy con la fuerza de nuevos vástagos que resucitan desde el cementerio humano y ciudadano.  Hay que dejar entre los nichos a los huesos derruidos, sin olvido.  Hay que mirar las tumbas donde habitamos, vivimos y renacemos.

 He ahí el paradigma del sueño de Formoso, al menos del modelo que pareciera insinuarnos con una cascada de imágenes venidas desde la provincia extrema.  O a la inversa: como una suerte de territorios devastados donde la palabra muere a veces, pero,  porfiada y eterna, se yergue y camina renovada, sobre la tierra ensangrentada todavía, sobre la portentosa vía  que ella –la palabra- abre encima de las aguas del Estrecho invitándonos a creer en el milagro de estar vivos, como parte de un secreto que no terminamos aún de develar, al amparo de este libro memorable.

 

 

 

 

 

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