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Futuros en suspenso: dialéctica de la catástrofe en
«El asombro» de Juan Mihovilovich y «Acerca de Suárez» de Francisco Ovando


Gabriel Saldías Rossel / Carolina A. Navarrete González
Universidad de La Frontera[1]
Publicado en CHASQUI, Vol.51, N°1 mayo de 2022


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I. Introducción

La presencia de la catástrofe dentro de los itinerarios literarios latinoamericanos del siglo XXI constituye una realidad prácticamente consensuada por la crítica contemporánea. Sus representaciones tienden a ser bastante diversas, abarcando desde narraciones ligadas a la memoria histórica (Anderson), personal (Masiello) y colectiva de los pueblos (Fonseca), hasta la elaboración de imaginarios utópico-distópicos de diversa índole (Mercier, Saldías y Navarrete, Mercier y Saldías), usualmente ligados a las preocupaciones medioambientales de las emergentes narrativas cli-fi (Rosa, Tuhus-Dubrow) centradas en torno al deterioro medioambiental y ecológico del planeta en la era del Antropoceno y/o Capitaloceno. La lista de novelas y antologías de narrativa breve latinoamericana publicadas durante los últimos veinte años y que abordan diferentes representaciones de la catástrofe es amplia, variada e incluye obras publicadas tanto por editoriales consolidadas como independientes en distintos países del continente americano.[2]

Semejante atención sobre el fenómeno cultural de la catástrofe puede deberse a la relación que la literatura mantiene con estos “worst case scenarios” (Aradau y Van Munster 5), carentes de un significado inmediato o aparente. En este sentido, la literatura se ha erigido como un vehículo privilegiado en los procesos de interpretación de la catástrofe: “Literature gives meaning to catastrophes either through scientific explanations and religious, ethical or political interpretations, or by transforming events into artfully shaped images and tropes, thereby integrating them into the cultural discourse” (Dürbeck 3). Eduardo Aguayo caracteriza esta función, siguiendo la denominación propuesta por Beatriz Sarlo, como “testimonial”, entendiendo con esto que la representación literaria de la catástrofe tendría el potencial para “dar fe”, semióticamente hablando, de un acontecer irreproducible y, en cierta medida, incomprensible: “instaura la posibilidad de pensar y decir el desastre, es decir, de transformar la experiencia de la catástrofe en testimonio por medio de la narración” (20).

Esta posición, firmemente arraigada en principios del análisis del discurso y preferida por historiadores, comunicólogos y antropólogos, acentúa la condición analítica retrospectiva de la literatura para referirse a eventos que ya han acontecido, generando significados que eventualmente se convierten en discursos “[that] forces the renegotiation and modification of the individual, collective, local, and national narratives that endow social and political life with meaning” (Anderson 191). Sin embargo, resulta pertinente recordar que la literatura catastrofista no está obligada necesariamente a significar eventos ya acontecidos, sino que tiene la facultad de indagar especulativamente e, incluso, contrafactualmente, en torno a acontecimientos devastadores de índole diversa, ubicados en diferentes planos espaciales y temporales.

Esta aproximación enfatiza la dimensión exploratoria de la catástrofe literaria y su condición eminentemente ambivalente y desestabilizadora, ya evidenciable en la propia etimología de la palabra:

While the connotation of the original Greek word has always been negative (“κατά” means “down”), later uses of the term have emphasized its revolutionary quality (“στρἐφειν” means “turn”), to describe, for example, a sudden twist in plot at the end of a play, one that was unsettling and transformative, but not necessarily undesirable. (Puleo y Sivak 458)

Podríamos aventurar que la relación entre “caída” y “cambio” a la que se refieren Puleo y Sivak constituye el núcleo de la poética catastrofista, en cuanto permite recuperar la ambivalencia que caracteriza al evento catastrófico y sus consecuencias. Lo que esto sugiere es que la catástrofe, en cuanto acontecimiento literario, no está “obligada” a constituirse como un evento portador de sentido, sino que, muy por el contrario, puede mantener dicho sentido “en suspenso”, propiciando escenarios de deliberación y exploración especulativa en donde se negocian espacios de enunciación ubicados a medio camino entre una resignación existencial absoluta y diferentes versiones posibles del futuro.

 

Juan Mihovilovich

 

Semejantes procesos se generarían simultáneamente a través de la representación literaria de la catástrofe, así como mediante las estrategias desplegadas por los personajes que deben habitar la indeterminación incierta de sus respectivos porvenires. Desde esta posición, resultaría factible abordar la literatura catastrofista sin la necesidad de tener que resolver la búsqueda por el significado de manera unívoca en torno a acontecimientos referenciales. Por lo tanto, frente a la hermenéutica retrospectiva previamente señalada, sería posible operar “prospectivamente” (Díez, Moreno), develando los límites culturales y sociales que determinan la imaginación por el futuro en los escenarios de vulnerabilidad y precariedad extrema que propone la literatura catastrofista actual.

En el presente artículo nos proponemos abordar la condición ambivalente de la catástrofe desde una mirada centrada en la negociación por futuros inciertos, aspecto que ha sido tematizado con especial énfasis por la narrativa chilena de los últimos diez años. El análisis abordará dos novelas: El asombro, del escritor puntarenense Juan Mihovilovich publicada el año 2013, y Acerca de Suárez, de Francisco Ovando publicada el 2016. La relevancia de esta selección radica en las estrategias de representación de la catástrofe que ambas novelas despliegan a partir de contextos contemporáneos, lo que deja en evidencia las negociaciones contradictorias que es necesario llevar a cabo para conciliar la experiencia de un acontecer devastador con la anticipación de un mejor porvenir en el Chile neoliberal actual.


II. La función prospectiva de la literatura catastrofista

Previo a adentrarnos en el análisis de las obras que competen a este estudio, es necesario establecer algunos conceptos claves relativos a la función literaria y cultural de las narrativas sobre catástrofe. Como adelantábamos en la introducción, la literatura sobre catástrofe participa de discursos culturales más amplios, preocupados en mayor o menor medida sobre el porvenir del mundo en diversos escenarios de inestabilidad social, económica, política y climática.

Mark Anderson, en su excelente trabajo del año 2011, titulado Disaster Writing. The Cultural Politics of Catastrophe in Latin America, da cuenta de una evolución histórica de la literatura sobre catástrofe en Latinoamérica que comienza con los primeros pueblos que habitaron el continente y que continuó ininterrumpida a lo largo de los procesos de colonización y posterior fundación de los respectivos estados nacionales durante el siglo XIX. Es a partir de la segunda mitad de este siglo y la primera mitad del siguiente, sin embargo, que la catástrofe abandona la discursividad religioso-política desde donde había sido abordada hasta entonces, para convertirse en un tropo literario articulado fundamentalmente a través de la relación entre ser humano y naturaleza: “In this sense, disaster writing from the 1920s onward would seemingly contradict the positive views of human-nature relations presented in regionalist fiction, for example, in which humans dominate nature and make it more productive through literal and symbolic cultivation” (20).

Hoy, señala Anderson, esa relación estaría mediada a partir de los conceptos de “vulnerabilidad” y “riesgo”, ideas que también articulan las discusiones en torno a la prevención y/o predicción de catástrofes en otros ámbitos y campos del conocimiento. De acuerdo a Anderson, la literatura latinoamericana actual interactúa con la catástrofe ofreciendo una valoración simbólica a lo que son fundamentalmente estadísticas desprovistas de contexto, fomentando la discusión política y la producción de una teoría cultural crítica, capaz de conceptualizar de manera consciente las discusiones generadas en torno a los riesgos del porvenir del territorio: “literature has long functioned in Latin America as an interdisciplinary space for drafting cultural, social, and political theory. It comes as no surprise, therefore, that much of the theorizing of these local disasters took place in literary texts” (27).

Esta misma idea fundamental, de que la literatura permite “mediar” entre la experiencia catastrófica y la proyección del futuro, la podemos encontrar también en otros discursos relacionados con la predicción de riesgos y mitigación de eventos desastrosos. Hubert Zapf, por ejemplo, desde la “ecología cultural”, propone que la mediación literaria permite, al mismo tiempo, dar cuenta de problemas que actualmente están afectando a la realidad, así como abordar posibles escenarios de superación de los mismos: “Literature is thus, on the one hand, a sensorium for what goes wrong in a society, for the biophobic, life paralyzing implications of one sided forms of consciousness and civilizational uniformity, and it is, on the other hand, a medium of constant cultural self-renewal” (138).

El sociólogo Andreu Domingo, por su parte, propone que la literatura de catástrofe cumple con una doble función, de mediadora y canal, con la intención de instaurar o justificar regímenes hegemónicos de control que se ven legitimados a través de la proyección de escenarios catastróficos que deben ser contenidos para evitar una debacle de los sistemas de control que actualmente conocemos:

En el fondo, la ascendente centralidad de la catástrofe en el imaginario social estaría dando cuenta de la construcción de un régimen anticipatorio de organización social que implica un cambio en la gobernabilidad, de una forma similar a como actúa la distopía: urgiendo a intervenir el presente por lo que aún no ha sucedido, pero que podría suceder. (Domingo, Descenso literario 23)

En la misma línea, Mary Manjikian sugiere que este tipo de literatura comparte su marco metodológico con el de los analistas de inteligencia y los predictores de riesgo, en cuanto ambos deben encargarse de imaginar futuros nefastos, pero posibles, con la finalidad de evitar dichos escenarios: “In short, both intelligence analysts and catastrophe novelists identify hazards or dangers— where hazards are defined as ‘conditions, events and circumstances that could lead or contribute to an unplanned or undesirable event’” (79). Para Manjikian y Domingo, la literatura sobre catástrofe se desplegaría casi como un mecanismo de propaganda, diseñada específicamente para generar temor en la población sobre amenazas políticamente codificadas y así justificar mecanismos de gobernabilidad en el presente que se preocupen de mantener el statu quo social.

 

Francisco Ovando

 

Claudia Aradau y Rens van Munster, por otro lado, resaltan el valor de la imaginación —así como de los productos culturales desarrollados a partir de esta, incluyendo la literatura y el cine— como un componente central en la elaboración de “políticas de la catástrofe” diseñadas en torno a nociones de prevención, mitigación y control de riesgos o amenazas de diversa índole: “imagination is indispensable to the pursuit of knowledge and the problematization of the unknown. Imagination is not the opposite of knowledge, but a vital element in all cognition” (69). Desde su perspectiva, la imaginación se constituye como una “categoría epistémica” con un potencial sintético poderoso, capaz de otorgar coherencia y unidad a acontecimientos que pueden resultar caóticos o de difícil comprensión: “Through imagination a range of apparently disparate details, perceptions, ideas and assumptions can be brought together in a seemingly coherent whole” (70).

De manera similar, Matthew J. Wolf-Meyer, en Theory for the World to Come. Speculative Fiction and Apocalyptic Anthropology, aventura un cruce propositivo y explícito entre teoría social y literatura, aseverando que “speculative fiction and social theory both ask us to consider these questions, and in finding answers we make new futures possible” (3) posición que redunda sobre una mirada optimista en torno a la capacidad de la literatura para movilizar imaginarios latentes, capaces de adelantarse o, incluso, impedir catástrofes de otra manera impredecibles.

Lo que resulta común a todas estas aproximaciones es la conceptualización de la literatura como un medio prospectivo capaz de articular la catástrofe en clave especulativa, con objetivos divergentes dependiendo de cada autor o autora. Independiente de la perspectiva ideológica que se asuma, sin embargo, es bastante evidente que la condición prospectiva de la literatura sobre catástrofe “avisa sobre posibles desarrollos exacerbados de tendencias presentes en nuestra sociedad con el fin de denunciar su inconveniencia” (Díez 5), al mismo tiempo que presenta un “equilibrio entre realidad y especulación [que] fundamenta desde la intelección ese proceso retórico de extrapolación, muy libre, acerca de nuestra sociedad y a través de todas las creaciones que conlleva un proceso de ficcionalización” (Moreno 230).

Para Julián Díez y Fernando Moreno, una obra se constituye como prospectiva en cuanto busca especular sobre el futuro con una intencionalidad dirigida a abordar las condiciones más opacas del presente, develándolas como evidentes a través de una proyección ficcional en el tiempo: “No me quedo solo con la idea de ‘futuro’, sino también con la de ‘exploración del subsuelo’ y con la de ‘descubrir enfermedades latentes o incipientes’” (Moreno 122). Narratológicamente, el proceso se ajusta a las condiciones que Darko Suvin impone para la descripción de la ciencia ficción como género literario: “a literary genre whose necesary and sufficient conditions are the presence and interaction of strangement and cognition, and whose main formal device is an imaginative framework alternative to the author’s empirical environment” (7-8, énfasis agregado).

La dimensión prospectiva de la literatura catastrofista, por lo tanto, se articula como dual y esencialmente ambigua: por un lado, actúa como vehículo de alerta ante amenazas potenciales, asumiendo una posición ideológica conservadora, orientada a la preservación del statu quo a través de modelos predictivos, mientras que, al mismo tiempo, se encuentra abierta a la exploración especulativa de imaginarios alternativos que asumen el evento catastrófico no como un punto de quiebre, sino como el comienzo de nuevos órdenes sociales potenciales.

A pesar de presentar esta condición indeterminada, la tendencia prevalente de la crítica cultural y literaria reciente ha sido la de conceptualizar la catástrofe en términos casi siempre propositivos y hasta optimistas, describiéndola como una antesala utópica a mejores mundos posibles que solo resultarían accesibles a través de un quiebre radical con la sociedad actual. Representante clave de este paradigma es el trabajo de la activista y escritora norteamericana Rebecca Solnit, quien en A Paradise Built in Hell. The Extraordinary Communities that Arise in Disaster, propone que las experiencias de catástrofe representan espacios privilegiados de rearticulación comunitaria y social: “Horrible in itself, disaster is sometimes a door back into paradise, the paradise at least in which we are who we hope to be, do the work we desire, and are each our sister’s and brother’s keepers” (3).

La elección léxica por parte de Solnit no es casual ni hiperbólica. Para sintetizar su posición, la autora acuña el término “disaster utopianism” (16) (“utopismo del desastre”), noción que expresa la posibilidad de imaginar mejores sistemas sociales a partir de experiencias compartidas de precariedad y vulnerabilidad radicales producidas por diferentes tipos de eventos desestabilizadores. Central para su tesis es la noción de que las catástrofes “give us, as the long ago and far away do not, a glimpse of who else we ourselves may be and what else our society could become […] long-term social and political transformations, both good and bad, arise from the wreckage. The door to this era’s potential paradises is in hell” (9).

La posición de Solnit, polémica y radicalmente optimista, si bien no niega los aspectos traumáticos y destructivos asociados a la catástrofe, sí prefiere obviar el hecho de que el fundamento de esta anticipación está cimentado sobre el miedo a la desaparición, expresado en su antípoda más radical a través del imaginario apocalíptico y/o milenarista: “we need to think catastrophe as situated inbetween the accident (that which simply happens and does not disrupt historical continuity) and apocalypse (the ultimate discontinuity)” (Aradau y Van Munster 5). En una línea similar de pensamiento, Peter Y. Paik, en From Utopia to Apocalypse elabora un convincente argumento que expresa el potencial peligro que se puede generar si es que la catástrofe es comprendida como la condición de posibilidad de la utopía:

For what if the main blind spot of utopian thought in the present postpolitical era lay not in its complicity with mass ideological movements, but rather in a lack of determination in imagining the irresistible pressure unleashed by political upheaval, a loss of nerve in confronting the intractable forces of social equilibrium that make genuine change impossible without a “catastrophe” befalling the entire society? (Paik 7)

La crítica de Paik sobre el pensamiento utópico actual y su aparente “falta de valor imaginativo” apunta a una relación potencialmente perniciosa entre cambio social y experiencia catastrófica. Semejante condicionamiento podría encontrar dos cauces: o la expectativa de la catástrofe induce a la parálisis social con tal de evitar un devenir funesto, o, paradójicamente, se da la bienvenida a la catástrofe, entendiéndola como una “condición necesaria” para generar nuevos espacios de interacción e integración social. Llevado a su extremo, este segundo devenir podría incluso derivar en la producción de “apologías de la catástrofe”, dirigidas a justificar discursivamente la destrucción (de lo que sea) en aras de la construcción de nuevos paradigmas sociales, argumento cercano a justificaciones instrumentales de carácter totalitario.

Las consideraciones de Solnit y Paik, si bien contrarias, convergen sobre la noción de que la catástrofe constituye un evento fronterizo, o, más precisamente, un evento liminar que se posiciona en un umbral histórico: a un lado se encontraría la experiencia previa y conocida, el “antes” representativo de la estabilidad de un mundo bajo control y estable, con todas las injusticias y abusos que lo caracterizan, mientras que, al otro lado se encontraría la incertidumbre del porvenir posterior a la catástrofe, uno que supera cualquier predicción posible y que guarda en sí tanto el potencial de cambio absoluto, como el de destrucción total. El núcleo prospectivo de la narrativa catastrofista, entonces, yacería en la exploración ficcional de las estrategias desplegadas para habitar la incertidumbre, oxímoron imposible de representar de forma completamente convincente, pues su significado depende de la resolución de un evento que no es posible predecir ni anticipar: “[catastrophes are] events that cannot be prevented, neutralized or contained but nevertheless need to be inhabited” (Aradau y Van Munster 2).

Esto quiere decir que, aun cuando sea posible especular sobre potenciales “mundos mejores” nacidos a raíz de experiencias catastróficas, estos se encontrarán en permanente estado de vulnerabilidad y negociación frente a la amenaza de la desaparición apocalíptica que puede manifestarse en cualquier momento, puesto que la catástrofe y sus consecuencias son, por definición, incognoscibles: “una negatividad inabordable por su magnitud: excesivo en su manifestación, el potencial de afección de la catástrofe como acontecimiento tendería a lo infinito” (Aguayo 20). Así, los imaginarios desplegados por la literatura catastrofista contemporánea, lejos de posicionarse exclusivamente como modelos predictivos o representaciones de sociedades mejores, expresarían una continua lucha por el significado del futuro enfrentado a la incertidumbre de lo incognoscible, lo que, como veremos a continuación, configura una compleja dialéctica entre optimismo, pesimismo e incertidumbre.


III. Accidentes, destinos y ensayos del fin en Chile

Como ha quedado de manifiesto, la relación que la literatura mantiene con la catástrofe ha sido y continúa siendo muy compleja y de larga data. En Latinoamérica, esta se ha fraguado fundamentalmente a través del encuentro entre la naturaleza y la historia política del continente, tal como lo señala Carlos Fonseca:

[…] that which nowadays gains the name of Anthropocene, Capitalocene or even Chthulhucene—was in fact the echo of a longer history that in the Latin American case remitted all the way back to the foundational moment of our catastrophic modernity: the nineteenth century, which saw the collapse of empires throughout the continent, alongside the violent emergence of the modern nation sates. (Fonseca 2)

Para Fonseca, el territorio latinoamericano es esencialmente radical, en cuanto impone y mantiene una temporalidad que le resulta propia y que entra en tensión con la pretendida continuidad civilizatoria de los procesos modernizadores implementados durante el siglo XIX. Esto habría devenido en una metaforización de la catástrofe en clave de discontinuidad político-revolucionaria: “catastrophe signals the moment in which the naturalized telos of progressivist modernity, alongside its harmonious progressivism, is finally bracketed and the possibility of critique emerges together with the possibility of historical redemption” (11). El resultado final de este proceso de hermenéutica catastrofista, y la tesis principal del texto de Fonseca, es que la escritura sobre catástrofe en Latinoamérica sería una forma muy particular de pensar y repensar críticamente la historia del continente, prestando especial atención a los quiebres y tensiones derivados de metáforas medioambientales, donde huracanes, terremotos y volcanes dejarían al descubierto los quiebres de las narrativas históricas oficiales, como tan gráficamente lo describe el autor al recordar Os Sertões de Euclides da Cunha.

El caso chileno parecería mantenerse dentro de los mismos confines simbólicos, aunque desde un plano ideológico mucho más conservador, como evidencia Eduardo Aguayo Rodríguez en “Entre la ruina y el prodigio: narrativas del desastre en la literatura sísmica chilena”. En este artículo, el autor identifica una tradición de “literatura telúrica” en el país (17) cuyo objetivo, desde la época colonial en adelante, habría sido la tematización e interpretación de los terremotos, la catástrofe natural más recurrente en Chile, en función y beneficio de los poderes fácticos establecidos:

los desastres naturales pueden considerarse como la manifestación de condiciones críticas preexistentes que prepararon el camino para la catástrofe, condiciones que habían permanecido ocultas, en gran medida, gracias a los mecanismos de control material y simbólico desplegados por un orden político-social hasta ese momento hegemónico. (21)

Según Aguayo, más allá de si se trata de acontecimientos de origen natural, como terremotos o inundaciones, o de eventos de carácter social, como una revolución o dictadura, el acto discursivo de definir un evento o acontecimiento histórico como “catastrófico” –así como evitar dicha denominación–, constituye en sí mismo un acto político del que la literatura también participaría por lo menos en tres niveles distintos: interpretando, canonizando y poetizando (21-22).

En el caso de la narrativa chilena reciente, sin embargo, estas tres dimensiones resultan particularmente difíciles de esclarecer y diferenciar entre sí, en parte por la tendencia prevalente hacia la configuración de narraciones fragmentarias ofrecidas por narradores testigos que carecen del suficiente conocimiento de mundo como para proponer interpretaciones acabadas sobre los hechos devastadores en los que se ven insertos, pero, también, porque la catástrofe es representada más en función de un cuestionamiento especulativo que de una articulación de convenciones sociales explicativas, asumiendo el paradigma prospectivo al que ya nos hemos referido con anterioridad.

Esta aproximación se observa con bastante claridad en la narración explícitamente evasiva que Francisco Ovando construye en su segunda novela publicada, Acerca de Suárez.[3] La anécdota se ofrece de manera fragmentaria a través de dos narradores testigos, quienes poseen un limitado conocimiento, tanto de su propia experiencia en medio de la catástrofe como de las condiciones y circunstancias que la determinan. Para Claire Mercier esta es una estrategia retórica que permite cifrar la catástrofe a través de un cronotopo literario con una función muy clara y específica: “En suma, el cronotopo de la catástrofe inaugura la lucha del hombre con su entorno quien, con el fin de adaptarse a este último, emprende paradójicamente el camino de una involución” (“Distopías latinoamericanas” 235). Acertadamente, la autora señala que, aun cuando el cronotopo tiene por finalidad circunscribir la anécdota a un espacio-tiempo autocontenido, la delimitación temporal asociada a la catástrofe—tanto en la novela de Ovando como en la de Mihovilovich—resulta particularmente vaga, hecho que ella atribuye a una voluntad narrativa más bien simbolista y universalista asociada a un devenir social distópico e involutivo.[4]

Así, el pueblo en el que se desarrolla gran parte del relato es solo descrito vagamente como una localidad costera ubicada en un territorio semidesértico rodeado por dunas, que bien puede identificarse con el norte chileno, así como con cualquier otro territorio con características semejantes. Lo mismo sucede en el plano temporal, en donde solo es posible sugerir unas coordenadas muy generales respecto al momento específico en que se sitúa la narración—en algún momento del siglo XX o XXI—a partir de ciertas pistas específicas de orden tecnológico, como televisores y electrodomésticos.

Dentro de este espacio-tiempo indeterminado, la narración gira en torno a la misteriosa figura de Suárez, el otrora conserje del abandonado consultorio del pueblo quien, por contar con acceso a la maquinaria médica del lugar, se ve súbitamente elevado a la categoría de doctor de toda la comunidad costera: “Suárez, que era mi vecino y mi par—porque vigilar la carretera y limpiar el consultorio eran dos trabajos honestos que nos hacían pertenecer a algo, impreciso pero sólido—aprovechó esta situación. […] Eso convirtió a Suárez en una especie de hechicero” (Ovando 10). Reconocido como figura de poder al interior del pueblo, es Suárez quien llama la atención de los dos narradores del relato: Jiménez, una suerte de vigía y cuidador, que pasa sus días sentado junto a la carretera a la espera de visitantes, y Jonás, un viajero nómade que llega al pueblo en busca de una cura a la misteriosa enfermedad que aflige a su hijo.

Es a través del trenzado narrativo que Jiménez y Jonás tejen en torno a Suárez que la catástrofe comienza a perfilarse poco a poco como una sequía generalizada que, aparentemente, estaría vinculada con la repentina desaparición de la electricidad en la localidad: “Al comienzo de la sequía la llegada de la luz era aún un asunto periódico. Cada quince días nos juntábamos en torno al carrusel que había quedado al lado del consultorio y esperábamos que dieran las ocho para celebrar” (Ovando 5). A medida que pasan los días, la magnitud de la catástrofe comienza a crecer cada vez más, alcanzando su máximo apogeo con el descubrimiento de una misteriosa enfermedad cuyos orígenes y tratamiento parecen estar perdidos en el tiempo: “Apenas los más viejos, los pocos que quedaban vivos, recordaban lo que significaba la peste. La retrataban como algo que estaba más allá de las dunas y cuyos efectos eran una pesadilla, aunque más bien difusa” (Ovando 37).

A medida que las calamidades se van revelando una tras otra, el orden social del pueblo degenera rápidamente, aumentando el desconcierto entre los habitantes, quienes terminan acusándose entre ellos en una caótica lucha por comprender las circunstancias de su acontecer. Esta desesperada búsqueda por el sentido de la catástrofe configura el núcleo de la problemática de la narración, la que se resuelve, paradójicamente, a través de la llegada del nómade Jonás al pueblo.

Jonás es una figura atávica al interior de la narración, pues se presenta como el portador de conocimientos que para los residentes del pueblo representan misterios esotéricos, como el hecho de que los embalses de agua se encuentran secos, que el desierto está poblado por enormes torres de alta tensión y que él mismo forma parte de una antigua casta de protectores de la electricidad que trabajan para una misteriosa entidad conocida como “Central” (19-36). Al llegar al pueblo, sin embargo, Jonás se reserva toda esta información y solo comparte con Suárez un dato preocupante: su hijo tiene una “alergia a la electricidad” (31) que, de no ser curada, puede resultar mortal para todos los habitantes del desierto. Es esta declaración la que une todos los acontecimientos fatídicos, hasta entonces desconectados entre sí, bajo un mismo prisma catastrófico, desatando la profecía apocalíptica que constituye el núcleo retórico de la narración de Ovando.

A pesar de que Jonás le confía a Suárez lo que él considera una verdad irrefutable, lo cierto es que su certeza está amparada en una antigua revelación mística pasada de generación en generación entre los adoradores de una antigua entidad divina llamada Oyá: “Se lo había avisado el padre, y a él su padre. Alguna vez tocaría, a algún Jonás. Por eso quemamos las hojas del palofierro. Y él las había quemado, cada día, como su padre, pero no había servido de nada” (Ovando 25). Suárez, por su parte, por no poseer los conocimientos médicos que dice ostentar, tampoco es capaz de refutar la profecía, aceptándola por cierta con tal de mantener el engaño y seguir siendo reconocido como una autoridad frente al extranjero. El resultado, entonces, es que en este intercambio de información profética se trama el sentido de la catástrofe, así como la historia de su origen, a partir de una revelación que busca, justamente, prevenir el desastre que anticipa.

Esta figura discursiva se ajusta a lo que Jean-Pierre Dupuy ha denominado “la paradoja de Jonás”, de acuerdo con la cual: “il doit annoncer la catastrophe future comme étant inscrite dans l’avenir inéluctable, mais cela afin qu’elle ne se produise pas!” (84). Es decir, en su intento por impedir la catástrofe, el profeta le otorga sentido de realidad, propiciando su llegada. Por supuesto, como advierte Dupuy, el futuro del profeta no es realmente el futuro mismo: “elle ne prétend pas dire ce que sera l’avenir, mais simplement ce qu’il aurait été si l’on n’y avait pas pris garde” (84). Se trata de un futuro potencial, una realidad posible que solo se ve actualizada una vez que el hecho mismo de su anunciación—es decir, la “falsa” declaración profética—acontece.

Dupuy propone que la paradoja se resuelve a través de la dialéctica colaborativa entre el “destino”—la revelación profética de Jonás—y el “accidente azaroso”—el encuentro con Suárez. A través de un doble condicionamiento en calidad de condición y consecuencia el uno del otro, “azar” y “destino” generarían un balance que permitiría impedir la destrucción absoluta que vaticina el apocalipsis: “La dialectique du destin et du hasard nous permet en principe de nous tenir à la distance convenable du trou noir de l’apocalypse. Celui-ci étant notre destin, nous en restons solidaires; mais la nécessité de l’accident pour que le destin s’accomplisse nous en tient suffisamment éloignés” (Dupuy 85).

La dialéctica que propone Dupuy entre “accidente” y “destino” ofrece un modelo retórico que se ajusta muy bien al cronotopo indeterminado que Ovando utiliza para construir su catástrofe, explicando los aparentemente impredecibles cambios de los habitantes del pueblo. Más que degeneración entrópica, el caos que envuelve a la población a lo largo del relato sería producto de la desesperación ante la incertidumbre, de no lograr ser capaces de esclarecer la relación colaborativa entre “destino” y “accidente”.

La conclusión de la novela pareciera reafirmar el cierre de la paradoja, pues, tras todo el caos que se desencadena entre los habitantes en la búsqueda por sobrevivir al apocalipsis potencial, Jiménez logra chantajear a Suárez para que abandone el pueblo en busca de una cura: “Era una oportunidad para Suárez. Si se llevaba a Franny al desierto tendrían una chance de encontrar la verdadera cura. Él podría salvarse y también la niña, en otro lado, lejos. Aquí ya no tenían nada. Solo podían esperar la muerte” (Ovando 58).

La decisión es celebrada por todos los residentes, quienes interpretan el aparente sacrificio de Suárez como la búsqueda de un accidente azaroso—en clave esperanzadora—que les permitiría enfrentar la condición del destino fatídico profetizado: “Nos invadió una sensación de alivio […]. El pueblo había vuelto a un cauce familiar. A algo que conocíamos. Yo tomé asiento en la sillita del colegio, en el puesto del vigía. Me quedé mirando como atardecía” (59).

El rápido regreso al orden social previo a la catástrofe, sin embargo, pone de manifiesto que no es la posibilidad de encontrar una potencial esperanza futura lo que constituye el accidente que tuerce el destino fatídico, sino que la mera salida de Suárez es interpretada como la condición necesaria para superar la amenaza catastrófica. De esta manera, así como la profecía autocumplida de Jonás se articula como el accidente que desata el destino que busca prevenir, la esperanza autosatisfecha de los habitantes del pueblo al exiliar a Suárez se configura como el accidente necesario para devolver a la comunidad a un estado de falsa normalidad, amparado en la incorrecta noción de que la catástrofe ha dejado de ser una amenaza para ellos.

Desde este punto de vista, es factible plantear que Acerca de Suárez reflexiona sobre sus propias condiciones de posibilidad, ofreciendo una interesante mirada sobre el proceso metadiscursivo que se lleva a cabo al intentar otorgar significado a un evento imposible de descifrar. La conclusión es explícitamente abierta y ambigua, imposible de ubicar unívocamente en la balanza entre el optimismo y el pesimismo, pues, ante la amenaza de la incertidumbre por el futuro, la atención de los personajes se vuelca impostergablemente hacia la preservación de un presente falsamente seguro, clausurando discursivamente el asunto de la catástrofe a través de su extirpación, tanto simbólica como literal, del espacio del relato.

Muy distinto es el caso de la novela El asombro, del escritor patagónico Juan Mihovilovich, trabajo que solo recientemente ha comenzado a ser considerado por la crítica académica a raíz de la cercanía que mantiene con las convenciones genéricas de las distopías y las narrativas cli fi.[5] Aquí, el origen de la catástrofe es claro y se remite a un acontecimiento referencial fácilmente identificable para la población chilena, el terremoto del año 2010: “Tenía frío y sueño. Miró hacia lo alto para ver los árboles mustios y podridos. Era el 27 de febrero del año dos mil diez, un año lejano o próximo, quizás” (Mihovilovich 15).

La narración en tercera persona se centra en la figura de un anónimo protagonista y su perro labrador, quienes emprenden un viaje de cordillera a costa (de la ciudad hacia el mar) huyendo de la devastación dejada por un terremoto de dimensiones abrumadoras y desconocidas. En este punto la narración opera contrafactualmente, imaginando un terremoto extendido que no cesa, sino que se extiende en el tiempo, estableciendo una nueva condición de normalidad sobre el territorio chileno devastado: “Ahora la tierra temblaba en estertores prolongados, discontinuos, ascendentes, hacia la superficie” (21).

La variable temporal resulta importante de considerar pues, a diferencia de la novela de Ovando, Mihovilovich escoge situar su relato in medias res, mucho tiempo después de que el terremoto se ha convertido en parte de la cotidianeidad de la población. Caracterizado como un superviviente, el protagonista traza una suerte de genealogía de la catástrofe a partir de sus recuerdos, estableciendo diferentes etapas en el proceso de degradación social. La base del cuestionamiento del protagonista pareciera reposar sobre una convicción hobessiana que ve como imposible la rearticulación de la sociedad una vez descendido hasta el umbral de “el tiempo tribal” (49). Sin embargo, no debemos interpretar esto como un mero rechazo a la hipótesis de Solnit de que es posible rearticular comunidades a partir de experiencias catastróficas compartidas, sino que se trata de una reflexión de carácter más bien existencialista e introspectiva respecto a la naturaleza de la experiencia humana en tiempos de incertidumbre radical.

La razón por la que resulta imposible rearticular a la sociedad en la novela no es porque los seres humanos sean esencialmente animales salvajes desatados ante el quiebre del contrato social, sino porque la experiencia catastrófica ha quebrado el relato conocido de la sociedad y no ofrece ninguna alternativa que permita su reemplazo: “¿Qué había sucedido? ¿Cómo habían adquirido esa condición infrahumana en un lapso tan breve? […] ¿Era un hecho excepcional o el mundo entero se había bestializado de golpe? Si la tierra se partía en dos se vivía, luego, un estado demencial incontrarrestable. […] El fin de la historia… o su comienzo” (35).

La noción del “fin de una era” permea toda la narración y se convierte en el eje temático sobre el cual se articula la problemática prospectiva de la novela, asumiendo un tono similar al que establece Ovando en su trabajo, ambivalente entre un optimismo radical y esperanzado, y un pesimismo absoluto, resignado a la disolución total. Esta ambivalencia puede ser atribuida al existencialismo que nutre la obra general de Mihovilovich y que en El asombro se cifra a través de la relación que el protagonista busca establecer con el contexto catastrófico que lo rodea: “¿Era luego ese individuo el extracto final de una existencia privada de destino? ¿O era ese su destino? ¿Cómo era posible tener una respuesta? No había respuestas. No podía haberlas” (36).

El sentido de la catástrofe, por lo tanto, se busca resolver de manera introspectiva, estableciendo un nexo directo entre el sentido del ser humano en una temporalidad que arriesga por concluir en cualquier minuto. Esta es la base de lo que Frank Kermode propone en The Sense of an Ending como la principal pregunta de cualquier discurso apocalíptico:

whether you think time will have a stop or that the world is eternal; there is still a need to speak humanly of a life’s importance in relation to it—a need in the moment of existence to belong, to be related to a beginning and to an end.
The physician Alkmeon observed, with Aristotle’s approval, that men die because they cannot join the beginning and the end. What they, the dying men, can do is to imagine a significance for themselves in these unremembered but imaginable events. (4)

Esta necesidad de poder situarse en un relato dotado de coherencia se produce, plantea Kermode, porque el punto de vista del ser humano en relación con su temporalidad se encuentra siempre mediado por una experiencia en permanente acontecer, lo que lo obliga a asumir una posición intermedia entre un principio y un fin todavía indeterminado: “Men, like poets, rush ‘into the middest,’ in medias res, when they are born; they also die in mediis rebus, and to make sense of their span they need fictive concords with origins and ends, such as give meaning to lives and to poems” (7).

Desde este punto de vista, la catástrofe y la amenaza del apocalipsis desatan la pregunta por el fin, no del mundo exterior, que continuará existiendo bajo nuevas reglas de orden, sino de la condición humana que el protagonista representa. En otras palabras, se trata de preguntarse si es que lo que el protagonista identifica como su propia “esencia humana” se ha vuelto anacrónica, clausurando el espacio que hasta ese momento había ocupado sin cuestionárselo. Siguiendo a Kermode, esto le permitiría al protagonista otorgar un sentido a su experiencia, aunque solo fuera el sentido de su propio final.

Sin embargo, para que esto ocurra, el protagonista debe decretar que lo que está viviendo es realmente un apocalipsis, es decir, debe declarar la conclusión de su propia experiencia sin que esta haya concluido realmente, una crisis que Derrida expresa de manera muy adecuada hacia el final de Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía: “El sin marca una catástrofe interna y externa del apocalipsis, un cambio de sentido que no se confunde con la catástrofe anunciada o descrita en los escritos apocalípticos sin por ello serles extraña. La catástrofe, aquí, sería tal vez la del apocalipsis mismo, su repliegue y su fin, una clausura sin fin, un fin sin fin” (76).

El decreto de un fin que no se condice con la experiencia del fin es un asunto que tensiona al máximo las premisas prospectivas de la literatura catastrofista y de los modelos predictivos en general, pues pone el acento en formas radicales de otredad que existen más allá del velo de lo cognoscible.[6]Más aún, desde la óptica existencial que persigue Mihovilovich, el ejercicio efectivo de decretar el apocalipsis y asumirlo como tal equivaldría a un suicidio ontológico, a la negación directa y absoluta de la humanidad que el personaje principal dice defender con tanta asiduidad. Esto explicaría por qué el protagonista no puede realmente decidirse entre la resignación apocalíptica y la esperanza por el nuevo mundo, pues asumir el apocalipsis implicaría negar la esperanza de continuidad de la humanidad y asumir la esperanza implicaría negar la experiencia evidente de que el mundo ya no es lo que solía ser. María Manuel Lisboa expresa esta contradicción como un fundamento de la imaginación apocalíptica y de la imposibilidad de imaginar (y de representar) la nada que conlleva el imaginario apocalíptico:

When we imagine apocalypse –the end of the world as we know it– what is imagined is never nothingness. At most it may be something completely different, but whatever that may turn out to be, at that given point it is still something (some thing), even if it is ultimately destined to end in nothing (no thing), because at that point, at least in our imagination, there is always something to be experienced and someone experiencing it. (63)

Frente a la presión por representar lo irrepresentable, entonces, no resulta extraño que la novela concluya con un confuso episodio que puede tener múltiples interpretaciones dependiendo del pacto de lectura que asumamos. Hacia el final de la novela, cuando el protagonista llega hasta la costa, se narra un sueño en donde se ve “despierto en un sitio cóncavo, profundo, inexplorado; quizás el interior del planeta, hasta donde ha llegado transportado por una energía desconocida” y en donde “seres igualmente luminosos, etéreos, de fisonomías redondeadas y extremidades alargadas ejecutan movimientos rítmicos sobre él como si danzaran en cámara lenta” (97). Tras esta experiencia, caracterizada como epifánica, los últimos capítulos de la novela describen su despertar como “el comienzo de una resurrección” (99) a la que le sucede un aparente episodio alucinatorio (motivado por la imagen simbólica de las moscas) que es descrito desde el punto de vista del perro, quien “ve a su dueño convertido en una estatua renegrida que corre desesperado hacia el oleaje” (101), para luego, sumergirse entre las olas como un “centauro marino que surca el mar hacia las profundidades” (102) acompañado de su can, declarando que “algo se estremece en el sitio que debiera ser parte de su corazón” (103).

Sofía Rosa ha interpretado el final en clave simbólica, planteando que “después de la catástrofe, delimitado el mundo a partir de recuerdos y soliloquios racionales, el personaje emprende una excursión hacia su interior, que lo lleva a su nuevo hogar”, enfatizando que la metáfora del mar “es la posibilidad de lo insondable, un espacio que aún puede brindar una forma material de pensar el mundo” (2018). Mercier, por su parte, plantea que “las distopías de la evolución tratan de dibujar los contornos, después del apocalipsis, del advenimiento de un nuevo utopismo. De hecho, ¿el apocalipsis no significaría, más que el fin del mundo, un renacer?” (“Distopías latinoamericanas” 243).

Ambas lecturas se inscriben dentro del paradigma optimista que propone el “utopismo del desastre”, valorando el cierre apocalíptico como una metáfora de nuevas posibilidades de ser y de habitar un mundo en proceso de constante cambio. Sin embargo, si prestamos atención a la contradicción ontológica irresoluta que el discurso apocalíptico plantea, sería factible pensar que este episodio representa exactamente lo contrario: el quiebre de un sujeto que, incapaz de aceptar la disolución de lo que considera su “esencia humana”, termina por despersonalizarse definitivamente a través de la fabricación de un imaginario idílico que suplanta, a modo de utopía abstracta, una realidad que se revela como inhabitable producto de la incertidumbre que la condiciona. De ser así, la negociación por el sentido de la catástrofe se revelaría como fallida e imposible y la utopía de reencuentro con la naturaleza no sería más que una fantasía escapista para encubrir la desagradable posibilidad de que nuestro tiempo en este planeta tenga un límite de caducidad.


IV. Conclusión

La pregunta central que El asombro y Acerca de Suárez buscan responder es la misma: ¿es posible desentrañar la dimensión prospectiva de la catástrofe y otorgarle un sentido a la incertidumbre? La búsqueda por esta respuesta desata dos itinerarios distintos, uno individual, en el caso de El asombro y otro colectivo, en Acerca de Suárez. Las conclusiones, si bien dispares en escala, convergen en torno a las negociaciones contradictorias entre esperanza y apocalipsis que los protagonistas despliegan, lo que reafirma la cualidad incierta del futuro a la luz de la catástrofe.

El ejercicio discursivo no deja de ser especialmente irónico: mientras más se busca dar con un futuro ante la amenaza catastrófica, más se reafirma su innegable opacidad. Prueba de esto es que al concluir las respectivas anécdotas, ninguno de los protagonistas puede aseverar conocer más o saber mejor cuáles son las causas, alcances o finalidades de las catástrofes que han experimentado. Frente a esta condición, los personajes de las novelas se ven forzados a renegociar el sentido de realidad de un futuro que no puede ser resguardado con seguridad: el pueblo de Acerca de Suárez resuelve extirpar la catástrofe de su continuum histórico, amparándose en la falsa promesa de una cura inexistente a un problema que no quieren ver, mientras que, en el caso de El asombro, es el protagonista quien decide excluirse de la continuidad histórica del mundo a su alrededor, escogiendo habitar una otredad indeterminada que bien puede ser producto de un sueño idílico como de una pesadilla delirante. En ambos casos las negociaciones se resuelven en imaginarios escapistas que, o niegan la existencia de la catástrofe, o bien, la encubren. La paz del pueblo y su anhelada normalidad, en Acerca de Suárez, así como la beatífica vida bajo el mar del protagonista de El asombro junto a su perro marino no pueden ser interpretadas como resoluciones positivas cuando sabemos que se han producido a espaldas de las circunstancias nefastas descritas en las novelas.

Los imaginarios alternativos de ambas narraciones, lejos de ofrecer fórmulas de reordenamiento social verosímiles, es decir, lejos de operar de acuerdo al paradigma optimista del “utopismo del desastre” que propone Solnit, se quiebran ante el peso de la catástrofe y se resignan a ofrecer esas “utopías inmaduras” que Ernst Bloch calificaba como “abstractas”, cuya principal característica es que, lejos de anticipar aquello que ha de venir, ese Aún No potencial, basado en “la posibilidad real-objetiva de su tiempo”, ofrecen fantasías compensatorias donde no se evidencia “algo que trascienda el ámbito de las cosas conocidas, sino la ordenación en otro sentido de estas mismas cosas” (181-83).

En última instancia, lo que estas novelas revelan es que el optimismo utópico, cuando es inmaduro y se fragua en la desesperación por la búsqueda de sentidos imposibles de determinar, degenera en contradicciones discursivas de encubrimiento y autosatisfacción que, lejos de indagar prospectivamente sobre el futuro, lo anulan y condicionan a un terror presentista y efectista. El verdadero potencial prospectivo de la literatura sobre catástrofe, por tanto, radica en su capacidad para indagar críticamente sobre las convenciones sociales, culturales e históricas que han alimentado y todavía hoy alimentan nuestros imaginarios utópicos, sabiendo reconocer y diferenciar las fantasías escapistas de mundos mejores, de imaginarios propositivos orientados en concordancia con las experiencias histórico-culturales de los territorios de los que participan.

 

 

 

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Notas

[1] El presente artículo se inscribe dentro de los fondos de investigación ANID: Fondecyt de Iniciación n° 11200191: “Utopías de la catástrofe: Representaciones socio-territoriales de la devastación en la narrativa latinoamericana contemporánea (2000-2020)” del investigador responsable Dr. Gabriel Saldías Rossel y Fondecyt de Iniciación n°11190799: “Coser trozos sueltos de uno mismo: Hacia una poética del detalle en las escrituras del Yo de autoras contemporáneas (1990-2018)” de la investigadora responsable Dra. Carolina A. Navarrete González.
[2] Algunas obras recientes que se inscriben en este paradigma son las siguientes: Alarcón, Daniel. Radio Ciudad Perdida; Barrientos, Maximiliano. En el cuerpo una voz; Clark, Jessica. Un fuego lento; Convertini, Horacio. Los que duermen en el polvo; Bazterrica, Agustina. Cadáver exquisito; Faciolince, Héctor Abad. Angosta; Galich, Franz. Tikal Futura. Memorias para un futuro incierto; Keizman, Betina. Los restos; Mihovilovich, Juan. El asombro; Mota, Erick. Habana Underguater; Ovando, Francisco. Acerca de Suárez; Páez, Santiago. Ecuatox ®; Rivas, Francisco. El insoportable paso del tiempo; Santaella, Fedosy. Las peripecias inéditas de Teófilus Jones; Servín, Juan Manuel. Al final del vacío; Spedding, Allison. De cuando en cuando Saturnina: una historia oral del futuro; Mírez, Alex. Asfixia; Miklos, David. No tendrás rostro; Caparrós, Martín. Sinfín; Aguiar, Raúl. Alter Cuba; Moreno, Martín. México sediento; Muñiz, Carlos González. Todo era oscuro bajo el cielo iluminado; Trías, Fernanda. Mugre rosa; Malpica, Antonio. El impostor; Urzúa, Patricio. Nunca; Paz Soldán, Edmundo. Los días de la peste.
[3] Ovando, nacido en Rancagua en 1989, pertenece a la generación de escritores chilenos que comenzaron a publicar tras la primera década del siglo XXI, adscribiéndose, por tanto, a la generación heredera de la posdictadura. Lo que distingue a este grupo generacional de su predecesor es que, a pesar de haber técnicamente nacido durante los últimos años de la dictadura militar de Pinochet, generalmente no guardan recuerdos experienciales de la misma, lo que la distancia de la llamada “generación de los hijos” y los acerca más a lo que Maximino Fernández ha denominado “la nueva Tendencia” de la literatura chilena (743). La novela debut de Ovando, Casa volada (2013) recibió los premios Roberto Bolaño y José Nuez Martín y fue ampliamente elogiada por la crítica nacional. Acerca de Suárez, publicada tres años después por Editorial Pez Espiral, también fue favorablemente recibida, aunque ha sido escasamente abordada por la academia. Como referencia, pueden considerarse las reseñas de Patricia Espinosa (Las últimas noticias), Lorena Amaro (Revista Santiago), Jonnathan Opazo (Loqueleímos.com) y Joaquín Escobar (Cine y Literatura).
[4] La definición sobre la que opera Mercier es la que propone Fernando Reati en Postales del porvenir. La literatura argentina de anticipación en la Argentina neoliberal (1985-1999): “Distópica será toda aquella literatura que extrapole rasgos presentes al futuro y proponga sistemas sociales imaginarios de carácter negativo donde, al revés que en las utopías, todo aquello que podría empeorar ha empeorado” (18-19). Esta definición, al igual que todas las que le han antecedido y sucedido (Suvin, Sargent, Moylan, Baccolini y Moylan, Claeys), está basada en la noción de que la literatura distópica busca representar sistemas sociales que requieren de cierta organización o que funcionan de acuerdo con diferentes tipos de “principios” sociales, generalmente “peores” que los referenciales, en palabras de Suvin. Teniendo esto en consideración, es altamente debatible si es que las narraciones aquí abordadas efectivamente tienen por objetivo representar prospectivamente sistemas sociales imaginarios en funcionamiento. Desde nuestro punto de vista, lo que se busca representar es la desarticulación del sistema neoliberal a través de un proceso progresivo de degeneración social que se produce, justamente, por la continua e indeterminada experiencia de catástrofes imposibles de dominar o anticipar. Bajo esta premisa, y teniendo en cuenta la “porosidad” característica del género distópico (Baccolini 520), nos parece que Acerca de Suárez y El asombro se encontrarían más cercanas a la definición formal de narrativas catastrofistas que distópicas.
[5] Juan Mihovilovich, nacido en Punta Arenas en 1951, cuenta con una vasta carrera literaria que data desde fines de los años 70, con la publicación autoeditada de la colección de cuentos El ventanal de la desolación (1979). Aunque generacionalmente es posible adscribirlo dentro de los narradores de la emergente generación de los 80, quienes debieron enfrentar las condiciones de represión, exilio y sequía cultural de la dictadura, lo cierto es que su trabajo literario se expande más allá de este primer contexto, pues continuó publicando semi regularmente tras el fin de la dictadura y hasta el año 2020, fecha de publicación de su última novela, Útero. Dueño de una prosa existencialista e intimista, su trayectoria incluye la experimentación con diferentes formatos literarios (poesía, novela, cuentos y ensayo) y la adjudicación de numerosos premios y reconocimientos, entre los cuales se destacan el Premio Pedro de Oña por La última condena (1980); finalista Casino de Mieres, España, por Sus desnudos pies sobre la nieve (1989); Julio Cortázar, Buenos Aires, Argentina, por Extraños elementos (1985); Revista Andrés Bello, El Mercurio (1978); Cuentos de Mi País, Biblioteca Nacional y Bata (1982) ; Finalista Revista Paula, (1996); mención Premio Municipal de Santiago, por Restos Mortales (2005); semifinalista del Premio Herralde, España, por El contagio de la locura (2005) y Premio Nacional de Narrativa y Crónica Francisco Coloane por Yo mi hermano (2016). Aún con esto, a excepción del artículo de Mercier previamente referido, la tendencia prevalente de la crítica ha sido considerar El asombro más como antecedente que como verdadero material de análisis. Por ejemplo, en “La distopía como camino hacia una nueva interacción” de Sofía Moras, el título no merece más que una breve mención dentro del catálogo de novelas similares publicadas en el último tiempo, situación que se repite en “Estudios lingüísticos y literarios en el marco del Antropoceno: las alternativas de la ecolingüística y la ecocrítica” de Miguel Farías y Sebastián Reyes. Sofía Rosa, por su parte, en “Ficciones climáticas del Cono Sur: hacia una poética de la urgencia ambiental actual”, dedica un poco más de espacio a la novela, ofreciendo un interesante comentario sobre la figura del mar como metáfora, mientras que el trabajo académico que más extensamente se ha hecho cargo de la novela a la fecha, continúa siendo la tesina para optar al título de Profesora de Castellano y Comunicación de Valeria González, titulada “Novelística de la otredad de Juan Mihovilovich”, esta última de relevancia limitada y en donde el principal aporte radica en una entrevista realizada al autor que es incorporada como anexo al trabajo principal.
[6] Las predicciones contemporáneas referidas a los efectos a mediano y largo plazo del cambio climático sobre el planeta recuperan esta problemática. Bajo el presupuesto de que los peores pronósticos se concretaran y ninguno de los múltiples acuerdos que se han trazado lograran efectivamente detener el calentamiento del planeta, es factible imaginar un escenario en donde la raza humana sería consciente de su propia extinción antes de que esta tenga lugar, debiendo, por tanto, decretar su propio apocalipsis antes de que este acontezca.

 

 


 

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Futuros en suspenso:
dialéctica de la catástrofe en «El asombro» de Juan Mihovilovich y «Acerca de Suárez» de Francisco Ovando
Por Gabriel Saldías Rossel / Carolina A. Navarrete González
Universidad de La Frontera
Publicado en CHASQUI, Vol.51, N°1 mayo de 2022