La presencia de la catástrofe dentro de los itinerarios literarios
latinoamericanos del siglo XXI constituye una realidad prácticamente consensuada
por la crítica contemporánea. Sus representaciones tienden a ser bastante diversas,
abarcando desde narraciones ligadas a la memoria histórica (Anderson), personal
(Masiello) y colectiva de los pueblos (Fonseca), hasta la elaboración de imaginarios
utópico-distópicos de diversa índole (Mercier, Saldías y Navarrete, Mercier
y Saldías), usualmente ligados a las preocupaciones medioambientales de las
emergentes narrativas cli-fi (Rosa, Tuhus-Dubrow) centradas en torno al deterioro
medioambiental y ecológico del planeta en la era del Antropoceno y/o Capitaloceno.
La lista de novelas y antologías de narrativa breve latinoamericana publicadas
durante los últimos veinte años y que abordan diferentes representaciones de
la catástrofe es amplia, variada e incluye obras publicadas tanto por editoriales
consolidadas como independientes en distintos países del continente americano.[2]
Semejante atención sobre el fenómeno cultural de la catástrofe puede
deberse a la relación que la literatura mantiene con estos “worst case scenarios”
(Aradau y Van Munster 5), carentes de un significado inmediato o aparente. En este
sentido, la literatura se ha erigido como un vehículo privilegiado en los procesos
de interpretación de la catástrofe: “Literature gives meaning to catastrophes either
through scientific explanations and religious, ethical or political interpretations, or
by transforming events into artfully shaped images and tropes, thereby integrating
them into the cultural discourse” (Dürbeck 3). Eduardo Aguayo caracteriza
esta función, siguiendo la denominación propuesta por Beatriz Sarlo, como
“testimonial”, entendiendo con esto que la representación literaria de la catástrofe
tendría el potencial para “dar fe”, semióticamente hablando, de un acontecer
irreproducible y, en cierta medida, incomprensible: “instaura la posibilidad de
pensar y decir el desastre, es decir, de transformar la experiencia de la catástrofe
en testimonio por medio de la narración” (20).
Esta posición, firmemente arraigada en principios del análisis del
discurso y preferida por historiadores, comunicólogos y antropólogos, acentúa
la condición analítica retrospectiva de la literatura para referirse a eventos que
ya han acontecido, generando significados que eventualmente se convierten en
discursos “[that] forces the renegotiation and modification of the individual,
collective, local, and national narratives that endow social and political life
with meaning” (Anderson 191). Sin embargo, resulta pertinente recordar que la
literatura catastrofista no está obligada necesariamente a significar eventos ya
acontecidos, sino que tiene la facultad de indagar especulativamente e, incluso,
contrafactualmente, en torno a acontecimientos devastadores de índole diversa,
ubicados en diferentes planos espaciales y temporales.
Esta aproximación enfatiza la dimensión exploratoria de la catástrofe
literaria y su condición eminentemente ambivalente y desestabilizadora, ya
evidenciable en la propia etimología de la palabra:
While the connotation of the original Greek word has always been
negative (“κατά” means “down”), later uses of the term have emphasized
its revolutionary quality (“στρἐφειν” means “turn”), to describe, for
example, a sudden twist in plot at the end of a play, one that was unsettling
and transformative, but not necessarily undesirable. (Puleo y Sivak 458)
Podríamos aventurar que la relación entre “caída” y “cambio” a la que se
refieren Puleo y Sivak constituye el núcleo de la poética catastrofista, en cuanto
permite recuperar la ambivalencia que caracteriza al evento catastrófico y sus
consecuencias. Lo que esto sugiere es que la catástrofe, en cuanto acontecimiento
literario, no está “obligada” a constituirse como un evento portador de sentido,
sino que, muy por el contrario, puede mantener dicho sentido “en suspenso”,
propiciando escenarios de deliberación y exploración especulativa en donde se
negocian espacios de enunciación ubicados a medio camino entre una resignación
existencial absoluta y diferentes versiones posibles del futuro.
Juan Mihovilovich
Semejantes procesos se generarían simultáneamente a través de la
representación literaria de la catástrofe, así como mediante las estrategias
desplegadas por los personajes que deben habitar la indeterminación incierta de sus
respectivos porvenires. Desde esta posición, resultaría factible abordar la literatura
catastrofista sin la necesidad de tener que resolver la búsqueda por el significado
de manera unívoca en torno a acontecimientos referenciales. Por lo tanto, frente
a la hermenéutica retrospectiva previamente señalada, sería posible operar
“prospectivamente” (Díez, Moreno), develando los límites culturales y sociales
que determinan la imaginación por el futuro en los escenarios de vulnerabilidad
y precariedad extrema que propone la literatura catastrofista actual.
En el presente artículo nos proponemos abordar la condición ambivalente
de la catástrofe desde una mirada centrada en la negociación por futuros inciertos,
aspecto que ha sido tematizado con especial énfasis por la narrativa chilena de
los últimos diez años. El análisis abordará dos novelas: El asombro, del escritor
puntarenense Juan Mihovilovich publicada el año 2013, y Acerca de Suárez, de
Francisco Ovando publicada el 2016. La relevancia de esta selección radica en las estrategias de representación de la catástrofe que ambas novelas despliegan a
partir de contextos contemporáneos, lo que deja en evidencia las negociaciones
contradictorias que es necesario llevar a cabo para conciliar la experiencia de
un acontecer devastador con la anticipación de un mejor porvenir en el Chile
neoliberal actual.
II. La función prospectiva de la literatura catastrofista
Previo a adentrarnos en el análisis de las obras que competen a este
estudio, es necesario establecer algunos conceptos claves relativos a la función
literaria y cultural de las narrativas sobre catástrofe. Como adelantábamos en la
introducción, la literatura sobre catástrofe participa de discursos culturales más
amplios, preocupados en mayor o menor medida sobre el porvenir del mundo en
diversos escenarios de inestabilidad social, económica, política y climática.
Mark Anderson, en su excelente trabajo del año 2011, titulado Disaster
Writing. The Cultural Politics of Catastrophe in Latin America, da cuenta de una
evolución histórica de la literatura sobre catástrofe en Latinoamérica que comienza
con los primeros pueblos que habitaron el continente y que continuó ininterrumpida
a lo largo de los procesos de colonización y posterior fundación de los respectivos
estados nacionales durante el siglo XIX. Es a partir de la segunda mitad de este
siglo y la primera mitad del siguiente, sin embargo, que la catástrofe abandona la
discursividad religioso-política desde donde había sido abordada hasta entonces,
para convertirse en un tropo literario articulado fundamentalmente a través de la
relación entre ser humano y naturaleza: “In this sense, disaster writing from the
1920s onward would seemingly contradict the positive views of human-nature
relations presented in regionalist fiction, for example, in which humans dominate
nature and make it more productive through literal and symbolic cultivation” (20).
Hoy, señala Anderson, esa relación estaría mediada a partir de los
conceptos de “vulnerabilidad” y “riesgo”, ideas que también articulan las
discusiones en torno a la prevención y/o predicción de catástrofes en otros ámbitos
y campos del conocimiento. De acuerdo a Anderson, la literatura latinoamericana
actual interactúa con la catástrofe ofreciendo una valoración simbólica a lo que son
fundamentalmente estadísticas desprovistas de contexto, fomentando la discusión
política y la producción de una teoría cultural crítica, capaz de conceptualizar de
manera consciente las discusiones generadas en torno a los riesgos del porvenir del
territorio: “literature has long functioned in Latin America as an interdisciplinary
space for drafting cultural, social, and political theory. It comes as no surprise,
therefore, that much of the theorizing of these local disasters took place in literary
texts” (27).
Esta misma idea fundamental, de que la literatura permite “mediar” entre
la experiencia catastrófica y la proyección del futuro, la podemos encontrar también
en otros discursos relacionados con la predicción de riesgos y mitigación de eventos
desastrosos. Hubert Zapf, por ejemplo, desde la “ecología cultural”, propone que
la mediación literaria permite, al mismo tiempo, dar cuenta de problemas que
actualmente están afectando a la realidad, así como abordar posibles escenarios
de superación de los mismos: “Literature is thus, on the one hand, a sensorium
for what goes wrong in a society, for the biophobic, life paralyzing implications
of one sided forms of consciousness and civilizational uniformity, and it is, on the
other hand, a medium of constant cultural self-renewal” (138).
El sociólogo Andreu Domingo, por su parte, propone que la literatura de
catástrofe cumple con una doble función, de mediadora y canal, con la intención
de instaurar o justificar regímenes hegemónicos de control que se ven legitimados
a través de la proyección de escenarios catastróficos que deben ser contenidos
para evitar una debacle de los sistemas de control que actualmente conocemos:
En el fondo, la ascendente centralidad de la catástrofe en el imaginario
social estaría dando cuenta de la construcción de un régimen anticipatorio
de organización social que implica un cambio en la gobernabilidad, de una
forma similar a como actúa la distopía: urgiendo a intervenir el presente
por lo que aún no ha sucedido, pero que podría suceder. (Domingo,
Descenso literario 23)
En la misma línea, Mary Manjikian sugiere que este tipo de literatura
comparte su marco metodológico con el de los analistas de inteligencia y los
predictores de riesgo, en cuanto ambos deben encargarse de imaginar futuros
nefastos, pero posibles, con la finalidad de evitar dichos escenarios: “In short,
both intelligence analysts and catastrophe novelists identify hazards or dangers—
where hazards are defined as ‘conditions, events and circumstances that could
lead or contribute to an unplanned or undesirable event’” (79). Para Manjikian y
Domingo, la literatura sobre catástrofe se desplegaría casi como un mecanismo de
propaganda, diseñada específicamente para generar temor en la población sobre
amenazas políticamente codificadas y así justificar mecanismos de gobernabilidad
en el presente que se preocupen de mantener el statu quo social.
Francisco Ovando
Claudia Aradau y Rens van Munster, por otro lado, resaltan el valor de la
imaginación —así como de los productos culturales desarrollados a partir de esta,
incluyendo la literatura y el cine— como un componente central en la elaboración
de “políticas de la catástrofe” diseñadas en torno a nociones de prevención,
mitigación y control de riesgos o amenazas de diversa índole: “imagination is
indispensable to the pursuit of knowledge and the problematization of the unknown.
Imagination is not the opposite of knowledge, but a vital element in all cognition”
(69). Desde su perspectiva, la imaginación se constituye como una “categoría
epistémica” con un potencial sintético poderoso, capaz de otorgar coherencia y
unidad a acontecimientos que pueden resultar caóticos o de difícil comprensión:
“Through imagination a range of apparently disparate details, perceptions, ideas
and assumptions can be brought together in a seemingly coherent whole” (70).
De manera similar, Matthew J. Wolf-Meyer, en Theory for the World
to Come. Speculative Fiction and Apocalyptic Anthropology, aventura un cruce propositivo y explícito entre teoría social y literatura, aseverando que “speculative
fiction and social theory both ask us to consider these questions, and in finding
answers we make new futures possible” (3) posición que redunda sobre una mirada
optimista en torno a la capacidad de la literatura para movilizar imaginarios
latentes, capaces de adelantarse o, incluso, impedir catástrofes de otra manera
impredecibles.
Lo que resulta común a todas estas aproximaciones es la conceptualización
de la literatura como un medio prospectivo capaz de articular la catástrofe en
clave especulativa, con objetivos divergentes dependiendo de cada autor o autora.
Independiente de la perspectiva ideológica que se asuma, sin embargo, es bastante
evidente que la condición prospectiva de la literatura sobre catástrofe “avisa sobre
posibles desarrollos exacerbados de tendencias presentes en nuestra sociedad con
el fin de denunciar su inconveniencia” (Díez 5), al mismo tiempo que presenta un
“equilibrio entre realidad y especulación [que] fundamenta desde la intelección ese
proceso retórico de extrapolación, muy libre, acerca de nuestra sociedad y a través
de todas las creaciones que conlleva un proceso de ficcionalización” (Moreno 230).
Para Julián Díez y Fernando Moreno, una obra se constituye como
prospectiva en cuanto busca especular sobre el futuro con una intencionalidad
dirigida a abordar las condiciones más opacas del presente, develándolas como
evidentes a través de una proyección ficcional en el tiempo: “No me quedo solo con
la idea de ‘futuro’, sino también con la de ‘exploración del subsuelo’ y con la de
‘descubrir enfermedades latentes o incipientes’” (Moreno 122). Narratológicamente,
el proceso se ajusta a las condiciones que Darko Suvin impone para la descripción
de la ciencia ficción como género literario: “a literary genre whose necesary and
sufficient conditions are the presence and interaction of strangement and cognition,
and whose main formal device is an imaginative framework alternative to the
author’s empirical environment” (7-8, énfasis agregado).
La dimensión prospectiva de la literatura catastrofista, por lo tanto, se
articula como dual y esencialmente ambigua: por un lado, actúa como vehículo de
alerta ante amenazas potenciales, asumiendo una posición ideológica conservadora,
orientada a la preservación del statu quo a través de modelos predictivos, mientras
que, al mismo tiempo, se encuentra abierta a la exploración especulativa de
imaginarios alternativos que asumen el evento catastrófico no como un punto de
quiebre, sino como el comienzo de nuevos órdenes sociales potenciales.
A pesar de presentar esta condición indeterminada, la tendencia prevalente
de la crítica cultural y literaria reciente ha sido la de conceptualizar la catástrofe
en términos casi siempre propositivos y hasta optimistas, describiéndola como una
antesala utópica a mejores mundos posibles que solo resultarían accesibles a través
de un quiebre radical con la sociedad actual. Representante clave de este paradigma
es el trabajo de la activista y escritora norteamericana Rebecca Solnit, quien en
A Paradise Built in Hell. The Extraordinary Communities that Arise in Disaster,
propone que las experiencias de catástrofe representan espacios privilegiados de
rearticulación comunitaria y social: “Horrible in itself, disaster is sometimes a door back into paradise, the paradise at least in which we are who we hope to be,
do the work we desire, and are each our sister’s and brother’s keepers” (3).
La elección léxica por parte de Solnit no es casual ni hiperbólica.
Para sintetizar su posición, la autora acuña el término “disaster utopianism”
(16) (“utopismo del desastre”), noción que expresa la posibilidad de imaginar
mejores sistemas sociales a partir de experiencias compartidas de precariedad
y vulnerabilidad radicales producidas por diferentes tipos de eventos
desestabilizadores. Central para su tesis es la noción de que las catástrofes “give
us, as the long ago and far away do not, a glimpse of who else we ourselves may
be and what else our society could become […] long-term social and political
transformations, both good and bad, arise from the wreckage. The door to this
era’s potential paradises is in hell” (9).
La posición de Solnit, polémica y radicalmente optimista, si bien no niega
los aspectos traumáticos y destructivos asociados a la catástrofe, sí prefiere obviar
el hecho de que el fundamento de esta anticipación está cimentado sobre el miedo
a la desaparición, expresado en su antípoda más radical a través del imaginario
apocalíptico y/o milenarista: “we need to think catastrophe as situated inbetween
the accident (that which simply happens and does not disrupt historical continuity)
and apocalypse (the ultimate discontinuity)” (Aradau y Van Munster 5). En una
línea similar de pensamiento, Peter Y. Paik, en From Utopia to Apocalypse elabora
un convincente argumento que expresa el potencial peligro que se puede generar si
es que la catástrofe es comprendida como la condición de posibilidad de la utopía:
For what if the main blind spot of utopian thought in the present postpolitical
era lay not in its complicity with mass ideological movements, but rather
in a lack of determination in imagining the irresistible pressure unleashed
by political upheaval, a loss of nerve in confronting the intractable forces
of social equilibrium that make genuine change impossible without a
“catastrophe” befalling the entire society? (Paik 7)
La crítica de Paik sobre el pensamiento utópico actual y su aparente
“falta de valor imaginativo” apunta a una relación potencialmente perniciosa entre
cambio social y experiencia catastrófica. Semejante condicionamiento podría
encontrar dos cauces: o la expectativa de la catástrofe induce a la parálisis social
con tal de evitar un devenir funesto, o, paradójicamente, se da la bienvenida a la
catástrofe, entendiéndola como una “condición necesaria” para generar nuevos
espacios de interacción e integración social. Llevado a su extremo, este segundo
devenir podría incluso derivar en la producción de “apologías de la catástrofe”,
dirigidas a justificar discursivamente la destrucción (de lo que sea) en aras de la
construcción de nuevos paradigmas sociales, argumento cercano a justificaciones
instrumentales de carácter totalitario.
Las consideraciones de Solnit y Paik, si bien contrarias, convergen sobre
la noción de que la catástrofe constituye un evento fronterizo, o, más precisamente,
un evento liminar que se posiciona en un umbral histórico: a un lado se encontraría la experiencia previa y conocida, el “antes” representativo de la estabilidad de un
mundo bajo control y estable, con todas las injusticias y abusos que lo caracterizan,
mientras que, al otro lado se encontraría la incertidumbre del porvenir posterior a
la catástrofe, uno que supera cualquier predicción posible y que guarda en sí tanto
el potencial de cambio absoluto, como el de destrucción total. El núcleo prospectivo
de la narrativa catastrofista, entonces, yacería en la exploración ficcional de las
estrategias desplegadas para habitar la incertidumbre, oxímoron imposible de
representar de forma completamente convincente, pues su significado depende de
la resolución de un evento que no es posible predecir ni anticipar: “[catastrophes
are] events that cannot be prevented, neutralized or contained but nevertheless
need to be inhabited” (Aradau y Van Munster 2).
Esto quiere decir que, aun cuando sea posible especular sobre potenciales
“mundos mejores” nacidos a raíz de experiencias catastróficas, estos se encontrarán
en permanente estado de vulnerabilidad y negociación frente a la amenaza de
la desaparición apocalíptica que puede manifestarse en cualquier momento,
puesto que la catástrofe y sus consecuencias son, por definición, incognoscibles:
“una negatividad inabordable por su magnitud: excesivo en su manifestación, el
potencial de afección de la catástrofe como acontecimiento tendería a lo infinito”
(Aguayo 20). Así, los imaginarios desplegados por la literatura catastrofista
contemporánea, lejos de posicionarse exclusivamente como modelos predictivos
o representaciones de sociedades mejores, expresarían una continua lucha por el
significado del futuro enfrentado a la incertidumbre de lo incognoscible, lo que,
como veremos a continuación, configura una compleja dialéctica entre optimismo,
pesimismo e incertidumbre.
III. Accidentes, destinos y ensayos del fin en Chile
Como ha quedado de manifiesto, la relación que la literatura mantiene
con la catástrofe ha sido y continúa siendo muy compleja y de larga data. En
Latinoamérica, esta se ha fraguado fundamentalmente a través del encuentro entre
la naturaleza y la historia política del continente, tal como lo señala Carlos Fonseca:
[…] that which nowadays gains the name of Anthropocene, Capitalocene
or even Chthulhucene—was in fact the echo of a longer history that in
the Latin American case remitted all the way back to the foundational
moment of our catastrophic modernity: the nineteenth century, which saw
the collapse of empires throughout the continent, alongside the violent
emergence of the modern nation sates. (Fonseca 2)
Para Fonseca, el territorio latinoamericano es esencialmente radical, en
cuanto impone y mantiene una temporalidad que le resulta propia y que entra en
tensión con la pretendida continuidad civilizatoria de los procesos modernizadores
implementados durante el siglo XIX. Esto habría devenido en una metaforización de la catástrofe en clave de discontinuidad político-revolucionaria: “catastrophe
signals the moment in which the naturalized telos of progressivist modernity,
alongside its harmonious progressivism, is finally bracketed and the possibility
of critique emerges together with the possibility of historical redemption” (11). El
resultado final de este proceso de hermenéutica catastrofista, y la tesis principal del
texto de Fonseca, es que la escritura sobre catástrofe en Latinoamérica sería una
forma muy particular de pensar y repensar críticamente la historia del continente,
prestando especial atención a los quiebres y tensiones derivados de metáforas
medioambientales, donde huracanes, terremotos y volcanes dejarían al descubierto
los quiebres de las narrativas históricas oficiales, como tan gráficamente lo describe
el autor al recordar Os Sertões de Euclides da Cunha.
El caso chileno parecería mantenerse dentro de los mismos confines
simbólicos, aunque desde un plano ideológico mucho más conservador, como
evidencia Eduardo Aguayo Rodríguez en “Entre la ruina y el prodigio: narrativas
del desastre en la literatura sísmica chilena”. En este artículo, el autor identifica
una tradición de “literatura telúrica” en el país (17) cuyo objetivo, desde la época
colonial en adelante, habría sido la tematización e interpretación de los terremotos,
la catástrofe natural más recurrente en Chile, en función y beneficio de los poderes
fácticos establecidos:
los desastres naturales pueden considerarse como la manifestación de
condiciones críticas preexistentes que prepararon el camino para la
catástrofe, condiciones que habían permanecido ocultas, en gran medida,
gracias a los mecanismos de control material y simbólico desplegados por
un orden político-social hasta ese momento hegemónico. (21)
Según Aguayo, más allá de si se trata de acontecimientos de origen
natural, como terremotos o inundaciones, o de eventos de carácter social, como
una revolución o dictadura, el acto discursivo de definir un evento o acontecimiento
histórico como “catastrófico” –así como evitar dicha denominación–, constituye
en sí mismo un acto político del que la literatura también participaría por lo menos
en tres niveles distintos: interpretando, canonizando y poetizando (21-22).
En el caso de la narrativa chilena reciente, sin embargo, estas tres
dimensiones resultan particularmente difíciles de esclarecer y diferenciar entre
sí, en parte por la tendencia prevalente hacia la configuración de narraciones
fragmentarias ofrecidas por narradores testigos que carecen del suficiente
conocimiento de mundo como para proponer interpretaciones acabadas sobre los
hechos devastadores en los que se ven insertos, pero, también, porque la catástrofe
es representada más en función de un cuestionamiento especulativo que de una
articulación de convenciones sociales explicativas, asumiendo el paradigma
prospectivo al que ya nos hemos referido con anterioridad.
Esta aproximación se observa con bastante claridad en la narración
explícitamente evasiva que Francisco Ovando construye en su segunda novela
publicada, Acerca de Suárez.[3] La anécdota se ofrece de manera fragmentaria a través de dos narradores testigos, quienes poseen un limitado conocimiento, tanto
de su propia experiencia en medio de la catástrofe como de las condiciones y
circunstancias que la determinan. Para Claire Mercier esta es una estrategia retórica
que permite cifrar la catástrofe a través de un cronotopo literario con una función
muy clara y específica: “En suma, el cronotopo de la catástrofe inaugura la lucha
del hombre con su entorno quien, con el fin de adaptarse a este último, emprende
paradójicamente el camino de una involución” (“Distopías latinoamericanas” 235).
Acertadamente, la autora señala que, aun cuando el cronotopo tiene por finalidad
circunscribir la anécdota a un espacio-tiempo autocontenido, la delimitación
temporal asociada a la catástrofe—tanto en la novela de Ovando como en la
de Mihovilovich—resulta particularmente vaga, hecho que ella atribuye a una
voluntad narrativa más bien simbolista y universalista asociada a un devenir social
distópico e involutivo.[4]
Así, el pueblo en el que se desarrolla gran parte del relato es solo descrito
vagamente como una localidad costera ubicada en un territorio semidesértico
rodeado por dunas, que bien puede identificarse con el norte chileno, así como con
cualquier otro territorio con características semejantes. Lo mismo sucede en el
plano temporal, en donde solo es posible sugerir unas coordenadas muy generales
respecto al momento específico en que se sitúa la narración—en algún momento
del siglo XX o XXI—a partir de ciertas pistas específicas de orden tecnológico,
como televisores y electrodomésticos.
Dentro de este espacio-tiempo indeterminado, la narración gira en torno
a la misteriosa figura de Suárez, el otrora conserje del abandonado consultorio
del pueblo quien, por contar con acceso a la maquinaria médica del lugar, se ve
súbitamente elevado a la categoría de doctor de toda la comunidad costera: “Suárez,
que era mi vecino y mi par—porque vigilar la carretera y limpiar el consultorio
eran dos trabajos honestos que nos hacían pertenecer a algo, impreciso pero
sólido—aprovechó esta situación. […] Eso convirtió a Suárez en una especie de
hechicero” (Ovando 10). Reconocido como figura de poder al interior del pueblo,
es Suárez quien llama la atención de los dos narradores del relato: Jiménez, una
suerte de vigía y cuidador, que pasa sus días sentado junto a la carretera a la espera
de visitantes, y Jonás, un viajero nómade que llega al pueblo en busca de una cura
a la misteriosa enfermedad que aflige a su hijo.
Es a través del trenzado narrativo que Jiménez y Jonás tejen en torno
a Suárez que la catástrofe comienza a perfilarse poco a poco como una sequía
generalizada que, aparentemente, estaría vinculada con la repentina desaparición de
la electricidad en la localidad: “Al comienzo de la sequía la llegada de la luz era aún
un asunto periódico. Cada quince días nos juntábamos en torno al carrusel que había
quedado al lado del consultorio y esperábamos que dieran las ocho para celebrar”
(Ovando 5). A medida que pasan los días, la magnitud de la catástrofe comienza
a crecer cada vez más, alcanzando su máximo apogeo con el descubrimiento de
una misteriosa enfermedad cuyos orígenes y tratamiento parecen estar perdidos
en el tiempo: “Apenas los más viejos, los pocos que quedaban vivos, recordaban lo que significaba la peste. La retrataban como algo que estaba más allá de las
dunas y cuyos efectos eran una pesadilla, aunque más bien difusa” (Ovando 37).
A medida que las calamidades se van revelando una tras otra, el orden
social del pueblo degenera rápidamente, aumentando el desconcierto entre los
habitantes, quienes terminan acusándose entre ellos en una caótica lucha por
comprender las circunstancias de su acontecer. Esta desesperada búsqueda por el
sentido de la catástrofe configura el núcleo de la problemática de la narración, la
que se resuelve, paradójicamente, a través de la llegada del nómade Jonás al pueblo.
Jonás es una figura atávica al interior de la narración, pues se presenta
como el portador de conocimientos que para los residentes del pueblo representan
misterios esotéricos, como el hecho de que los embalses de agua se encuentran
secos, que el desierto está poblado por enormes torres de alta tensión y que él
mismo forma parte de una antigua casta de protectores de la electricidad que
trabajan para una misteriosa entidad conocida como “Central” (19-36). Al llegar
al pueblo, sin embargo, Jonás se reserva toda esta información y solo comparte
con Suárez un dato preocupante: su hijo tiene una “alergia a la electricidad” (31)
que, de no ser curada, puede resultar mortal para todos los habitantes del desierto.
Es esta declaración la que une todos los acontecimientos fatídicos, hasta entonces
desconectados entre sí, bajo un mismo prisma catastrófico, desatando la profecía
apocalíptica que constituye el núcleo retórico de la narración de Ovando.
A pesar de que Jonás le confía a Suárez lo que él considera una verdad
irrefutable, lo cierto es que su certeza está amparada en una antigua revelación
mística pasada de generación en generación entre los adoradores de una antigua
entidad divina llamada Oyá: “Se lo había avisado el padre, y a él su padre.
Alguna vez tocaría, a algún Jonás. Por eso quemamos las hojas del palofierro. Y
él las había quemado, cada día, como su padre, pero no había servido de nada”
(Ovando 25). Suárez, por su parte, por no poseer los conocimientos médicos que
dice ostentar, tampoco es capaz de refutar la profecía, aceptándola por cierta con
tal de mantener el engaño y seguir siendo reconocido como una autoridad frente
al extranjero. El resultado, entonces, es que en este intercambio de información
profética se trama el sentido de la catástrofe, así como la historia de su origen, a
partir de una revelación que busca, justamente, prevenir el desastre que anticipa.
Esta figura discursiva se ajusta a lo que Jean-Pierre Dupuy ha denominado
“la paradoja de Jonás”, de acuerdo con la cual: “il doit annoncer la catastrophe
future comme étant inscrite dans l’avenir inéluctable, mais cela afin qu’elle ne se
produise pas!” (84). Es decir, en su intento por impedir la catástrofe, el profeta le
otorga sentido de realidad, propiciando su llegada. Por supuesto, como advierte
Dupuy, el futuro del profeta no es realmente el futuro mismo: “elle ne prétend pas
dire ce que sera l’avenir, mais simplement ce qu’il aurait été si l’on n’y avait pas
pris garde” (84). Se trata de un futuro potencial, una realidad posible que solo se
ve actualizada una vez que el hecho mismo de su anunciación—es decir, la “falsa”
declaración profética—acontece.
Dupuy propone que la paradoja se resuelve a través de la dialéctica
colaborativa entre el “destino”—la revelación profética de Jonás—y el “accidente azaroso”—el encuentro con Suárez. A través de un doble condicionamiento
en calidad de condición y consecuencia el uno del otro, “azar” y “destino”
generarían un balance que permitiría impedir la destrucción absoluta que vaticina
el apocalipsis: “La dialectique du destin et du hasard nous permet en principe de
nous tenir à la distance convenable du trou noir de l’apocalypse. Celui-ci étant
notre destin, nous en restons solidaires; mais la nécessité de l’accident pour que le
destin s’accomplisse nous en tient suffisamment éloignés” (Dupuy 85).
La dialéctica que propone Dupuy entre “accidente” y “destino” ofrece un
modelo retórico que se ajusta muy bien al cronotopo indeterminado que Ovando
utiliza para construir su catástrofe, explicando los aparentemente impredecibles
cambios de los habitantes del pueblo. Más que degeneración entrópica, el caos que
envuelve a la población a lo largo del relato sería producto de la desesperación ante
la incertidumbre, de no lograr ser capaces de esclarecer la relación colaborativa
entre “destino” y “accidente”.
La conclusión de la novela pareciera reafirmar el cierre de la paradoja,
pues, tras todo el caos que se desencadena entre los habitantes en la búsqueda por
sobrevivir al apocalipsis potencial, Jiménez logra chantajear a Suárez para que
abandone el pueblo en busca de una cura: “Era una oportunidad para Suárez. Si se
llevaba a Franny al desierto tendrían una chance de encontrar la verdadera cura.
Él podría salvarse y también la niña, en otro lado, lejos. Aquí ya no tenían nada.
Solo podían esperar la muerte” (Ovando 58).
La decisión es celebrada por todos los residentes, quienes interpretan
el aparente sacrificio de Suárez como la búsqueda de un accidente azaroso—en
clave esperanzadora—que les permitiría enfrentar la condición del destino fatídico
profetizado: “Nos invadió una sensación de alivio […]. El pueblo había vuelto a un
cauce familiar. A algo que conocíamos. Yo tomé asiento en la sillita del colegio,
en el puesto del vigía. Me quedé mirando como atardecía” (59).
El rápido regreso al orden social previo a la catástrofe, sin embargo,
pone de manifiesto que no es la posibilidad de encontrar una potencial esperanza
futura lo que constituye el accidente que tuerce el destino fatídico, sino que la
mera salida de Suárez es interpretada como la condición necesaria para superar
la amenaza catastrófica. De esta manera, así como la profecía autocumplida de
Jonás se articula como el accidente que desata el destino que busca prevenir, la
esperanza autosatisfecha de los habitantes del pueblo al exiliar a Suárez se configura
como el accidente necesario para devolver a la comunidad a un estado de falsa
normalidad, amparado en la incorrecta noción de que la catástrofe ha dejado de
ser una amenaza para ellos.
Desde este punto de vista, es factible plantear que Acerca de Suárez reflexiona sobre sus propias condiciones de posibilidad, ofreciendo una interesante
mirada sobre el proceso metadiscursivo que se lleva a cabo al intentar otorgar
significado a un evento imposible de descifrar. La conclusión es explícitamente
abierta y ambigua, imposible de ubicar unívocamente en la balanza entre el
optimismo y el pesimismo, pues, ante la amenaza de la incertidumbre por el futuro,
la atención de los personajes se vuelca impostergablemente hacia la preservación de un presente falsamente seguro, clausurando discursivamente el asunto de la
catástrofe a través de su extirpación, tanto simbólica como literal, del espacio del
relato.
Muy distinto es el caso de la novela El asombro, del escritor patagónico
Juan Mihovilovich, trabajo que solo recientemente ha comenzado a ser considerado
por la crítica académica a raíz de la cercanía que mantiene con las convenciones
genéricas de las distopías y las narrativas cli fi.[5] Aquí, el origen de la catástrofe es
claro y se remite a un acontecimiento referencial fácilmente identificable para la
población chilena, el terremoto del año 2010: “Tenía frío y sueño. Miró hacia lo
alto para ver los árboles mustios y podridos. Era el 27 de febrero del año dos mil
diez, un año lejano o próximo, quizás” (Mihovilovich 15).
La narración en tercera persona se centra en la figura de un anónimo
protagonista y su perro labrador, quienes emprenden un viaje de cordillera a costa
(de la ciudad hacia el mar) huyendo de la devastación dejada por un terremoto
de dimensiones abrumadoras y desconocidas. En este punto la narración opera
contrafactualmente, imaginando un terremoto extendido que no cesa, sino que se
extiende en el tiempo, estableciendo una nueva condición de normalidad sobre el
territorio chileno devastado: “Ahora la tierra temblaba en estertores prolongados,
discontinuos, ascendentes, hacia la superficie” (21).
La variable temporal resulta importante de considerar pues, a diferencia
de la novela de Ovando, Mihovilovich escoge situar su relato in medias res, mucho
tiempo después de que el terremoto se ha convertido en parte de la cotidianeidad
de la población. Caracterizado como un superviviente, el protagonista traza una
suerte de genealogía de la catástrofe a partir de sus recuerdos, estableciendo
diferentes etapas en el proceso de degradación social. La base del cuestionamiento
del protagonista pareciera reposar sobre una convicción hobessiana que ve como
imposible la rearticulación de la sociedad una vez descendido hasta el umbral de
“el tiempo tribal” (49). Sin embargo, no debemos interpretar esto como un mero
rechazo a la hipótesis de Solnit de que es posible rearticular comunidades a partir
de experiencias catastróficas compartidas, sino que se trata de una reflexión de
carácter más bien existencialista e introspectiva respecto a la naturaleza de la
experiencia humana en tiempos de incertidumbre radical.
La razón por la que resulta imposible rearticular a la sociedad en la
novela no es porque los seres humanos sean esencialmente animales salvajes
desatados ante el quiebre del contrato social, sino porque la experiencia catastrófica
ha quebrado el relato conocido de la sociedad y no ofrece ninguna alternativa
que permita su reemplazo: “¿Qué había sucedido? ¿Cómo habían adquirido esa
condición infrahumana en un lapso tan breve? […] ¿Era un hecho excepcional o
el mundo entero se había bestializado de golpe? Si la tierra se partía en dos se
vivía, luego, un estado demencial incontrarrestable. […] El fin de la historia… o
su comienzo” (35).
La noción del “fin de una era” permea toda la narración y se convierte en
el eje temático sobre el cual se articula la problemática prospectiva de la novela,
asumiendo un tono similar al que establece Ovando en su trabajo, ambivalente entre un optimismo radical y esperanzado, y un pesimismo absoluto, resignado a
la disolución total. Esta ambivalencia puede ser atribuida al existencialismo que
nutre la obra general de Mihovilovich y que en El asombro se cifra a través de
la relación que el protagonista busca establecer con el contexto catastrófico que
lo rodea: “¿Era luego ese individuo el extracto final de una existencia privada de
destino? ¿O era ese su destino? ¿Cómo era posible tener una respuesta? No había
respuestas. No podía haberlas” (36).
El sentido de la catástrofe, por lo tanto, se busca resolver de manera
introspectiva, estableciendo un nexo directo entre el sentido del ser humano en
una temporalidad que arriesga por concluir en cualquier minuto. Esta es la base
de lo que Frank Kermode propone en The Sense of an Ending como la principal
pregunta de cualquier discurso apocalíptico:
whether you think time will have a stop or that the world is eternal; there
is still a need to speak humanly of a life’s importance in relation to it—a
need in the moment of existence to belong, to be related to a beginning
and to an end.
The physician Alkmeon observed, with Aristotle’s approval, that men
die because they cannot join the beginning and the end. What they, the
dying men, can do is to imagine a significance for themselves in these
unremembered but imaginable events. (4)
Esta necesidad de poder situarse en un relato dotado de coherencia se
produce, plantea Kermode, porque el punto de vista del ser humano en relación con
su temporalidad se encuentra siempre mediado por una experiencia en permanente
acontecer, lo que lo obliga a asumir una posición intermedia entre un principio y
un fin todavía indeterminado: “Men, like poets, rush ‘into the middest,’ in medias
res, when they are born; they also die in mediis rebus, and to make sense of their
span they need fictive concords with origins and ends, such as give meaning to
lives and to poems” (7).
Desde este punto de vista, la catástrofe y la amenaza del apocalipsis
desatan la pregunta por el fin, no del mundo exterior, que continuará existiendo
bajo nuevas reglas de orden, sino de la condición humana que el protagonista
representa. En otras palabras, se trata de preguntarse si es que lo que el protagonista
identifica como su propia “esencia humana” se ha vuelto anacrónica, clausurando
el espacio que hasta ese momento había ocupado sin cuestionárselo. Siguiendo a
Kermode, esto le permitiría al protagonista otorgar un sentido a su experiencia,
aunque solo fuera el sentido de su propio final.
Sin embargo, para que esto ocurra, el protagonista debe decretar que
lo que está viviendo es realmente un apocalipsis, es decir, debe declarar la
conclusión de su propia experiencia sin que esta haya concluido realmente, una
crisis que Derrida expresa de manera muy adecuada hacia el final de Sobre un
tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía: “El sin marca una catástrofe
interna y externa del apocalipsis, un cambio de sentido que no se confunde con la catástrofe anunciada o descrita en los escritos apocalípticos sin por ello serles
extraña. La catástrofe, aquí, sería tal vez la del apocalipsis mismo, su repliegue y
su fin, una clausura sin fin, un fin sin fin” (76).
El decreto de un fin que no se condice con la experiencia del fin es
un asunto que tensiona al máximo las premisas prospectivas de la literatura
catastrofista y de los modelos predictivos en general, pues pone el acento en
formas radicales de otredad que existen más allá del velo de lo cognoscible.[6]Más
aún, desde la óptica existencial que persigue Mihovilovich, el ejercicio efectivo de
decretar el apocalipsis y asumirlo como tal equivaldría a un suicidio ontológico,
a la negación directa y absoluta de la humanidad que el personaje principal dice
defender con tanta asiduidad. Esto explicaría por qué el protagonista no puede
realmente decidirse entre la resignación apocalíptica y la esperanza por el nuevo
mundo, pues asumir el apocalipsis implicaría negar la esperanza de continuidad de
la humanidad y asumir la esperanza implicaría negar la experiencia evidente de que
el mundo ya no es lo que solía ser. María Manuel Lisboa expresa esta contradicción
como un fundamento de la imaginación apocalíptica y de la imposibilidad de
imaginar (y de representar) la nada que conlleva el imaginario apocalíptico:
When we imagine apocalypse –the end of the world as we know it– what
is imagined is never nothingness. At most it may be something completely
different, but whatever that may turn out to be, at that given point it is
still something (some thing), even if it is ultimately destined to end in
nothing (no thing), because at that point, at least in our imagination, there
is always something to be experienced and someone experiencing it. (63)
Frente a la presión por representar lo irrepresentable, entonces, no resulta
extraño que la novela concluya con un confuso episodio que puede tener múltiples
interpretaciones dependiendo del pacto de lectura que asumamos. Hacia el final de
la novela, cuando el protagonista llega hasta la costa, se narra un sueño en donde
se ve “despierto en un sitio cóncavo, profundo, inexplorado; quizás el interior
del planeta, hasta donde ha llegado transportado por una energía desconocida”
y en donde “seres igualmente luminosos, etéreos, de fisonomías redondeadas y
extremidades alargadas ejecutan movimientos rítmicos sobre él como si danzaran
en cámara lenta” (97). Tras esta experiencia, caracterizada como epifánica, los
últimos capítulos de la novela describen su despertar como “el comienzo de una
resurrección” (99) a la que le sucede un aparente episodio alucinatorio (motivado
por la imagen simbólica de las moscas) que es descrito desde el punto de vista
del perro, quien “ve a su dueño convertido en una estatua renegrida que corre
desesperado hacia el oleaje” (101), para luego, sumergirse entre las olas como un
“centauro marino que surca el mar hacia las profundidades” (102) acompañado
de su can, declarando que “algo se estremece en el sitio que debiera ser parte de
su corazón” (103).
Sofía Rosa ha interpretado el final en clave simbólica, planteando que
“después de la catástrofe, delimitado el mundo a partir de recuerdos y soliloquios racionales, el personaje emprende una excursión hacia su interior, que lo lleva
a su nuevo hogar”, enfatizando que la metáfora del mar “es la posibilidad de lo
insondable, un espacio que aún puede brindar una forma material de pensar el
mundo” (2018). Mercier, por su parte, plantea que “las distopías de la evolución
tratan de dibujar los contornos, después del apocalipsis, del advenimiento de un
nuevo utopismo. De hecho, ¿el apocalipsis no significaría, más que el fin del mundo,
un renacer?” (“Distopías latinoamericanas” 243).
Ambas lecturas se inscriben dentro del paradigma optimista que propone
el “utopismo del desastre”, valorando el cierre apocalíptico como una metáfora de
nuevas posibilidades de ser y de habitar un mundo en proceso de constante cambio.
Sin embargo, si prestamos atención a la contradicción ontológica irresoluta que el
discurso apocalíptico plantea, sería factible pensar que este episodio representa
exactamente lo contrario: el quiebre de un sujeto que, incapaz de aceptar la
disolución de lo que considera su “esencia humana”, termina por despersonalizarse
definitivamente a través de la fabricación de un imaginario idílico que suplanta, a
modo de utopía abstracta, una realidad que se revela como inhabitable producto de
la incertidumbre que la condiciona. De ser así, la negociación por el sentido de la
catástrofe se revelaría como fallida e imposible y la utopía de reencuentro con la
naturaleza no sería más que una fantasía escapista para encubrir la desagradable
posibilidad de que nuestro tiempo en este planeta tenga un límite de caducidad.
IV. Conclusión
La pregunta central que El asombro y Acerca de Suárez buscan responder
es la misma: ¿es posible desentrañar la dimensión prospectiva de la catástrofe y
otorgarle un sentido a la incertidumbre? La búsqueda por esta respuesta desata
dos itinerarios distintos, uno individual, en el caso de El asombro y otro colectivo,
en Acerca de Suárez. Las conclusiones, si bien dispares en escala, convergen en
torno a las negociaciones contradictorias entre esperanza y apocalipsis que los
protagonistas despliegan, lo que reafirma la cualidad incierta del futuro a la luz
de la catástrofe.
El ejercicio discursivo no deja de ser especialmente irónico: mientras
más se busca dar con un futuro ante la amenaza catastrófica, más se reafirma su
innegable opacidad. Prueba de esto es que al concluir las respectivas anécdotas,
ninguno de los protagonistas puede aseverar conocer más o saber mejor cuáles
son las causas, alcances o finalidades de las catástrofes que han experimentado.
Frente a esta condición, los personajes de las novelas se ven forzados a renegociar
el sentido de realidad de un futuro que no puede ser resguardado con seguridad:
el pueblo de Acerca de Suárez resuelve extirpar la catástrofe de su continuum histórico, amparándose en la falsa promesa de una cura inexistente a un problema
que no quieren ver, mientras que, en el caso de El asombro, es el protagonista
quien decide excluirse de la continuidad histórica del mundo a su alrededor,
escogiendo habitar una otredad indeterminada que bien puede ser producto de un sueño idílico como de una pesadilla delirante. En ambos casos las negociaciones
se resuelven en imaginarios escapistas que, o niegan la existencia de la catástrofe,
o bien, la encubren. La paz del pueblo y su anhelada normalidad, en Acerca de
Suárez, así como la beatífica vida bajo el mar del protagonista de El asombro junto a su perro marino no pueden ser interpretadas como resoluciones positivas
cuando sabemos que se han producido a espaldas de las circunstancias nefastas
descritas en las novelas.
Los imaginarios alternativos de ambas narraciones, lejos de ofrecer
fórmulas de reordenamiento social verosímiles, es decir, lejos de operar de acuerdo
al paradigma optimista del “utopismo del desastre” que propone Solnit, se quiebran
ante el peso de la catástrofe y se resignan a ofrecer esas “utopías inmaduras” que
Ernst Bloch calificaba como “abstractas”, cuya principal característica es que,
lejos de anticipar aquello que ha de venir, ese Aún No potencial, basado en “la
posibilidad real-objetiva de su tiempo”, ofrecen fantasías compensatorias donde
no se evidencia “algo que trascienda el ámbito de las cosas conocidas, sino la
ordenación en otro sentido de estas mismas cosas” (181-83).
En última instancia, lo que estas novelas revelan es que el optimismo
utópico, cuando es inmaduro y se fragua en la desesperación por la búsqueda de
sentidos imposibles de determinar, degenera en contradicciones discursivas de
encubrimiento y autosatisfacción que, lejos de indagar prospectivamente sobre el
futuro, lo anulan y condicionan a un terror presentista y efectista. El verdadero
potencial prospectivo de la literatura sobre catástrofe, por tanto, radica en su
capacidad para indagar críticamente sobre las convenciones sociales, culturales
e históricas que han alimentado y todavía hoy alimentan nuestros imaginarios
utópicos, sabiendo reconocer y diferenciar las fantasías escapistas de mundos
mejores, de imaginarios propositivos orientados en concordancia con las
experiencias histórico-culturales de los territorios de los que participan.
______________________________________
Notas
[1] El presente artículo se inscribe dentro de los fondos de investigación ANID:
Fondecyt de Iniciación n° 11200191: “Utopías de la catástrofe: Representaciones
socio-territoriales de la devastación en la narrativa latinoamericana contemporánea
(2000-2020)” del investigador responsable Dr. Gabriel Saldías Rossel y Fondecyt
de Iniciación n°11190799: “Coser trozos sueltos de uno mismo: Hacia una poética
del detalle en las escrituras del Yo de autoras contemporáneas (1990-2018)” de la
investigadora responsable Dra. Carolina A. Navarrete González.
[2] Algunas obras recientes que se inscriben en este paradigma son las
siguientes: Alarcón, Daniel. Radio Ciudad Perdida; Barrientos, Maximiliano.
En el cuerpo una voz; Clark, Jessica. Un fuego lento; Convertini, Horacio. Los
que duermen en el polvo; Bazterrica, Agustina. Cadáver exquisito; Faciolince,
Héctor Abad. Angosta; Galich, Franz. Tikal Futura. Memorias para un futuro
incierto; Keizman, Betina. Los restos; Mihovilovich, Juan. El asombro; Mota, Erick. Habana Underguater; Ovando, Francisco. Acerca de Suárez; Páez, Santiago.
Ecuatox ®; Rivas, Francisco. El insoportable paso del tiempo; Santaella, Fedosy.
Las peripecias inéditas de Teófilus Jones; Servín, Juan Manuel. Al final del vacío;
Spedding, Allison. De cuando en cuando Saturnina: una historia oral del futuro;
Mírez, Alex. Asfixia; Miklos, David. No tendrás rostro; Caparrós, Martín. Sinfín;
Aguiar, Raúl. Alter Cuba; Moreno, Martín. México sediento; Muñiz, Carlos
González. Todo era oscuro bajo el cielo iluminado; Trías, Fernanda. Mugre rosa;
Malpica, Antonio. El impostor; Urzúa, Patricio. Nunca; Paz Soldán, Edmundo.
Los días de la peste. [3] Ovando, nacido en Rancagua en 1989, pertenece a la generación de
escritores chilenos que comenzaron a publicar tras la primera década del siglo
XXI, adscribiéndose, por tanto, a la generación heredera de la posdictadura. Lo
que distingue a este grupo generacional de su predecesor es que, a pesar de haber
técnicamente nacido durante los últimos años de la dictadura militar de Pinochet,
generalmente no guardan recuerdos experienciales de la misma, lo que la distancia
de la llamada “generación de los hijos” y los acerca más a lo que Maximino
Fernández ha denominado “la nueva Tendencia” de la literatura chilena (743). La
novela debut de Ovando, Casa volada (2013) recibió los premios Roberto Bolaño
y José Nuez Martín y fue ampliamente elogiada por la crítica nacional. Acerca
de Suárez, publicada tres años después por Editorial Pez Espiral, también fue
favorablemente recibida, aunque ha sido escasamente abordada por la academia.
Como referencia, pueden considerarse las reseñas de Patricia Espinosa (Las últimas
noticias), Lorena Amaro (Revista Santiago), Jonnathan Opazo (Loqueleímos.com)
y Joaquín Escobar (Cine y Literatura). [4] La definición sobre la que opera Mercier es la que propone Fernando
Reati en Postales del porvenir. La literatura argentina de anticipación en la
Argentina neoliberal (1985-1999): “Distópica será toda aquella literatura que
extrapole rasgos presentes al futuro y proponga sistemas sociales imaginarios
de carácter negativo donde, al revés que en las utopías, todo aquello que podría
empeorar ha empeorado” (18-19). Esta definición, al igual que todas las que le han
antecedido y sucedido (Suvin, Sargent, Moylan, Baccolini y Moylan, Claeys), está
basada en la noción de que la literatura distópica busca representar sistemas sociales
que requieren de cierta organización o que funcionan de acuerdo con diferentes
tipos de “principios” sociales, generalmente “peores” que los referenciales, en
palabras de Suvin. Teniendo esto en consideración, es altamente debatible si es
que las narraciones aquí abordadas efectivamente tienen por objetivo representar
prospectivamente sistemas sociales imaginarios en funcionamiento. Desde nuestro
punto de vista, lo que se busca representar es la desarticulación del sistema
neoliberal a través de un proceso progresivo de degeneración social que se produce,
justamente, por la continua e indeterminada experiencia de catástrofes imposibles
de dominar o anticipar. Bajo esta premisa, y teniendo en cuenta la “porosidad”
característica del género distópico (Baccolini 520), nos parece que Acerca de Suárez y El asombro se encontrarían más cercanas a la definición formal de narrativas
catastrofistas que distópicas. [5] Juan Mihovilovich, nacido en Punta Arenas en 1951, cuenta con una
vasta carrera literaria que data desde fines de los años 70, con la publicación
autoeditada de la colección de cuentos El ventanal de la desolación (1979). Aunque
generacionalmente es posible adscribirlo dentro de los narradores de la emergente
generación de los 80, quienes debieron enfrentar las condiciones de represión, exilio
y sequía cultural de la dictadura, lo cierto es que su trabajo literario se expande
más allá de este primer contexto, pues continuó publicando semi regularmente
tras el fin de la dictadura y hasta el año 2020, fecha de publicación de su última
novela, Útero. Dueño de una prosa existencialista e intimista, su trayectoria incluye
la experimentación con diferentes formatos literarios (poesía, novela, cuentos y
ensayo) y la adjudicación de numerosos premios y reconocimientos, entre los cuales
se destacan el Premio Pedro de Oña por La última condena (1980); finalista Casino
de Mieres, España, por Sus desnudos pies sobre la nieve (1989); Julio Cortázar,
Buenos Aires, Argentina, por Extraños elementos (1985); Revista Andrés Bello, El
Mercurio (1978); Cuentos de Mi País, Biblioteca Nacional y Bata (1982) ; Finalista
Revista Paula, (1996); mención Premio Municipal de Santiago, por Restos Mortales (2005); semifinalista del Premio Herralde, España, por El contagio de la locura (2005) y Premio Nacional de Narrativa y Crónica Francisco Coloane por Yo mi
hermano (2016). Aún con esto, a excepción del artículo de Mercier previamente
referido, la tendencia prevalente de la crítica ha sido considerar El asombro más
como antecedente que como verdadero material de análisis. Por ejemplo, en “La
distopía como camino hacia una nueva interacción” de Sofía Moras, el título
no merece más que una breve mención dentro del catálogo de novelas similares
publicadas en el último tiempo, situación que se repite en “Estudios lingüísticos
y literarios en el marco del Antropoceno: las alternativas de la ecolingüística y
la ecocrítica” de Miguel Farías y Sebastián Reyes. Sofía Rosa, por su parte, en
“Ficciones climáticas del Cono Sur: hacia una poética de la urgencia ambiental
actual”, dedica un poco más de espacio a la novela, ofreciendo un interesante
comentario sobre la figura del mar como metáfora, mientras que el trabajo
académico que más extensamente se ha hecho cargo de la novela a la fecha, continúa
siendo la tesina para optar al título de Profesora de Castellano y Comunicación
de Valeria González, titulada “Novelística de la otredad de Juan Mihovilovich”,
esta última de relevancia limitada y en donde el principal aporte radica en una
entrevista realizada al autor que es incorporada como anexo al trabajo principal. [6] Las predicciones contemporáneas referidas a los efectos a mediano y
largo plazo del cambio climático sobre el planeta recuperan esta problemática.
Bajo el presupuesto de que los peores pronósticos se concretaran y ninguno
de los múltiples acuerdos que se han trazado lograran efectivamente detener el
calentamiento del planeta, es factible imaginar un escenario en donde la raza
humana sería consciente de su propia extinción antes de que esta tenga lugar,
debiendo, por tanto, decretar su propio apocalipsis antes de que este acontezca.
___________________________________
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www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Futuros en suspenso:
dialéctica de la catástrofe en
«El asombro» de Juan Mihovilovich y «Acerca de Suárez» de Francisco Ovando
Por
Gabriel Saldías Rossel / Carolina A. Navarrete González
Universidad de La Frontera
Publicado en CHASQUI, Vol.51, N°1 mayo de 2022