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La vida es incorregible
Prólogo de "Años en el Cuerpo" de José María Memet
(Antología Personal 1974-2005)

Eduardo Milán
Poeta y crítico uruguayo

 

Años en el cuerpo es una aventura circular que empieza con “Mi padre”(1976) y termina en “Conversando con gusanos”, inédito de 2005. Por el medio, donde realmente se sitúan las cosas importantes, pasó todo. Ese “todo” es la acumulación de la experiencia verbal de José María Memet, una experiencia que entronca directamente con su existencia. Se puede, sin duda, hablar de una poesía íntimamente trabada con la existencia en el caso de Memet: no lo obvio, la existencia como posibilitadora –mediante la conciencia extrema de la existencia propia– de la escritura sino la escritura sin distancia de la existencia, como su descendencia legítima, inmediata, reparadora en un después de lo que la existencia pudo haber arruinado.

Pero tampoco una escritura como corrección de la vida: la vida es incorregible. Y la tarea de la escritura no es ni siquiera intentarlo. Para tantear ese terreno habría que ser un poeta de la corrección. No es el caso de Memet. Lo incorregible aquí no es la imposibilidad de la norma de reagenciarse un desvío o dos: es una especie de penitencia autoimpuesta, de castigo gozoso que en un presente rodeado por la banalidad y bloqueado por el miedo no se deja ver con claridad pero que a la vista de “grandes oleadas” como en Braudel (en el caso de Memet no se trata del conocimiento histórico sino del lugar otorgado a la poesía: un mapa que se sabrá luego, mucho más tarde, qué contorno tiene en el hilado perseverante que se logra “tejiendo la mañana”, como quería Joao Cabral) ese mar quedaría perfectamente dibujado. Por lo pronto, en el presente, “nada sabemos del mar”. Lo nuestro es el hacer. Hilar los haceres es tarea de otros trabajadores del tiempo. No es Borges el que viene al quite, es Schiller: “lo que hoy vemos como belleza mañana lo veremos como verdad”. Quiero decir que en la escritura de Memet se juega algo esencial como se hacía hace más de un siglo, una entrega a la imaginación que el siglo XX en su “deseo de lo real” no echó al olvido: tiró, con plena conciencia de su acto, por la borda de lo posible aquella cantidad de imposible cernido y acumulado en la imaginación que nosotros llamábamos, en su despliegue sin lugar pero al fin mantel para el festín, utopía. Quien escribe con la vida entregada a otro lugar que intenta reproducir a cada instante no puede ejercer una distancia precisa entre escritura y vida. El lenguaje no puede ser, con conciencia, mediación. Desde la poesía misma se demanda que el lenguaje no medie, que el lenguaje sea algo más que un despliegue de metáforas que decoran como una forma de consuelo el mundo, una forma de hacerlo habitable: que augure, vaticine, encarne más allá de toda representación y de sus tantas crisis.

El duelo. Los sueños, el eros y la muerte de Sor Catalina en el Convento del Biógrafo (1994) es la escritura central de Años en el cuerpo. Por varias razones. La primera es obvia: esa escritura sucede en otro espacio histórico, en un presente que no es el actual. En un presente no actual la mitopoética personal de Memet juega mejor que en nuestro presente histórico. El tono narrativo de los poemas construye su fábula habitable, “fábula” entendida aquí como necesidad de lo que “ya no está” pero que todavía alienta como contenido latente que recurre. Memet despliega su mundo límite entre lo sagrado y lo profano pasando por encima de toda discontinuidad. Por boca de uno de los personajes (el narrador) en relación al Abate: “Lo llevó a cabo, sobre todo, porque creía firmemente/ que los hábitos y la entrega a Dios/ hacían más placenteros los días de la carne/ que le habían sido concedidos en la tierra”. En segundo lugar porque en otro espacio temporal es posible escribir una historia y creer en ella, cosa difícil cuando se habita la temporalidad omnipresente de la historia y toda ficción se vuelve sospechosa de verosimilitud. La escritura de Memet extraña el mito como discurso posible en el doble sentido de la acepción: lo necesita, lo requiere, construye alrededor de esa ausencia y a la vez lo expulsa, lo saca de sí, lo pone afuera. El duelo congrega las obsesiones del mundo de Memet, mundo entre mítico y fabulado en el que la poesía y sobre todo el lenguaje poético son una parte. El cuestionamiento, la puesta en duda de la “posibilidad” de ese mundo la entrevemos raramente. En el texto “Esa noche la diva llegó al castillo” se dice: “Después de cenar y comentar/ la muerte de Baudelaire/ en la guillotina…”, se desliza esa información falsa como elemento legítimo de la construcción lingüística. El aludido –no por casualidad– es un poeta. No cualquier poeta: el fundador de la conciencia poética moderna perturbada precisamente por una tensión pendular: la atracción del polo de la tradición que ya no está y es “cubierta” por el aparato mítico-simbólico y la atracción del polo que reconoce lo que está aunque sea por negación: el ritual poético ya no funciona, nuestro diálogo es un sobreentendido hipócrita, queda el vacío y la pasión por lo efímero. Por cierto: nunca salimos de esa conciencia no concordante. En tercer lugar, ese espacio que existe en otro lugar es lo que le permite a Memet ejercer la poesía como acto lingüístico afirmativo, no desconfiable. Si hay alteración de los hechos –el caso citado de la muerte de Baudelaire, por ejemplo– es por un rito de pasaje que reconoce nuestro presente histórico como espacio de la confusión y de la traición de los valores verdaderos. Los casos de alusión a la materialidad del poema –contados– parecen también tributo a cuestiones de método más que convicciones sobre la función de reconocimiento del lenguaje a sí mismo. En “El prisionero de la poesía” de Los gestos de otra vida (1985): “donde yo, el hablante lírico, doy vida…”; en “Visitando a Omar Khayyám en el cementerio de Nishapur” de Un animal noble y hermoso cercado entre ballestas (1995): “¡dame mil riales!/ o dime como puedes continuar leyendo este poema/ si no conoces el camino de regreso/”, dos alusiones que, más que cuestionar lo dicho, evidencian otra zona del lenguaje poético que siempre está ahí. Lo interesante es que en Memet el carácter gradual de este reconocimiento actúa como un desvelamiento de algo oculto en el lenguaje, como un prestidigitador que cumple con su función de revelar el truco sólo de tanto en tanto. Se agradece esta deferencia en un tiempo que parece de excesivo impudor lingüístico en despliegue. Se echa de menos, en cambio, su infrecuencia.

En los poemas donde ese espacio del deseo poético queda acotado por el reconocimiento de la realidad no poética se juega el riesgo mayor de la poesía de Memet. Lo que le permitía en un poema de mayor desarrollo que lo común en su poética, “El duelo”, oficiar como imagen sintética de todo un despliegue narrativo en sólo dos versos: “El fogonazo iluminó toda la noche/ sus retinas ya fijas en la sombra”, estrategia que se reitera en los dos últimos versos de “El lobo y la muerte” de Un animal noble y hermoso…: “La luna desplazándose en la noche/ es un rebaño enorme en el espacio”, debe buscar otros cauces expresivos. El reconocimiento de la realidad objetiva impone un cambio en el lenguaje que se vuelve, en su efecto representativo, más plástico, icónico casi. Me refiero a los poemas del último libro antologado, El rastreador de lenguajes (2004), que reúne algo de lo mejor de la poesía de Memet ahí contenida. El entrar en el juego de la realidad “real” ha impuesto una distancia entre lenguaje y mundo. El lenguaje se ha vuelto reflexivo. La construcción de un espacio cede al reconocimiento de espacios múltiples donde la intensidad de la experiencia se amortigua pero gana en “teoría”, o sea, en contemplación. Es un gasto que se contempla en el reposo de la mirada. No es la transformación del arrebato en sabiduría como estrategia. Pero hay algo de eso. Supone comprender más allá de la propia necesidad poética el lugar “real” de la poesía, la poesía sin función consoladora, reconocimiento que acota el mundo imaginario y despeja de la vista toda fábula. El poder de la palabra poética no ha desaparecido. Se ha concentrado en una jugada mayor: hacer funcionar el aparato verbal aprendido en ese “cuerpo de años” que es el tiempo en una puntualidad histórica sin amarra en otro tiempo. Producto de este desplazamiento son dos de los mejores poemas de Memet: “El arte de la devoración” y el que da nombre al libro, “El rastreador de lenguajes”. Cito de este último: “Frente a un arma, el abecedario./ Las especies aparecen en la mira./ Los idiomas aparecen, los dialectos./ Los dioses sobreviven como cerdos/ y las jaurías los persiguen sin piedad./ El agua de los ríos avanza, el mar la recibe,/ millones de neuronas pasan del latín/ a la nada”. Eso es precisión. Es saber precisamente donde estamos.

 
 

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