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Cerrojos

Por José Miguel Martínez
Publicado en http://sangria.cl/ 5 de Mayo 2014


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Ayer volví al departamento, pero solo por un par de horas. Íbamos a picotear quesos y otras porquerías; la conversación fue fría, cortante. No había malicia entre nosotros, solamente un vacío, entremedio, la distancia de años que separa el amor del agotamiento.

Y no había malicia, tampoco había cariño: era el epílogo de la pelea del jueves, en que me tiraste los libros por la cabeza, sin achuntarme, y yo te llame loca de mierda, te dije que me iba, y cuando estaba haciendo el bolso, me dijiste que no me fuera. Pero ya era muy tarde. Tú lo sabías, y yo también, y te dije: me voy. No esperes que me quede, no después de los libros en el suelo. Me dijiste que era un ficus, un viejo de mierda, que tenía que conectarme con mis emociones y ver a un especialista, para tratarme lo de las obsesiones. Dijiste que papá moriría pronto, y que yo no sentiría nada, porque era un ficus, y que cuando pasara, estaría ordenando mis libros, o abriendo y cerrando el cerrojo de la puerta, veinte veces, como era mi costumbre. O no dijiste eso, sino que dijiste que sí sentiría dolor, pero sin expresarlo durante cuarenta años, porque durante cuarenta años seguiría pegado con mi rutina, con cada una de mis manías. Lo dijiste golpeándome el pecho con un dedo, como un matón cualquiera, y entonces lloré. Yo no quería llorar, pero no pude evitarlo, y luego te fuiste a trabajar, cerraste la puerta, dando un portazo, y te escuche decir ahora abre y cierra los cerrojos veinte veces, pero yo decidí ignorarlo, dejar que tuvieras la última palabra.

Y ayer no había malicia, solo la distancia, que separa a unos ficus de otros ficus. Te pregunté si el vino estaba bueno, la botella a medio tomar que estaba arriba del refrigerador; me dijiste no sé, que yo había comprado la botella cuando fuimos a la vega. Yo olí la botella, un perfume agrío me impregnó la punta de la nariz: te quería decir que el vino estaba malo, pero en cambio dije: hoy traté de suicidarme. Me miraste sin expresión, y luego preguntaste qué fue lo que hice. Te dije que había salido ayer, después de dejar lista mi rutina, y me había dirigido a la oficina, que había subido al último piso del edificio, que me había parado al borde de la azotea. Me preguntaste por qué no salté. Te respondí que me había dado cuenta que, en el apuro y excitación de mi salida, no había pasado los cerrojos de la puerta veinte veces, sino diecinueve.

Entonces te quedaste callada, y como no decías nada, agregué que el vino estaba malo, que lo iba a botar. Está bien, dijiste; me fijé que tenías ojeras, cuando dijiste eso. Yo fui a la cocina con la botella, y dejé caer el vino sobre el lavaplatos. Me quedé mirando cómo el líquido rojo se esparcía, y luego suavemente se iba por el drenaje.



 

 

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Por José Miguel Martínez
Publicado en http://sangria.cl/ 5 de Mayo 2014