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Siete vidas bajo el volcán Calbuco

Por José Miguel Martínez
Texto publicado en CINE Y LITERATURA, 03 de septiembre de 2023.



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Los gatos no planifican su vida: la viven según se les presenta.
Los humanos no pueden evitar convertir la suya en un relato.
John Gray, en Filosofía felina.

En mi calle, viven más felinos que seres humanos. Hay un gato de pinta salvaje, con cara de señor, que se pasea con aire de matón de barrio. Hay un gato negro, sagaz, de cola mocha. Hay una gata gorda, de tres colores, que parece estar siempre preñada.
El barrio está lleno de gatitos, todo el año: los hay en la casa de enfrente, también en las viviendas adyacentes a la mía. Y todos mis vecinos tienen gatos: los escucho chillar a deshoras —a los gatos, no a mis vecinos—, saltar en las planchas de zinc de mi techo, los veo caminar indiferentes por las cubiertas contiguas, tomando sol o, en días nublados, buscando el calor de los caños de las combustiones lentas.
Se mueven a través de las panderetas, se esconden debajo de las casas levantadas sobre poyos de hormigón, y se les ve como siluetas desdibujadas, de diversos tonos, cuando cruzan veloces la calzada de la calle.
La población Vista Hermosa en Frutillar es un barrio de gatos con vidas secretas y complejas, regidas por inimaginables normas peculiares y únicas que nosotros, los humanos, apenas logramos percibir como algo más que una sombra de su totalidad.
Los felinos van de un lado a otro y Rufino, mi gato, los observa desde el marco de la ventana, con los ojos muy abiertos, para luego bostezar y volver a echarse indiferente, cual choapino peludo, al lado del fuego de la estufa.

Se dice que, en paralelo a su etapa como deidades en Egipto, la relación entre gatos y humanos pudo desarrollarse gracias a su utilidad. El gato salvaje se hizo útil al humano como un medio de controlar plagas en los sembradíos y luego, siglos después, en los barcos, donde proliferaban los roedores.
Pero una razón más fundamental para que los humanos aceptaran a los gatos en sus hogares, según explica John Gray en su libro Filosofía felina, es que los gatos nos enseñaron a quererlos. «He ahí la verdadera base de la domesticación felina», declara el filósofo británico.
Habiendo gozado a través de los años de la compañía de tres gatos, distintos entre sí a más no poder, puedo decir que la declaración de Gray me parece verídica. Sin embargo, mi historia con los gatos empieza tarde, en la incipiente adultez; apenas unos pocos contactos mínimos se dieron en los lejanos días de mi infancia.
Hubo una gata, si el recuerdo no me falla, que ahuachamos en el patio de mi casa dándole jamón. Mi madre nos tenía prohibido darle de comer, pero éramos niños sin mascotas interactivas —sólo tuvimos canarios y tortugas de agua, animales contenidos en jaulas y peceras—, y el hecho de que una gata gorda y adorable bajara del tejado hasta nuestro patio era una novedad imposible de resistir.
A las pocas semanas descubrimos que esta gata —he ahí la razón de su abultamiento— estaba preñada. Mi madre, que no era muy dada a perros ni gatos, pegó el grito en el cielo y llamó a una prima más grande, que tenía relación habitual con felinos, para pedirle que viniera a retirarlos. Semanas después mi prima, acongojada, nos contó que los gatitos nacieron enfermos y que ninguno había logrado sobrevivir.
Esta noticia no dejó mayor marca en mí: apenas los había conocido y, como tal, el hecho de que hubieran muerto terminó por resbalarme. Tampoco comprendí la desazón de mi prima. Tendrían que pasar muchos años para que llegara a sentir el verdadero impacto que significa para un humano la muerte de un gato que, independiente de si fueron días o años, le hizo compañía en algún momento de su vida.

Mi siguiente experiencia con gatos se dio cuando nos fuimos a vivir juntos con la Cata, mi pareja, el año 2013; fue entonces cuando comenzó mi domesticación humana por parte de los felinos. Una tía de la Cata me regaló un gato naranjo con manchas blancas —o blanco de manchas naranjas— que era parte de una camada nacida de una gata en su casa de la Comunidad Ecológica de Peñalolén.
Llevaba mucho tiempo fantaseando con la idea de tener un gato con nombre distinguido y, a la vez, mundano, así que lo llamé «Sr. Gómez». El gato tenía tres meses de edad cuando llegó a vivir a nuestro departamento en calle De las Claras.
De lo que recuerdo de mis primeros días viviendo con el Sr. Gómez, además de una constante incapacidad para concentrarme en el trabajo debido a su ternura, están los juegos: la persecución de la punta del cargador de celular, los calcetines que terminaban deshilachados —y que yo le entregaba voluntariamente—, la variante del calcetín enrollado y amarrado a la punta del cargador que, oscilando en el aire como un péndulo, era golpeado una y otra vez, cual pushing ball, por sus garras de minino.
Por lo general, cuando los gatos juegan, juegan a cazar; cazar y matar es algo instintivo en ellos. Tal vez por eso el juego que más disfrutaba el Sr. Gómez era la cacería de manos.
Yo solía echarme en el suelo y poner mi mano con los dedos encrespados y el dorso levantado, como si la mano fuera una araña; el Sr. Gómez, por su parte, se agazapaba, esperando al acecho el momento indicado para atacar. Si yo hacía temblar mi mano, él saltaba de inmediato sobre ella. La mano quedaba muchas veces arañada, pero el juego, aunque masoquista, era tan divertido que lo jugábamos una y otra vez, sin llegar a aburrirnos.
No recuerdo exactamente cuando el Sr. Gómez perdió el interés por la cacería de manos; probablemente fue luego castrarlo —porque el gato marcaba todo el departamento, orinando sobre mis muebles y mis libros—; luego de la esterilización se calmó bastante y, además de engordar considerablemente, no tardó en convertirse en un gato misántropo y neurótico.
La llegada de una nueva integrante gatuna al departamento acentuó aún más su carácter hipocondriaco; también me hizo ver lo diferente que puede llegar a ser un ejemplar felino de otro.

La Cata, el Sr. Gómez y yo llevábamos medio año viviendo juntos en De Las Claras. A mí me habían despedido de una pega que odiaba y pasaba mis días encerrados en el departamento escribiendo mi primera novela. Estaba deprimido: mi rutina consistía en levantarme a las ocho de la mañana, hacerme un té, y ponerme a escribir hasta las tres de la tarde en una mesita de 1×1 metro que usábamos de improvisado comedor.
No tenía idea para dónde iba la novela que estaba escribiendo, mucho menos para dónde iba mi vida, y en todas esas horas de escritura rara vez me sacaba el pijama. John Gray comenta mucho en su libro sobre el desasosiego de la experiencia humana: «lo natural en las personas —escribe— es estar insatisfechas con su condición. El animal humano nunca deja de aspirar a ser algo que no es, con los trágicos y ridículos resultados previsibles. Los gatos no hacen ningún esfuerzo de ese tipo».
Esta idea de que los gatos, a diferencia de los humanos, no necesitan ser algo que no son —y por ende no necesitan filosofía ni terapia—, lograría atisbarla tangencialmente con la llegada de la Lupe.
Una mañana, yo me encontraba escribiendo en el living de nuestro departamento, cuando a eso de las nueve escuché un maullido lastimero en las escaleras del edificio, justo por fuera de mi puerta.
Mi única compañía en esas horas era el Sr. Gómez, pero él, gato adolescente con un año de vida ya, pasaba la mayor parte del tiempo callejeando en los tejados de los edificios adyacentes, por lo que tampoco era una presencia constante. Pensé por un momento que podría tratarse de él —era su manera de tocar el timbre: maullando—, pero, al abrir la puerta, me encontré con otra cosa.
La pega de la Cata quedaba a la vuelta de la esquina, llegando al metro Baquedano. Diez minutos antes de que yo abriera la puerta del departamento, ella había cruzado la esquina del Parque Bustamante con De Las Claras cuando vio pasar una gatita minúscula con pinta de murciélago. Tendría alrededor de tres meses, tal vez menos, y estaba en los huesos, famélica.
Trató de tomarla, para darle algo de comer, pero la gatita se escabulló por la reja de un edificio. Diez minutos después avanzó una cuadra hacia el oriente, y llegó a la puerta de nuestro departamento. Yo la hice pasar, le di un plato de leche, y la minina, después de quedar satisfecha, se acurrucó en mi regazo y encendió el motor del ronroneo.
Luego, tratamos de darla en adopción, pero nadie la quiso (la verdad es que en ese entonces era bastante feucha; con el tiempo, el cariño y la buena alimentación, se transformó en una hermosa gata carey con cara de búho). De modo que ella se terminó por quedar con nosotros y, en los primeros meses, me hizo compañía constante.
Cuenta John Gray en Filosofía felina que Samuel Johnson también fue un fiel amante de los gatos. Iba a la ciudad a comprar ostras para Hodge, su compañero felino de pelo negro. Como muchas otras personas —entre las que me incluyo—, Johnson sufría de esporádicos ataques de melancolía.
«¿Hay algún otro animal —se pregunta Gray sobre el humano—, que no soporte estar a solas consigo mismo? Desde luego, no los gatos. Estos se pasan buena parte de la vida en satisfecha soledad. Y, aun así, pueden encariñarse de sus compañeros humanos, y pueden incluso tratar el enfermizo desasosiego que aqueja a estos y que las personas mismas no logran remediar».
Johnson reconocía esa capacidad en su compañero gatuno; Hodge era para él una invitación a darse un respiro entre tanto pensamiento o, lo que es lo mismo, un alivio a su condición de ser humano. Y Lupe fue, como Hodge para Johnson, eso para mí:
«Pasamos por nuestras vidas fragmentados e inconexos —dice Gray— apareciendo y reapareciendo cual fantasmas, mientras que los gatos, que no tienen un yo, son siempre ellos mismos. Y simplemente estando ahí, ya alivian la pena de los seres humanos».
Por ahí alguien, no recuerdo quién, me comentó que cuando un gato aparece de pronto en tu vida es porque uno necesita ayuda y no lo sabe. El gato quiere ayudarte. Suena esotérico, pero creo genuinamente que la Lupe salvó mi vida en esa época de depresión, enseñándome otra existencia posible.
Una diminuta criatura con pinta de murciélago, irrelevante en apariencia, fragmentó y recompuso mi mundo. Y lo hizo tan sólo brindándome su fiel y cálida compañía.

El 22 de abril del 2015 hizo erupción el volcán Calbuco. Ese año, con la Cata, nos habíamos ido a vivir a Puerto Varas y habíamos llevado desde Santiago a nuestros gatos, el Sr. Gómez y la Lupe. El día de la erupción, yo venía llegando a casa de la pega, cerca de las seis de la tarde, y me eché en la cama para revisar las redes sociales en el celular.
Creo que la Cata mencionó algo de un temblor, de si había sentido un temblor, al mismo tiempo que yo leía el post en Facebook de una conocida de Puerto Varas que decía: «¿Qué es eso de que hizo erupción el Calbuco?». Entonces nos asomamos por la ventana y lo vimos.
Por adaptación, yo había tenido a los gatos encerrados en la casa durante un mes, dilatando el momento oportuno de soltarlos en el exterior para que empezaran a hacer su vida. Cuando el volcán hizo erupción, lo primero que hicimos con la Cata fue salir a mirar el espectáculo, sin fijarnos en que la puerta había quedado abierta.
Fuimos a una explanada que había enfrente de nuestra casa, donde ya se habían reunido varios vecinos; a mi lado estaba el Uribe, un antiguo vecino del barrio, un viejito con mostacho encanecido al que le faltaban un par de dientes.
Recuerdo que, impactado por la imagen de la erupción, le pregunté al Uribe si esto era algo común. Él me respondió que sí, que claro, que era algo común; entonces yo le pregunté cuándo había sido la última vez que había sucedido. «Cuando yo tenía dieciocho años», me respondió.
La erupción volcánica es una imagen al mismo tiempo bellísima y brutal. Hay pocas cosas que te hacen sentir tan de golpe un turbulento placer estético junto con una sensación muy presente de tu propia insignificancia en la Tierra.
El volcán Calbuco hizo erupción al atardecer: la gigantesca nube de ceniza que iba extendiéndose sobre el lago fue mutando en tonalidades, pasando del sutil anaranjado de los últimos rayos del sol a un violeta enrojecido a medida que la noche caía sobre la ciudad.
Con la Cata hicimos lo que decían en las noticias: juntar agua en las tinas, revisar las provisiones. Luego partimos a un asado improvisado en casa de unos amigos; mejor pasar la erupción acompañados, nos dijimos, como demasiado conscientes de nuestra propia insignificancia ante la fuerza implacable de la naturaleza.
Volvimos a casa cerca de las una de la mañana. Mientras la Cata encendía la tele para ver las noticias, yo no tardé en darme cuenta de que el Sr. Gómez no estaba por ningún lado. No habían pasado ni dos minutos cuando ella me avisó que el volcán estaba haciendo una segunda erupción.
Salimos: lo que veíamos ya no era una imagen hermosa sino una terrorífica, como el volcán de Mordor en El señor de los anillos. Angustiado, me puse a buscar al Sr. Gómez, llamándolo inútilmente por su nombre. Las calles estaban solitarias, habían decretado toque de queda. La noche estaba inflamada.
Al rato escuché su maullido característico: estaba arriba de la pandereta de una casa, fuera de mi alcance. Volví a llamarlo con los brazos abiertos, diciéndole que bajara: el Sr. Gómez me miró a los ojos, con indiferencia, y se dio media vuelta, desapareciendo en la oscuridad de los matorrales.
Muchas veces me he tratado de explicar el comportamiento de Gómez en ese momento. He leído de estudios que demuestran que un gato puede reconocer su nombre, pero que probablemente no esté interesado en responder si se le llama.
También el libro de Gray me dio pistas: «Los gatos rara vez hacen algo que no sirva a un fin definido —escribe— pues son archirrealistas; su respuesta ante la insensatez humana no es otra que dar media vuelta e irse a otra parte». Casi como una forma de resolución instantánea.
Otra idea que comenta el británico es que un gato asustado, independiente de su personalidad, no podrá vivir bien: «La vida de un gato es siempre peligrosa —dice— tanto en los entornos naturales como en los humanos. El coraje es, pues, una virtud tan felina como humana. Sin ella, ni gatos ni personas pueden prosperar».
El Sr. Gómez estuvo perdido dos días. «Perdido» es un decir: yo creo que el gato salió a encontrarse. Lo había tenido encerrado casi un mes en casa, sin decidirme a sacarlo todavía, y Gómez, que había sido criado como un gato callejero en sus primeros años de vida, decidió tomar la oportunidad, no sólo ignorándome de lleno sino también haciendo caso omiso a las volutas gigantescas de ceniza y lava, junto con violentas descargas eléctricas, que encendían de rojo la noche.
En su momento, sentí mucha rabia y pena ese par de días en que estuvo desaparecido, pero ahora, visto en retrospectiva, su gesto me parece admirable; el temperamento independiente y casi ingrato que, rebelde, le impidió obedecer al llamado humano, la indiferencia con que pasó de la casa a la pandereta en medio de una erupción volcánica, como inconsciente —a diferencia de nosotros— de su imperceptible existencia en medio de aquel magno evento natural.
Su actitud, su modo de proceder, me recordaron vagamente a este fragmento de Bajo el volcán de Malcolm Lowry: «Desmoronábanse las paredes, desplomábanse las iglesias, familias enteras huían, presas del pánico… Pero siempre había algunos que saltaban entre los charcos de lava derretida, fumando sus cigarrillos».

 

El Sr. Gómez, arisco y todo, fue un buen amigo. Y en sus últimos días, me consta, llegó a ser un gato pleno. Gray explica que, al no haberse formado una imagen de sí mismos, los gatos no necesitan distraerse de la certeza de que algún día dejarán de existir.
Por consiguiente, viven sin miedo a que el tiempo transcurra demasiado rápido o demasiado lento. «Puede que les llegue un momento en que sepan que están a punto de morir —dice Gray— pero no se pasan la vida aterrorizados, pensando cuándo será».
El día de su muerte, por la mañana, estuve acariciando al Sr. Gómez en mi regazo —cosa muy poco habitual entre los dos—. Por la tarde, apareció atropellado. Nunca antes había sentido el vacío de tener un animal muerto en mis brazos. Le pedí una pala prestada a mi vecino y lo enterramos en el patio.
Un mes antes de su muerte, había fallecido también mi padre. Ese enero, entre una muerte y otra, me hallaba aturdido, como sin ser capaz de procesar la pena que tenía, por decirlo pronto y mal, atascada en mí. La muerte de mi primer gato me ayudó a sacar para fuera esa tristeza inenarrable.
Luego, un par de años después, falleció también la Lupe. Doris Lessing, en su estupendo libro Gatos ilustres, comenta que pasada determinada edad, no hay personas, animales, sueños, rostros ni hechos nuevos:
«Todo ha ocurrido ya, ha aparecido antes, bajo una máscara distinta, con ropa diferente, con otra nacionalidad, otro color; pero siempre es lo mismo, y todo es eco y repetición; y no hay siquiera dolor que no sea la repetición de algo, olvidado ya hace tiempo, que se manifiesta a través de una angustia increíble, días de llanto, soledad, sentimiento de traición, y todo por un gatito flacucho y moribundo».
La calle en la que vivíamos en Puerto Varas era una vía alternativa de la entrada norte y, con los años, con la gran cantidad de personas que habían emigrado a la ciudad sureña, se volvió cada vez más concurrida. A la Lupe no la habíamos visto desde la tarde anterior, era raro que se ausentara tanto tiempo, así que al almuerzo salí a preguntar por ella.
Unos tipos que cortaban el pasto me dijeron que —como a Gómez años antes— la habían atropellado, y que habían dejado su cadáver sobre un montículo de pasto recién cortado. Fui a donde me indicaron, tomé su cuerpo sin vida y la llevé a nuestra casa, donde la enterramos en el patio, al lado del Sr. Gómez.
La Lupe tuvo una buena vida y disfrutó mucho de Puerto Varas. Por las tardes, le gustaba sentarse en un rincón del patio donde corría el viento. Todavía la veo allí, su pelo largo y jaspeado flameando en todo su cuerpo, agitándose con el viento sur.
También le encantaba rodar de espaldas y estirarse como contorsionista cuando el sol se asomaba por las mañanas y calentaba el radier del patio. En los días de lluvia salía a pasear igual: a veces volvía con el pelo empapado, en otras ocasiones se quedaba en su frazada, sobre la lavadora, escuchando cómo el ruido de las gotas azotaba el policarbonato de la lavandería.
El sur le gustaba, porque se ajustaba a su personalidad: era silenciosa —tenía una actitud ligera, contemplativa, una falta de ego que Gray define como la: «ausencia mental típica de la tradición zen», como si estuviera plenamente absorta en cada cosa que hacía—, pero cuando mi hijo llegaba a casa del jardín, la veíamos emerger desde la lavandería para recibirlo con un maullido agudo, exacerbado en su entusiasmo.
En esos momentos, a mí me gustaba acariciarle la cabeza y el lomo, y ella hacía tiritar su cola levantada mientras esperaba que le abriéramos la puerta. Era un ritual de bienvenida que terminaba cuando, un minuto después, ya estaba pidiendo salir de nuevo.
También era temeraria: muchas veces la vi a punto de ser atropellada por cruzar la calle en el último momento, o ir a meterse al patio de una casa donde —ella lo sabía— vivían perros grandes; entonces yo desviaba la vista, porque confiaba en sus habilidades, pero también porque prefería no sufrir, y fingía ignorar el peligro que la Lupe parecía perseguir de tanto en tanto (no me cabe duda de que hacía mucho tiempo que ya había gastado seis de sus siete vidas, y que por eso vivía cada día como si fuera el único día en su existencia).
Es duro el vacío que se siente en casa después de la muerte de un gato, la ausencia que dejan en cada espacio que alguna vez habitaron. Aún extraño, al recordarlos, los detalles gentiles y cotidianos de la Lupe: sus maullidos agudos, el ruido de sus garras contra el futón deshilachado del living, su silueta asomándose de pronto en la ventana de mi escritorio. Detalles que llenaban la cotidianidad familiar, que hacían que nuestra existencia fuera una más amable, más feliz.
Incluso su muerte, a pesar de las circunstancias, pareciera haber tenido ese tono manso que la caracterizaba, como diciéndonos que no suframos demasiado, que toda esa pena que sentimos cuando nos dejó era sólo un poema haikú melancólico que había que leer con la misma ligereza zen con que ella pasó por la vida.

Los gatos nos enseñan que, aún después del dolor que trae la perdida, la vida sigue. La sensación de que nunca habrá otro, después de la muerte de un gato, es bastante común, pero con el tiempo casi siempre llega un gato nuevo.
Mi último compañero felino, que aún vive con nosotros en Frutillar, no es un siamés, pero en algo se parece; tiene la tonalidad crema característica de la raza original, pero en la cara, las orejas, las patas y la cola presenta rayas atigradas en vez de manchas achocolatadas. Sus ojos, además, son azules, penetrantes y enigmáticos: ojitos de piscina.
Apareció en una noche de tormenta. Eran las una de la mañana y la Mate —la perra salchicha que nos regaló mi suegro después de la muerte de la Lupe, porque según su criterio, en el mundo de los animales domésticos un clavo sí saca a otro clavo—, la Mate, decía, le ladraba a algo afuera de la casa.
Fui a revisar: un gato cachorro, no tendría más de cuatro o cinco meses, maullaba en el motor de mi auto. Se había quedado atrapado, tratando de capear el viento y la lluvia. Apenas abrí el capó, salió corriendo hacia la oscuridad del patio y lo perdí de vista. Pero al día siguiente volvió a aparecer en el patio de la casa, y entonces llegó para quedarse.
Le puse Rufino Tamayo, en honor al pintor mexicano; yo no conocía la obra de Tamayo sino hasta que hace unos años fuimos a México y, viendo uno de sus murales, me dije: este sería un gran nombre para un gato (dicho y hecho).
Rufino Tamayo es un gato hedonista, flojo y dormilón. Es pegote también. A veces duerme con nosotros, a veces con mi hijo. Le gusta ponerse a los pies o al lado de uno, bien arrimado. A veces, cuando leo en cama, se pone encima de mi guata.
También le gusta dormir en mi silla de tela negra del escritorio —siempre colmándola de pelos color crema, casi blancos—, o echado en el piso flotante, al lado del fuego de la estufa. A veces lo veo dormir al sol, plácido, con los ojos entrecerrados, en algún rincón radiante del patio.
Schopenhauer, en El mundo como voluntad y representación, escribió: «Sé muy bien que, si yo le asegurase en serio a cualquiera que el gato que ahora juega en el patio sigue siendo el mismo que hace trescientos años daba allí los mismos saltos y hacía las mismas travesuras, me tomaría por loco; pero sé también que es mucho más loco creer que el gato de ahora es total y radicalmente distinto que el de hace trescientos años».
Esa imagen de los gatos como sombras pasajeras de un felino eterno tiene su encanto, comenta John Gray, sin embargo, cuando él piensa en los gatos que ha llegado a conocer, no son sus rasgos comunes lo primero que se le viene a la cabeza, sino las peculiaridades que los diferencian.
Rufino, por ejemplo, no es bueno cazando, a diferencia de la Lupe, que alguna vez le trajo de regalo una rata enorme y viva a mi hijo cuando tenía menos de un año (aún recuerdo sus maullidos de indignación cuando agarré a escobazos a la pobre rata al mismo tiempo que retaba a la gata).
Y aunque Rufino no sea un buen cazador, un día sí trajo ratas bebés que, flojo como es, debe haber pillado fácilmente en un nido cercano.
Mis otros dos gatos, además, eran voraces. Sus platos de comida quedaban limpios rápidamente. Pero Rufino siempre deja un concho de pellets en el plato. Siempre. Y todas las mañanas exige comida fresca; sino están recién servidos, se rehúsa a comer. Suena antojadizo —y claro que lo es—, pero su carácter no es neurasténico ni gruñón, a diferencia del Sr. Gómez, que era huraño en demasía.
No: Rufino es simpático, se da con la gente. Si uno pone la mano en el aire, él alzará su cabeza en esa dirección y se auto acariciará con la palma levantada. Es un truco que siempre muestro a invitados que vienen a casa. No falla.
También le gusta callejear. Una vez desapareció tres días completos. Es la única vez en que he pegado carteles de gato perdido. Reapareció solo, una mañana, como si nada hubiera pasado, exigiendo comida. Desbordado de emoción, lo abracé y le pedí que por favor no volviera a ausentarse por tanto tiempo.
Rufino me miró de vuelta con indiferencia, como tildándome de histérico y diciéndome, con sus ojos azules penetrantes, que dejara de joder, que quería descansar después de tres días de parranda.
En otra ocasión, tuve que llevarlo a la veterinaria porque andaba con un ojo hinchado, legañoso. Se portó muy bien, no intentó arrancarse, ni siquiera saltó cuando recibió un pinchazo con antiinflamatorio. La veterinaria además le echó gotitas antibióticas en los ojos. Y mientras él recibía estas curaciones, yo le hacía cariño en su cabeza, en el lomo, y pensaba: si se porta así de bien es porque confía en mí.
También le decía a la veterinaria: Rufino es un excelente gato, un gran compañero. Es curioso, pero uno ni siquiera sabe que siente esas emociones sino hasta que las verbaliza. Sólo cuando uno las pone en palabras, se cae en la cuenta de lo profunda que es esa amistad felina.
Ahora, mientras escribo esto, Rufino aparece caprichosamente, lo que equivale a decir: cuando él quiere, un par de veces, en horas espaciadas; la mitad del día está fuera de la casa y, cuando está acá, por lo general come o duerme. Pero ahora aparece, y se acerca a mi escritorio, donde se encuentra su plato de comida.
Después de comer, se pone debajo del mueble, muy cerca de mis pies. Entonces me muerde los dedos y me araña el empeine; con mis pies le acaricio la cabeza y el pelaje aterciopelado en la zona de su panza, como tratando de ganar tiempo para terminar este texto, y a ratos él se deja, pero luego vuelve a morderme y a arañarme.
Quiere, evidentemente, que lo pesque; sabe que lo que sea que yo esté escribiendo no es más importante que la atención que debo depararle. Sin embargo, como siento la necesidad de cerrar de una vez este párrafo, no me detengo, sino que persisto en la escritura, y luego lo veo partir inconmovible a sus andanzas habituales.
Pronto lo veré saltando el cerco negro que se asoma por fuera de mi ventana, y en los tejados que colindan con el patio, su lugar favorito para pasear, porque allí suele encontrarse con un gato gris o con la gatita preñada de tres colores, sus comparsas habituales.
Lo veo lamerse el pelaje, quedarse mirando al gato gris, y luego, cuando éste se aleja, seguirlo por detrás de los arbustos del vecino hacia ese mundo complejo y enigmático que siempre, por más que yo escriba sobre él, estará velado para mis ojos humanos.

 

 


 

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Por José Miguel Martínez.
Texto publicado en CINE Y LITERATURA, 03 de septiembre de 2023.