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Entrevista a José Miguel Varas

"El humor es una enfermedad del sentimiento"

Por Álvaro Matus
Revista de Libros de El Mercurio, viernes 25 de agosto de 2006

El reciente ganador del Premio Nacional de Literatura pasa revista a su trayectoria, se refiere a la actual literatura chilena y anticipa, en exclusiva, su esperada novela: "Milico".


Hay personas que creen que todo lo que se hace con cara seria es razonable. Otros, en cambio, ven en lo solemne, lo trágico y hasta en lo triste, algún elemento cómico. Saben que la existencia humana tiene mucho de absurdo: encuentran el objeto perdido en el último cajón que abren, asumen que los pensamientos se pasean detrás de los ojos, sueñan con que la mejor representación del infinito es un plato de tallarines. Así se explica el humor, siempre fino y compasivo, del reciente ganador del Premio Nacional de Literatura.

En la conversación de José Miguel Varas (1928), entre fotografías familiares, muñecas rusas y otros tantos recuerdos de sus viajes, afloran con absoluta naturalidad ciertos episodios extravagantes. A los 18 años, para financiar la edición de su primer libro, vendió la máquina de escribir en la que había escrito la novela. Años más tarde, entró al diario El Siglo porque quería hacer periodismo sindical y de población, dos frentes típicos de ese medio. "Pero como hablaba idiomas —recuerda el autor— me pusieron en cables. Me pasé dos años trabajando con papeles, que era lo que no quería, aunque de todas maneras tomé contacto con gente que venía de otro mundo". Otro dato: en los ochenta, con José Donoso y Sergio Pitol en Moscú, concluyen que por esas tierras la felicidad nunca sería perfecta: después de recorrer numerosos cafés, constataron que los que vendían panqueques con caviar no estaban autorizados para vender alcohol, así que había que comérselos con café con leche. Y los que sí vendían vodka no preparaban los famosos panqueques, pues se limitaban a ofrecer dulces típicos.

A días de haber recibido el galardón más importante de las letras nacionales, a Varas parece no preocuparle mayormente el lugar que su obra ocupa en nuestra historia literaria. Más que de la posteridad, al autor de Porái y El correo de Bagdad le preocupa la preteridad. La vida. Su vida. Y la de su padre, que era coronel de artillería y escritor, pero que ahora, literatura mediante, se ha transformado en uno de los ejes de su esperada novela: Milico.

—¿Cómo era la relación con su padre cuando era niño?
—Teníamos un intercambio muy grande en torno al tema literario. Él era oficial del ejército, pero además escritor. Publicó cuentos que son parte de mi educación y que generaron, aparte del afecto, admiración. Era un hombre con un extraordinario sentido del humor, muy aficionado al chiste y a los juegos de palabras. Escribió obras de teatro como "Juan Moyano, profesor de castellano", que delatan su veta satírica.

—¿Qué tipos de cuentos escribía?
—Relatos militares. Editorial Nascimento publicó en 1929, es decir, cuando yo tenía un año de edad, un libro que se llama Soldados. Hay un cuento, "El cadete 131", que es bastante autobiográfico y para mí es lo más notable que escribió. Es su ingreso a la Escuela Militar, experiencias que después yo he vinculado con Las tribulaciones del estudiante Torless, de Musil. Está el problema del sadismo, esa cosa que existe en el mundo militar y en casi cualquier grupo juvenil en que se establecen normas de conducta y donde hay abusos y jerarquías establecidas en torno a la capacidad física. En el libro Mi visión hay otro cuento que siempre me impresionó, sobre un grupo de militares conspirando, que es algo que él rechazaba con mucha energía. Está ambientado en una casa de Avenida Matta. Los militares están conversando con qué unidades pueden contar cuando, en eso, el vigía, el tipo que estaba observando cualquier anormalidad callejera, avisa que se vienen acercando tropas en formación. Se ponen muy nerviosos, empiezan a escuchar la banda de guerra, se esconden cuando el sonido es más fuerte. Pero luego la música se empieza a debilitar. Los conspiradores se asoman y se dan cuenta de que eran boys scout marchando.

—Pero en "Milico" también está la faceta militar...
—La parte inicial del libro es completamente retrospectiva. Mi padre murió el año 1963, en el Hospital Militar. Estaban los parientes y algunos amigos, pero a partir de cierta hora todos se empezaron a ir y yo me quedé solo. Pasé la noche en vela, con él en una capilla, su cuerpo en un ataúd, pero sin tener ninguna sensación especial de tragedia o dolor. Más bien estuve recordando; una forma de hacer el duelo. En el libro, el personaje que está inspirado en él muere la tarde del 10 de septiembre de 1973, y en el curso de esa noche ocurre el Golpe Militar. El otro protagonista, el hijo de este coronel, empieza a recordar. Las vidas del padre y del hijo están entretejidas con las cosas que estaban pasando en el país.

—¿Le ha costado reconstruir aquella época?
—Hay varios capítulos que no me han sido fáciles sobre el clima del Chile de la dictadura, porque yo no estaba aquí. Es una novela bastante claustrofobica, porque estar clandestino es, en el fondo, no salir. Bueno, esto se enlaza después con una historia de amor muy antigua, cuando este hijo era un muchacho. La otra cosa... no sé cómo decirlo, pues no intento probar una tesis, pero con esta novela sí quería mostrar realidades distintas, que hay otro tipo de militar, no necesariamente el milico bruto.

—Hay un juego con el título entonces.
—Milico es una palabra muy curiosa. La he escuchado en boca de militares con un sentido positivo: "Este es un oficial muy milico", como quien dice que este tipo es muy recio, firme, responsable con su deber, con mucha capacidad de mando. Pero la forma vulgar le da otro significado. Me expongo a muchos errores, porque bueno, los militares cambiaron mucho a lo largo de los años.

—En "Quesillos", uno de sus primeros cuentos, usted expone la relación de un adolescente con un padre militar que ya no lo entiende. ¿Hay algo de eso en "Milico"?

—Sin duda. Tanto es así, que ese cuento está incorporado al libro como un episodio recordado. Una trampa que uno tiene derecho a hacer ¿no? Yo entré a estudiar Derecho por una presión "amistosa", porque mi padre nunca presionaba duramente. Él quería que yo fuese profesional universitario, con un cartón, porque su vida, como la de muchos militares de su tiempo, era bastante espartana. Pero cuando entré a trabajar en la radio ya había publicado Cahuín y tenía claro que iba a ser escritor.

—¿Y cómo fue el ejercicio de "autorretrato", considerando que el hijo de este militar comparte muchos rasgos suyos?
—No sé cómo definir eso. Jaime, el personaje, indudablemente se me parece. Hay mucho de lo que piensa y de la forma como actúa que tiene que ver con mi propio carácter, pero por otra parte las cosas que le pasan, la historia de amor, es totalmente ficticia. Según mi experiencia, todas las cosas tienen relación con una experiencia vivida, pero no es algo literal.

—Saliéndonos de "Milico", ¿qué impacto han tenido los viajes en su literatura?
—Me han marcado mucho. Una vez saqué la cuenta y había estado en todos los países del mundo con "i", menos Irán. Como uno queda trasplantado a otro medio, parece que se produce una intensificación de las experiencias. La realidad de todos los días te va embotando, pero al viajar ves otras cosas y cuando vuelves, además, te das cuenta de que tu país ha cambiado. Los viajes, en realidad, son una pasión.

—¿Qué es para usted el humor?
—Una enfermedad del sentimiento o quizá una especie de astigmatismo de las neuronas lo que ocasiona una mirada distorsionada de la realidad: cualquier circunstancia es vista como algo cómico. Reírse en un velorio, por ejemplo, cuando todos están llorando. Evelyn Waugh es un gran novelista en esta línea, y era uno de los escritores favoritos de Manuel Rojas. El humor es verse a sí mismo, observar lo ridículo del comportamiento propio y de los demás, pero a partir de uno.

— ¿Por qué escasea el humor en la literatura chilena?
—Tal vez escasea el humor en Chile, aunque eso es muy contradictorio. La manera de ser de la gente, en sus diálogos cotidianos, posee múltiples manifestaciones de humor; pero sin embargo esto ha sido poco tratado literariamente. En Manuel Rojas hay humor, y desde luego en José Santos González Vera, pero más todavía en Jenaro Prieto. El socio es un libro estupendo y de una actualidad tremenda, con todos los especuladores de la bolsa. Es una novela hasta metafísica.

—Literariamente hablando, usted ha tenido un segundo aire desde el 90 hasta hoy. ¿Se sintió parte de la Nueva Narrativa por el hecho de publicar en la misma editorial y en la misma colección que los autores jóvenes?
—Bueno, yo era un viejo narrador comparado con los otros, pero me caía bien ese grupo de escritores. Estoy hablando de Gonzalo Contreras, Sergio Gómez, Alberto Fuguet. Mala onda fue uno de los primeros libros que leí a mi regreso y me impresionó mucho. Pero es innegable que yo tenía otros vínculos, con escritores de generaciones anteriores, como Neruda o el propio Manuel Rojas. A José Donoso lo conocí por una amiga común que me iba contando el proceso de escritura de Coronación. Parece que Pepe le contaba a ella y ella a mí. Tengo gran admiración por El obsceno pájaro de la noche. Me impresionó la parte oscura, tenebrosa, ese reverso de la realidad.

—Da la sensación de que los nuevos narradores envejecieron más rápido que usted. ¿A qué cree que se debe?
—Me resulta difícil decirlo. Pero Fuguet ha seguido escribiendo. Tinta roja me pareció un libro interesante. Lo que pasa es que ha incursionado en el cine; no ha seguido una carrera estrictamente literaria. Y bueno, otros han perdido el impulso. Chile está lleno de escritores brillantes de una sola obra, o de dos o tres libros, pero nada más. La sociedad chilena no estimula mucho la actividad literaria, que por lo demás reditúa harto poco, salvo los casos excepcionales de Isabel Allende y Marcela Serrano.

—¿Hay autores más jóvenes que le interesen?
—De Rafa Gumucio soy un gran admirador. Me río mucho con él. Leí Memorias prematuras y siempre veo sus artículos. En general trato de estar más o menos al día, pero ahora me cuesta un poco estar leyendo lo último de lo último.

—Se ha dicho que la concisión y exactitud de sus relatos se los debe al periodismo. ¿Piensa lo mismo?

—No tanto. Lo que el periodismo me aportó fue una gran disciplina para trabajar. Eso de que hay una página en blanco y hay que llenarla como sea. Sí hay autores que me han influenciado en su forma de mirar el mundo. A través de Jean Giono, por ejemplo, descubrí una manera de escribir sobre la gente más humilde, más modesta, transfigurando esas vidas elementales con un sentido poético. Además, debo reconocer el impacto de la literatura norteamericana. Leí muchísimo a John Dos Passos, Manhattan Transfer y sobre todo la trilogía El Gran Dinero. Y Steinbeck en Las uvas de la ira o En dudosa batalla. Pocas veces se ha mostrado el mundo obrero de esa forma. Hay muchas otras lecturas, Felisberto Hernández y Gogol, que podrían demostrar que uno es un mosaico de cosas.

 

 


Testimonio de Cristina Varas, su hija traductora

Lo primero que quiero destacar sobre José Miguel Varas cuando trabaja es su enorme capacidad de concentración. Una vez que se instala frente al computador es como si se metiera adentro del aparato, y es bastante difícil lograr que escuche algo (por ejemplo, al avisarle que tiene una llamada telefónica) y aun más conseguir que despegue la vista de la pantalla. Puede pasar cualquier cosa a su alrededor, él sigue concentradísimo, sumergido, entregado a lo que está haciendo. Tiene, además, una gran disciplina y se pone horarios, se programa para trabajar de tal a tal hora y lo cumple.

No sé mucho sobre su proceso creativo propiamente tal, por su característica —una de las principales— de persona sumamente reservada. En cierta medida lo prefiero así: me gusta la sorpresa de abrir un libro nuevo de mi padre, ya publicado, y recién entonces leerlo. En todo caso, su correctora de toda la vida, la mejor que puede existir, siempre ha sido su esposa, Iris Largo.

Como padre-escritor, José Miguel ha sido muy importante para mí. En primer lugar, le debo la compulsión lectora. De la infancia más remota lo recuerdo leyéndonos libros todas las noches, antes de dormir. Recuerdo, por ejemplo, cuando nos leyó Alicia en el país de las maravillas en varias sesiones, de manera que esperaba con impaciencia la noche para seguir escuchando.

En muchas ocasiones lo he oído expresar su admiración por los clásicos de la literatura rusa, que —tengo entendido— eran además una de las literaturas preferidas de sus padres, mis abuelos José Miguel y Elvira. En especial, autores como Tolstoi, Chéjov y, de los más contemporáneos, de principios del siglo XX, poetas como Mandelshtam y Tsvetáeva, y el gran novelista Mijail Bulgákov. Además, el poeta y amigo suyo, Evgueni Evtushenko.

Desde que empecé a hacer traducciones de literatura rusa, hace unos seis años, él ha sido un apoyo fundamental. Sobre todo en los últimos dos trabajos, que fueron las novelas Corazón de perro, de Mijail Bulgákov, y Sónechka, de Ludmila Ulítskaia, ambas publicadas por Lom. En esos dos casos tuve el privilegio de contar con él como corrector y como editor de algunos párrafos especialmente complejos y "porfiados" al traerlos al español. En ese trabajo conjunto pude apreciar su nivel de exigencia y su rigurosidad en el proceso de buscar la palabra o la expresión adecuadas, y al mismo tiempo la facilidad con que encuentra soluciones para esas dificultades.


* Cristina Varas aprendió ruso en la ex URSS, donde hizo su educación básica y media. Es Licenciada en Letras de la Universidad Católica

 

 

ANTICIPO DE SU NOVELA "MILICO"

En el bar subterráneo del viejo Club Militar, frente al Municipal, estamos sentados a una mesita que parece miniatura ante el corpachón del mayor Schultz, El Percherón Schultz, lo llama mi padre. Su cuerpo inmenso se sacude y tiembla con sus carcajadas, que parecen relinchos profundos. A través de su boca muy abierta puede verse claramente el interior de sus gruesas mejillas, el paladar rojo, las hileras de los dientes y muelas, la faringe, la campanilla. Sus risotadas, con salpicaciones de saliva, apagan el estrépito que producen los tres jugadores de cacho de la mesa vecina agitando los dados en sus vasos de cuero, dando golpazos sobre la cubierta de mármol e intercambiando a gritos desafíos y réplicas. Mi padre observa al mayor Schultz con su conocida sonrisa irónica.
—Hasta los quince años el padre tiene que ser un Dios para su hijo. Después, pasa a la categoría de viejo imbécil —proclama el Percherón y se celebra con otro relincho.
—¿Y tú, qué piensas? —me pregunta mi padre.
—No sé. Yo tengo catorce años.
Hay un silencio de sorpresa. Luego estallan los dos en grandes risas. La del mayor duplica en volumen la de mi padre.
—O sea que, cuando tengas quince...
—Ahí se verá.
El mayor hipa y ruge:
—Esta sí que es buena... ¡Tiene catorce no más! Merece un trago —levanta su jarra de cerveza—: ¡Salud!
Mi padre bebe un poco de su vaina en jerez. Yo tomo un trago de horchata demasiado dulce.

 

 

Varas frente a la crítica

 

Cuentos completos (2001)
Por Ignacio Valente

"Los relatos no han sido ordenados según su fecha de creación, sino según sus afinidades temáticas y ambientales: la infancia, la radio, la prensa, el exilio, Rusia. De todas partes y tiempos brota esa mayoría de vidas mínimas, esa abundancia de una cuasi picaresca chilena de los barrios, las escuelas, las oficinas, los bajos fondos, los medios de comunicación, la cultura, la pseudo-intelectualidad: toda una tipología nacional espontánea, oblicua, no programática, a menudo conmovedora por los leves trazos que la dibujan como al pasar. Entre líneas —detrás de ellas— sentimos la mirada amable del autor, una mirada comprensiva de cuanto hay en el mundo, sin excluir —al contrario— el dolor y el mal en sus innumerables formas, sólo que atemperadas por la sobriedad ya dicha".

 

La novela de Galvarino y Elena (1995)
Por Ignacio Valente


"Su virtud es nada más y nada menos que esto: decir algo, darse a entender bien en el dialecto de la tribu, hacer circular el pensamiento en forma rauda y límpida a través del más llano de los idiomas. Es el difícil arte de juntar una palabra con otra y otra, de modo que el significado fluya, se deslice claro y fácil: cosa en extremo difícil, meritoria y deleitosa. Alone habría estimado esta prosa, que en cambio puede desencantar a cierta crítica académica, que exige artificio —más que invisible arte— para dar a un texto su patente de literatura".

 

El correo de Bagdad (1994; reedición 2002)
Por Ignacio Valente


"José Miguel Varas pertenece a la mejor tradición de narradores chilenos, que proceden del periodismo, y que, a la manera de Joaquín Edwards Bello, traen de ese origen sólo virtudes: amenidad, soltura de lenguaje, sabor de vida. Varas dirigió un día el diario "El Siglo", y durante su exilio trabajó en Radio Moscú. Sus ideas políticas actuales, que no son significtivas o explícitas en la presente novela, están dotadas de una sensible libertad de espíritu, no exenta de un suave humor desmitificador. El relato consiste en un legajo de papeles, cartas de Checoslovaquia fechadas entre 1960 y 1962, encontradas en el archivo de "El Siglo", y que un periodista se limita a presentarnos a medida que las lee en 1973. La ficción o convención narrativa es doble: el haber "encontrado" ya escritas estas viejas y extensas 'epístolas'"

 

 

 

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"El humor es una enfermedad del sentimiento".
Entrevista a José Miguel Varas.
Por Álvaro Matus.
Revista de Libros de El Mercurio, viernes 25 de agosto de 2006.