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PAISAJES DE LA DERROTA[1]
Presentación del libro de Antonio Rioseco

Por Jorge Polanco Salinas
Valparaíso, 9 de octubre, 2009.

 

 


Salir a caminar los domingos por Valparaíso no se asemeja mucho a la idea acuñada de esta ciudad como un lugar poético. Atravesar las calles adoquinadas de los cerros, pasar entre las casas vetustas y desvencijadas, y llegar a la feria de antigüedades, por señalar una odisea de fin de semana, parece más un paseo por las ruinas que la caminata por una ensoñación. Se necesita demasiada imaginación como para hacer caso omiso a los vendedores en la sobrevivencia y a los escombros que se venden como antigüedades que tanto les gusta a los turistas. En este rumbo me encontraba, caminando a la plaza O’Higgins, mientras pensaba en  La derrota del paisaje  para esta presentación. No creo que haya sido fortuito. Varias imágenes se venían a la cabeza, a las que intentaré aludir a medida que avance en el texto, y entre ellas recordé la primera vez que Antonio Rioseco me habló de su libro. Fue, creo, en el dos mil siete.

Nos encontrábamos conversando en El canario, no tengo claro por qué, y empezamos a charlar sobre su escritura. Me parece que había leído su poema premiado por la revista Antítesis, “Nueva York, 1980”, del cual conservaba ese revelador verso “el poema ya está escrito/ se llama John Lennon”. Quizás la cronología no corresponda exactamente a la realidad, pero mi memoria lo conserva así. Me dijo que estaba preparando un libro que constaba de veintisiete poemas. Me llamó la atención la cifra. ¿Por qué ese número exacto? Le pregunté si era como los deportistas, que eligen las camisetas de acuerdo con su edad.

Lo cierto es que Rioseco es un escritor riguroso y autocrítico. Han pasado casi tres años de esa conversación y el poeta prefirió macerar su poemario en la brevedad y contundencia, en vez del exceso con que usualmente parten algunos poetas. Hay una opción, una decisión consciente por ofrecer una publicación acabada. No me parece interesante un primer libro de poesía que busca validarse a través de prólogos o afines con el propósito de guiar la mirada y solventar los textos más allá de sí mismos. No existen recetas en poesía, pero prefiero a los escritores que intentan componer su trabajo en la incertidumbre de la escritura, ofreciendo el poema a la conversación entre amigos. Esta última es la intención que veo en la primera publicación de Antonio: la edición sencilla, de una austeridad radical, hace emerger el título del libro en un fondo crema sin mayor aspaviento, como si deseara acentuar la defensa solitaria de la poesía.

Una palabra sobre este aspecto: Ediciones Inubicalistas nació de una humorada del último número de la Revista la piedra de la locura, donde se crea un movimiento poético que parodia al infrarrealismo, jugando con la marginalidad de poetas que quieren ser realmente marginales. Todos ellos se unen y conforman un movimiento de escritores inubicables. La intención irónica de la revista se tradujo en esta editorial de poesía. Quizás sea excesivo llamar “colección” a los dos libros que llevan publicados, pero los inubicalistas declaran que ya verán, que hay más poetas marginados de los marginales y que, además, viven en provincia. Aun cuando el nombre de la editorial nació como una tomadura de pelo, creo que es interesante observar cómo existen maneras imaginativas de oponerse al fetichismo del mercado. Por lo demás, los editores y el poeta trabajan en la confección de los libros, sin otra intención que el delirio de la poesía.

Volviendo al bello título del libro, éste indica algo sobre los lugares en que los poemas se desenvuelven. El paisaje es un recorte de la mirada; un montaje, un escalpelo configurado por el arte, que se opone a la frondosidad de la naturaleza. La palabra “derrota” presume una lucha que se libró anteriormente; alude a la consecuencia que trajo consigo la pérdida ante un medio ambiente salvaje. Pero esta pugna tampoco significa que haya triunfado la ciudad. El paisajismo guarda una relación controlada y melancólica con la naturaleza. El jardinero la cultiva recortándola, arreglándola para la visión, pero sin remontarla a su ámbito salvaje, al estado monstruoso y abismante del origen. En el último verso del homenaje a Carver, poeta citadino y situacionista, aparece mencionada esa “extraña cordillera” que no dice nada acerca de su enigma. En esta derrota del paisaje, el poeta, sin embargo, no es seducido completamente por el brillo de la ciudad. Si bien parece expulsado del trato primigenio con lo natural, tampoco se entrega a la exaltación del merodeo urbano. Los lugares que habita son espacios cerrados. Aguarda, observa y disfruta “el primer vaso de cerveza del día”, sin llegar a ser un paseante o un extranjero que descubre con admiración novedosa el entorno.

La estancia en esos espacios funciona como refugio. Me parece que allí se muestra el temple que contiene la poética del libro. La palabra decanta en la escritura como un lugar donde se puede habitar. Aun cuando no existe una actitud laudatoria del lenguaje, tampoco se percibe una condena. La fascinación yace en la mirada serena, en que pervive un leve, casi imperceptible, sentido de la soledad, suscitada por recovecos donde el poeta observa y rememora a las personas queridas (sería difícil, en este sentido, imaginarse a Baudelaire escribiendo al medio de la multitud). El recuerdo de los amigos como el del compañero muerto, Pedro Leite; algunos íconos musicales y poéticos; la amante que se pierde entre la muchedumbre y los trolebuses mientras la observa fugarse desde el bar; o incluso la hermosa Nadia Comaneci que hace sus piruetas a la perfección; dan cuenta de una compañía en espacios cerrados que permiten refugiarse ante el desamparo de la urbe.

En los poemas subsiste una brizna de nihilismo, aceptado e incorporado en la sencillez diaria, que no alcanza a transformarse en un desgarro y derrame verbal. Aquí se me viene a la cabeza la actitud de los antiguos estoicos que buscaban conservar la distancia justa y un cuidado de sí para no ser arrasados por su época. La vuelta de tuerca a Carver es fundamental; al incorporar la extrañeza en la inquietud de lo cotidiano se sale de un nihilismo lacerante. Es una actitud de sospecha, de leve escepticismo y apertura, que en vez de transformarse en acritud recala en una aceptación del mundo en su llaneza. En esta perspectiva resulta gracioso este talante en el poema dedicado a la madre que viene llegando de Europa sin nada más que contar que el mal olor y lo caro que cuestan los cigarrillos. No existen condenas, recriminaciones, victimizaciones o resentimientos; hay un lazo amable y desamparado de la escritura que asimila la derrota como una actitud cotidiana, exigiendo de la vida gestos mínimos pero significativos, como “cuando en la casa sólo quedan los cimientos / (…) el rumor de las pisadas”. En esta manera de habitar, los poemas expresan calidez, aunque contengan una tenue gota de amargura. Antonio escribe de las situaciones en un ritmo que las demora. La aceptación de las vivencias es una asimilación del tiempo, aunque hay algo en su escritura que anuncia una experiencia decantada, como si hubiese vivido más de lo que dice. En el poema “La ciudad deshabitada” se presiente la antigua vida de los muertos, latente en “los ataúdes que siguen intactos bajo la tierra”, revelándose como una “calle extraviada en la memoria”. Sin narrar una épica -¿desde dónde se podría en la actualidad?-, la sencillez de las situaciones revelan la extrañeza de lo cotidiano.

Ciertas imágenes podrían vincular a Antonio con la sensibilidad de la poesía “lárica”, sobre todo por cierta dosis melancólica que muestran sus poemas; pero dicha melancolía está trazada a cuenta gotas. (Por lo demás, como se colige de Freud, ¿no es el oficio poético una labor de pérdida, de duelo?) El cierre de los poemas no culmina en un golpe, por ejemplo, sino en un movimiento de vibración. Es interesante particularidad que deja en el lector, la seña de una alegoría; en su simple apariencia los textos dicen también otra cosa. La diafanidad de los poemas, en la que colabora la brevedad y el estilo narrativo, permite que el lector perciba los textos como si fueran extractos de una conversación entre amigos, que no concluyen ni se cierran definitivamente. Es un recorte, un paisaje, donde la naturaleza ha quedado relegada al agreste campo que, supuestamente, los abuelos del poeta robaron a los mapuches. No la añora, porque –esta es la paradoja- la ciudad otorga la amargura necesaria. Es decir, no podría volver a los supuestos orígenes, que se los deja a los primeros pueblos, aunque tampoco se siente pleno en la urbe. En el poema “Artes y oficios” quizás exista una clave para entender esta ambigüedad; el texto dice: “de pie / escribo”. Al leerlo, recordé una frase de Nietzsche que señalaba, rescatando una anotación de Flaubert, que escribía caminando, puesto que el pensamiento que transfigura el mundo avanza con pies de palomas; la escritura que quiere unirse a la vida no se conforma en quedarse momificada. Necesita escribir de pie, captando el fulgor del mundo. Esta actitud es la de los poetas que desean nombrar mostrando, como si trajeran a presencia viva lo que versifican. La escritura poética que se concibe sin certezas e inconformista, siempre quiere evocar algo más allá de lo que cerca el paisaje, insinuando con su palabra aquello que la excede y la derrumba.

¿No es esto una bella derrota?



[1] Valparaíso, 9 de octubre de 2009.


 

 


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