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¿Ésta es la ciudad que hemos escogido?
Sobre Sala de espera, de Jorge Polanco Salinas

Por Macarena García Moggia

 

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Dar con el sentido de una casualidad puede demorar. Todo depende, creo, de las circunstancias en que uno se encuentre, en qué medida anda uno leyendo, buscando claves para entender el presente o lo que sucede alrededor. Encontrar en la calle una carta, un cuatro de corazón, por ejemplo, puede cambiar el destino de un verano solitario como le ocurre a esa muchacha en Rayo Verde de Éric Rohmer, pero puede ocurrir también que te caiga el estiércol de una paloma en la cara y sólo atines a limpiarte con asco. No hay leyes cuando se trata de lo inesperado, o quizá la única ley sea que si hubiese allí algún sentido, sólo podremos saberlo después, cuando una casualidad se combine con otra y otra y las piezas se ajusten como en un juego de Tetris.

Es posible que se trate de una superstición puramente literaria, de esas que se multiplican con el monólogo interior. Lo cierto es que el libro de Jorge cayó en mis manos de esa manera: fue un encuentro improbable, en una librería improbable, en una ciudad improbable, lejos ambos de Viña del Mar y la librería en la que alguna vez no conocimos, recién llegados a esta ciudad europea que promete tanto más de lo que ofrece. Jorge sacó entonces su libro del bolso y ya sentados en un café en la otra esquina de la Central de calle Mallorca con Balmes lo firmó y me lo regaló esperando, me dijo, que me gustara. Una semana después lo leí. Una semana después se lo comenté. Una semana después me senté a escribir algo, pero no logré nada. Y a la siguiente tampoco y la siguiente tampoco. El libro debía, lo veo ahora, permanecer en remojo. Mientras, pasaba los primeros meses en esta ciudad sumergida en un tiempo incierto parecido a la espera.

*

“Allí estás en una cama de hospital, / tienes que revisarte, / operar el silencio de las palabras / y restarle miedo a los resultados”. Así comienza Sala de espera, trayendo de inmediato el eco, las reverberaciones del poemario que le precede, Las palabras callan, menos lírico a primera vista que éste, mucho más económico además en su apuesta formal. Si antes eran las palabras las que buscaban el silencio, ahora parece ser que el silencio fracasó, y el lenguaje y sus metáforas avanzan, se imponen como el cáncer y sus metástasis en un cuerpo enfermo. Es “la conciencia que nace de la enfermedad” advierte la misma voz, que hipnótica en los primeros poemas le habla a un sujeto que todavía aguarda el momento de irrumpir en la escena; “¿quién eres ahora?”, le pregunta, sentado allí, mientras imágenes de la memoria desfilan ante sus ojos como en una pantalla de televisor colgado al techo de una sala de espera.

En un primer plano, un hombre se interroga acerca de cómo llamar a las cosas por su nombre “si es necesario seguir viviendo / a pesar del amor a los muertos”. En el segundo, de fondo, la muerte, “un cáncer que aparece y arrebata”, el ataúd de un padre que pesa en las manos de sus hijos. Entre uno y otro, el libro nos conduce por poemas largos y de ritmo sostenido, sumergiéndonos en una especie de túnel por el que avanzamos a una velocidad lenta pero vertiginosa a través de escenas en blanco y negro que nos remiten a una historia individual y también colectiva. Es el pasado de Chile y el siglo XX que retorna de su exilio, como dice un verso, con toda la violencia y su efecto traumático. Entonces cercos electrificados, prácticas de tortura y campos de concentración irrumpen de pronto a la manera de un flash back, a la vez que insiste en varios momentos la figura del parpadeo, la de un ojo que ha visto demasiado y que solo encuentra descanso en el automatismo de ese gesto. Como si la intensidad de lo real se concentrara allí, justo en la mirada: “el ardor se concentra en los párpados”, “Para darle racionalidad a tus parpadeos / empezaste a usar metáforas de la naturaleza”, “la vida se renueva, / reproduce el olvido con cerrar los ojos”, “Al cerrar los ojos por un segundo, / como a punto de morir congelados, / las palabras arrojan manotazos sigilosos”, “las ideas tienen un suelo barroso y aterido / arraigado al frío de los rieles que todavía / se usan como párpados de la muerte”. Todas variaciones posibles del Ojo del tiempo de Paul Celan, ese ojo que mira torcido bajo una ceja de siete colores, con párpados lavados por el fuego y lágrimas de vapor.

Polanco es buen lector de literatura testimonial y en su libro se dejan ver numerosos rastros de esa tradición ligada a la representación de lo traumático, de una realidad despedazada, un campo de batalla al borde del cual solo quedan las palabras, dice el final de uno de los poemas. Lo sugiere el mismo epígrafe, tomado de Ilse Aichinger: “Sumándolo todo, había más salas de espera que salas. Más esperanza de la que podía colmarse…”, y quizá también la frase que se propone como subtítulo para el libro, (Guijarros de la realidad), cuidando el entre paréntesis. Aunque esos guijarros de la realidad pueden funcionar a la vez como esas piedrecillas que Molloy, de Samuel Beckett, se pasaba de un bolsillo a otro, o como esos objetos que Malone en Malone Muere intentaba perder lanzando al agua para que vinieran otros, pero que siempre volvían a la superficie porque no había modo de hundirlos en el mar. Porque es también la estela del aburrimiento la que da lugar a estos poemas: “La despedida busca esa materialidad de detalles / que el aburrimiento provoca en la sala de espera”. El aburrimiento de un hombre cansado que se pasa la tarde viendo noticias, por ejemplo, o el de un insomne que entre desvelos practica el rito de la higiene mental.

La unidad lograda en el tono del libro permite no obstante distinguir con cierta claridad algo así como tres momentos. En el primero, una voz interpela, decía, a un sujeto pasivo que es observado en su propia forma de esperar, conminado a la vez a explorar en la memoria de unos días remotos cuyo sentido no acaba de advenir. Ese sujeto es un joven, pero también un anciano, un hombre de cuarenta años y una mujer mariposa nocturna “que a veces se golpea / en la ventana buscando luz”. En un segundo momento, ese sujeto, proteico, se incorpora, aparece un yo y un nosotros que se apropia de su experiencia en una serie de poemas -Pira, Música incidental, La peste, A contramano- que proponen cada uno acercamientos diferidos a una misma imagen, a la vez que reflexionan sobre la incapacidad de los lenguajes disponibles –el lenguaje del arte de avanzada, por ejemplo- para dar cuenta de la realidad. Llegando al final, ese sujeto parece disolverse, dejando que emerja con más fuerza una voz que ya venía apareciendo en cursiva a lo largo del libro, a la manera de un canto que trae resonancias líricas de una historia mayúscula, y que acaba imponiéndose en sus sentencias –“la muerte es un vegetal que se va pudriendo”- y preguntas demoledoras: “quién dará justicia a ese rostro / cincelado duramente, en piedra / anónima y cruel que moldea la realidad”.

Así, en el último poema, Ferrocarril Belgrano, el tiempo quieto de la espera se ve alterado formalmente, en la transposición de estrofas, pero también metafóricamente, y como en el film Europa, de Lars Von Trier, nos subimos a un tren que avanza impune -“con la impunidad del lenguaje”- a la velocidad de una ciudad moderna, tan rápido, se dice, como la escritura o la vida. Como si ya no quedara tiempo o el tiempo de la espera se precipitara en un abismo.

*

Hay unos versos en Sala de espera que citando a Kavafis dicen así: “¿Ésta es la ciudad que hemos escogido? / No es ni Ítaca ni Fenicia. / No has vuelto claro en conocimientos ni sabiduría”. Es la condena de una ciudad, de toda ciudad escribió también el griego:

… Para otro lugar -no esperes- / no hay barco para ti, no hay camino.

Barcelona, noviembre 2011



 

 

 


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