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LA EDAD IMPENSADA


Jorge Sáez Hadi
Del libro “El Festín de los cuervos”
Editorial Génesis – Chile- 2004


A los ancianos les encantaba escuchar a esos evangelistas que todos los fines de semana se apoderaban de una tribuna en la plaza y procedían a pasearse en una circunferencia imaginaria de tres metros, con un micrófono en sus manos, conectado a un equipo de sonido, con el fin de anunciar la inevitables calamidades que vendrían por culpa de la maldad humana y exigían arrepentimientos y en ciertos casos dejaban invitados a los concurrentes a integrarse a una de las trescientas iglesias protestantes que funcionaban en la ciudad y, en consecuencia, a elegir una interpretación de la Biblia entre el mismo guarismo de opciones y así, arrimarse a la vida eterna. Yo los distinguía cada vez que pasaba por el lugar con el fin de efectuar algún trámite en la única oficina de la entidad bancaria. Por aquel tiempo yo escuchaba “Tío Alberto” de Paul MacCartney y me deleitaba con la voz de la Karen Carpenters. A mis dieciséis años me sentía muy lejos de la fugacidad de la vida, de los enfermos terminales que agonizaban en las salas de cuidados intensivos, de los engaños, las envidias y de toda la gama de antivalores posibles que en diversos grados se cobijaban en el alma de ciudadanos de cualquiera posición sociocultural. Mi entorno era placentero y alegre, en suma, pensaba que el bienestar era permanente, que esas historias de dolor y de muerte que nos narraba la Señora Reinera, nuestra niñera de infancia, al estar mi madre en viaje de negocios, sólo existían en su imaginación. Se me erizaban los pelos al oírlas, aunque después de vencer al insomnio y despertarme, a la mañana siguiente, terminaba parodiándolas.

¡Qué dominio de escena! ¿Qué valentía! Discurría, al frenarme por un instante a escucharlos un par de minutos. No sólo los ancianos guardaban silencio al oír su voces gemebundas y clamorosas, sino toda la gama de personajes que por el azar se hallaban en ese espacio y a aquélla hora: prostitutas que circulaban hacia la asistencia pública a renovar sus contraseñas de salubridad que certificaban la retirada de infecciones venéreas; alumnos de secundaria que se habían escapado de las tediosas horas de clases; borrachos desvelados y trémulos que oían sus voces como manantiales de saneamiento para defenderse, dentro de sus mentes perdidas, del acoso inagotable de las culebras y toda clase de insectos, fraguados por el delirium tremens; dementes que por falta de recursos estaban forzados a estimular la burla o la misericordia de sus semejantes y ser la vergüenza de las autoridades en ceremonias públicas con convidados ilustres, debido a sus interrupciones desconcertantes, ajenos al ridículo y a la razón instruida; vagabundos que convergían en el sector después de haber recolectado y engullido los restos de comida pútrida, arrojados en los basurales de las esquinas, en una disputa violenta con perros callejeros y que orinaban o defecaban donde les venía en gana; rufianes disgustados por descalabros económicos, asidos por la rabia a raíz de prácticas reñidas con la ley al efectuar operaciones financieras, inhibidas por impuestos internos y la tesorería, esperando un milagro de Dios que aprobara despojar de su dinero al iluso; cesantes que engrosaban los índices de desocupación en las esquinas y que protestaban en algunas marchas contra la falta de trabajo y, en manifestaciones contrarias al alcalde, arrojaban huevos al frontis de la Municipalidad; drogadictos descaminados, tránsfugas de la razón, resignados en el desbarajuste de su mundo interno, eslabones sin sentido dentro de la cadena social, y que se regocijaban impasibles con los efectos de la droga, sin considerar la censura o la compasión de los otros; delincuentes cautelosos que todavía burlaban la acción de la justicia, a pesar de tener orden de captura; en conclusión, una diversidad de sujetos confluía allí, constituyendo el público elegido por estos ángeles del bien que osaban apostarse delante ellos y conferenciar en nombre de Dios, según decían, la palabra es sagrada y una sola, porque hoy somos y mañana, ya no somos.

Los miembros del sector pasivo, testigos del recodo final de sus vidas, estaban siempre en la plaza durante las mañanas de aire caliente y eran los preferidos por estos predicadores que aseguraban que la vida eterna era sólo posible a través de los caminos del Señor. En toda la historia no hubo excusa, ni razón que le hubiera impedido a la criatura develar los misterios de las leyes divinas y nacer de nuevo, pues el inconverso conoce muy bien su pecado y sabe que frente a Dios no tiene ninguna chance de engañar. Del mismo modo, los disidentes del cristianismo, a pesar de sus antipatías hacia estos individuos que osaban oscurecer el ánimo e interrumpir sus meditaciones con sus sermones, también los atendían, motivados por sus propios argumentos, cada vez que el agente religioso hacía un intervalo y dejaba oír música evangélica en su amplificador: “prepárate, porque sonará la última trompeta, anunciándole a todas las criaturas que los tiempos del hombre en el mundo llegan a su fin, el son del clarín anunciará el fin del día, el sin sentido de las vanidades humanas, disponte, no te duermas, El día final de los impíos se habrá perdido al derrumbarse el crepúsculo nocturno, bajo la tiniebla despiadada...”

Muchos de los presentes necesitaban de esas meditaciones públicas para defenderse de la muerte que les rondaba en sus cabezas, al adormecerse entre las sábanas descoloridas, impregnadas de sudores últimos y con la incertidumbre de morirse durante el sueño, fruto del cúmulo de años y de las innumerables dolencias. Sus fragilidades imperiales los conminaron a despegarse de todos los bienes que habían idolatrado durante su juventud, pidieron disculpas y trataron de reconciliarse con todo aquel conocido que aún permanecía con vida y con quien tuvieron alguna diferencia. Terciaron los ahorros en regalos para sus nietos y, por sobre todas las cosas, se volvieron creyentes como aquel famoso actor teatral que fue un ateo empecinado toda su vida, pero que en el último instante, en la representación de su propia tragedia, mientras agonizaba, aceptó a Dios para salvación de su alma.

Sí, para sus espíritus marchitos era reconfortante oír las sabias sentencias del libro sagrado, que se las dijeran con fuerza, pues ya no distinguían las palabras al intentar leer las noticias en los periódicos o escuchar con nitidez a los locutores en los noticiarios radiales y televisivos. Entonces se volvieron amables y trataron con una delicadeza ejemplar a aquellos con quienes habían sido huraños. Comprendieron a todo el mundo y se rindieron, inclinando sus cabezas otrora erguidas, aceptaron sus errores y no dijeron nada, porque perdieron el protagonismo de su propia existencia. Con la fianza de sus silencios querían ser ayudados a dar el paso inevitable hacia la muerte, no partir de este mundo sin que nadie los asistiera, a pesar que a cada minuto que transcurría más amaban estar vivos.

Al final de todo, se percataron que lo único que les importaba era existir, existir, no perder la conciencia, asunto que no tenía sentido para aquellos que eran víctimas de trastornos que los enajenaban de la realidad, negándoles la razón y convirtiéndolos en autómatas que no se reconocían ni a sí mismos, seres por programar, como una cinta de vídeo virgen, carentes de recuerdos y sin el raciocinio innato que en otra época les otorgó el derecho a entender por qué se termina festejando la vida cada vez más, en tal caso eran desterrados por sus descendientes a habitaciones aisladas sin misericordia y lejos de la familia, o bien depositados, si se tenían recursos, en casas geriátricas de incierta calidad, como si fueran objetos inútiles. Sí, si el clima lo consentía y la condición psicológica también, ahí estaban sentados, afirmadas las manos sobre sus bastones, conversando del pasado, siempre del pasado, pendientes una y otra vez de relatos triviales hasta que guardaban silencio, los afortunados que vivían en paz con su yo interior, meditaban jubilosos, pues el depósito más importante de su vida había sido hecho en los designios divinos, con la fe inquebrantable que al expirar se irían al cielo a gozar de la vida eterna.

Yo escuchaba canciones de cantautores que denunciaban la injusticia social, propugnaban revoluciones y leía libros que me enseñaban a expresar las ideas de otro modo mediante recursos literarios y giros eruditos. Me apliqué en la exploración de textos de literatura y de filosofía que me dejaron un sabor agrio en el alma y me fueron plegando el velo de la infancia tan bien extendido por esas explicaciones estúpidas que nos daban los mayores cuando osábamos preguntar más allá de lo que nos estaba permitido y que con tanta ingenuidad atesorábamos como verdades absolutas. Una noche de insomnio y de fumar cigarrillos, entendí que la vida tiene un límite y que somos los seres más frágiles de la existencia, porque alcanzada cierta costumbre en el suceder diario, adquirimos la maldita facultad de racionalizarlo todo, de tomar conciencia de ello. Al ser el actor principal de tantas diligencias habituales en que busqué la felicidad, compartiendo con diversos ejemplares humanos, recogiendo beneplácitos y animosidades, comprendí que nadie ni nada se iba a detener con mi propia muerte y con la de los otros.

Al igual que esos octogenarios y predicadores que distinguí a diario en la plaza mientras me dirigía raudo a mi trabajo, transcurrió mi tiempo, la juventud fue un agrado efímero, disfruté del amor, de las buenas y las malas compañías y después de aplicarme en un sinfín de asuntos asumí con resignación mi vejez y pasé a ser parte de ese contingente incierto del sector de retirados y diez años después, como me quedé solo y no tenía nada que hacer, me sumé a los ancianos que frecuentaban la plaza de la ciudad. Allí me encontré con quejumbrosos excamaradas, decrépitos, fortuitos, parsimoniosos precarios y conmovedores, con quienes compartí momentos de jolgorio, los mismos personajes que me acompañaron a las celebraciones de los aniversarios en la empresa, con los que visité los burdeles y cubrí infidelidades mutuas. Recordaron viejas anécdotas y nos reímos a nuestras anchas, contentos de supuestos logros en los corredores del pináculo de existencias magníficas, invalidadas por los años y que habían sido las nuestras. Me relataron lo que yo ya había escuchado muchas veces, el inventario infinito de recetas médicas de fármacos que tenían que ingerir para mantenerse vivos.

-Otros sobreviven en peores condiciones -me dijeron -o están conectados a los equipos resucitadores en los hospitales, o ya están muertos.

Y me enumeraron a casi todos mis compañeros de trabajo, sepultados en distintos lugares, hasta me sugirieron que hiciéramos una romería al cementerio de nuestra localidad y depositáramos flores en los nichos de quienes fueron enterrados allí. No dije nada, sólo pude recriminarme por creer que este tiempo de inutilidades nunca llegaría, opinaba que la juventud era para siempre y deseé volver a mis quince años, edad del despertar sin conciencia. Así permanecimos toda la mañana de aquel viernes. Vi una pareja de jóvenes besarse apasionados, volteé mi cabeza para evitar racionalizar lo lejos que mis propias prácticas amorosas se habían quedado, burladas por el paso de las décadas y observé otras manifestaciones de la juventud, la edad del bienestar, una joven hermosa exhibiendo radiante su atractivo, voluptuoso, deseable e impúdico cuerpo; unos adolescentes vestidos con ropa deportiva que pasaron corriendo; niños pequeños en el período de la ingenuidad, disfrutando de un refrigerio: Entonces cerré los ojos para no sentirme más inservible, para no percatarme que habíamos sido avasallados sin obtener nada a cambio, así de sincero. Sin anfibologías estábamos para fantasear que éramos todavía significativos por gozar de la fortuna de hacer nuestras necesidades fisiológicas por cuenta propia, asearnos con dificultad, recordar nuestros nombres y no ser todavía una carga completa, acaso vecinos importantes para el buen funcionamiento de la sociedad que nos había cobijado durante nuestra etapa productiva, tanto que algunos de nosotros éramos invitados a actos públicos para que repasáramos la historia de principios de siglo, contando nuestras invaluables experiencias que de seguro serían un ejemplo para las futuras generaciones. En estos pensamientos me encontraba cuando fui interrumpido en forma abrupta por una canción de contenido religioso y por primera vez puse atención. Ya no tenía que dirigirme deprisa a ninguna parte. A unos cinco metros del asiento en que me hallaba reposando, un hombre de edad mediana, peinado a la usanza de mis tiempos, con la Biblia en la mano derecha se paseaba intranquilo mientras advertía hacia un punto indeterminado. Enseguida, acomodó el micrófono, dispuso su equipo y comenzó a dirigirse a nadie y a todos.

-Se acerca el fin de los tiempos, prepárate, criatura humana, en un futuro cercano llegará el anticristo para reinar por mil años. Las señales serán, entre otras, que los hombres y mujeres se desnudarán en multitud, mostrarán sus vergüenzas y sus cuerpos blandengues y cada uno se proclamará más inteligente que el otro; lloverá ceniza sobre nuestras cabezas y los hijos se volverán contra sus padres y los padres contra sus esposas; las madres abandonarán a sus herederos recién nacidos y los extraños perseguirán la pureza de los niños para despertarlos de su sueño infantil y relevarla por la peor iniquidad; nacerán del parto de una mujer hasta seis criaturas, producto de drogas perversas que buscan cambiar el destino del hombre; este mismo varón en su afán de juzgarse Dios, se multiplicará a sí mismo, engendrando mesnadas de seres equivalentes que sólo vivirán hasta el atardecer, con el fin de solazarse en su íntima complacencia de presumir que ha encontrado la vida eterna. ¡Qué necedad! Porque nada está en sus manos; pretenderán explicar el origen de los mortales a través de la teoría mitocondrial, proveniente de una madre genética de África, teoría antojadiza, patrocinada por pinturas rupestres, halladas en cavernas y dispuestas por falsificadores concertados con investigadores en busca de laureles vacíos; se insistirá, para quebrantar la fe de los místicos, que en el pasado el hombre tuvo una especie paralela que se extinguió y que prueba la teoría de la evolución, una evolución lateral que verificaría las enfermedades mentales del hombre moderno, pero se mienten a sí mismos los impíos, porque no podrán negarle la vida eterna a los verdaderos penitentes; habrá cofradías que esquivarán el concepto de probidad y serán de un mismo bando todos sus funcionarios y cambiarán al inverso según el capricho de los poderosos de turno, quienes llevarán un broche en su corbata que dirá “Dios te ama”, tocarán la guitarra en danzas nacionales o serán miembros relevantes de partidos políticos reaccionarios; predominarán las contradicciones, pues los ineptos de los patronatos públicos y privados serán elegidos por autoridades de dudoso origen para asumir puestos claves y los competentes, desde su anonimato, serán sus vasallos, estarán en el sitio y en la hora equivocados; se amancebarán profesionales decanas del servicio social con muchachos privados de ternura y se propagarán los anillos asidos a los labios, la nariz, la lengua, el ombligo, la nalga, o la mejilla de exhibicionistas que también cubrirán su piel con tatuajes diabólicos e indisolubles. Algunos pastores serán endiosados por sus seguidores que preferirán morir de hambre que verles pasar necesidades, así que los tratarán como unos señores, permitiendo que registren a su nombre todo el patrimonio que obtengan como comunidad religiosa. La inservible vanagloria llevará a muchos al quirófano a ser parte de verdaderas orgías, cócteles de sangre y carnicerías en favor de cambios estéticos, la resultante serán engendros extendidos hasta el arrebato; se abultarán senos, pantorrillas, glúteos y se afilarán las narices, transformándose en espantajos resecos y recosidos, auténticas momias mortuorias, pero la muerte los vencerá en su pacto con el diablo por la eterna juventud. Si en el pasado Jesucristo desalojó a los que mancillaban el templo, convirtiéndolo en una cueva de ladrones, en los tiempos que vienen, dichos lugares de adoración divina serán usados para rendirle sumisión a la hipocresía y será el momento para que falsos sujetos refieran historias y rindan homenajes al difunto fortuito; se esparcirá una época de concupiscencia tan terrible que Sodoma y Gomorra parecerán un paraíso de misericordia ante el Apocalipsis que se avecina; las mujeres recatadas conocerán los orgasmos de sus vecinas y querrán ellas también experimentarlos con sus amantes; morirán princesas y perecerán superioras en provincias de revolución; guerrilleros redentores se perpetuarán en el poder y no sabremos quiénes serán los verdaderos demócratas; se confundirá el capitalismo con el marxismo y dementes de apariencia normal asesinarán a músicos célebres. Se bautizarán las calles y avenidas de pueblos sencillos con el nombre y apellido de ciudadanos ejemplares, pero sólo de apariencia, porque se probará, para encubrirlo enseguida, que fueron gestores de la corrupción; asimismo, historiadores afiebrados revestirán a los próceres de la independencia con características épicas y románticas, dejando para el olvido su verdadera naturaleza de seres comunes de carne y hueso. Morirá un millón de personas por inanición. Mercaderas inescrupulosas de terrenos mortuorios, elegidas por su sensualismo, venderán espacios a los idealistas, preguntándoles por su fecha de muerte y luego les ofertarán un terreno que le permitirá a los menos pudientes quedar a dos cuadras de la franja con flores. Amantes que deben tomar la decisión definitiva para unirse en forma oficial con la pareja por la que tanto sufrieron y para no estar en pecado delante de Dios, entrarán en estados depresivos al descubrir su cobardía congénita y recularán por tamaño compromiso. Por la descomposición de los paladines de la justicia y la libertad, se acallará el nombre de los culpables de crímenes abominables y se pretenderá alcanzar la quimera de una reconciliación sobre los cadáveres de uno de los bandos; el dictador ignominioso será aclamado por la plebe y la aristocracia olvidará sus crímenes y sus arteras traiciones, el estado le otorgará una asignación de gracia y será protagonista de paseos provincianos, en donde con cara sonriente y angélica, en parroquias dispuestas por adelantado, protegido por eficaces guardaespaldas, recibirá la gracia en panegíricos místicos con profusa confidencia, además de la ostia de confirmación y al morir, tendrá funerales similares al de los más altos dignatarios de la república; se levantarán gobiernos democráticos y autoritarios, gracias a vergonzosos fraudes electorales, los nuevos adalides de la libertad manejarán la información y se permitirá también por la legalidad vigente, el matrimonio entre varones, los cuales conseguirán adoptar hijos, también estará permitida la boda entre mujeres, será difícil diferenciar al varón de la hembra. Ciertos hombres de buena voluntad cometerán sus fechorías en nombre de Dios, para lo cual fundarán iglesias cristianas en barrios pobres y seducirán por su gracia divina a las hijas de seguidoras piadosas, que aceptarán este honor, vivirán de sus ofrendas y serán defendidos ante los tribunales por las madres de sus víctimas; no habrá paz. Los enfermos pedirán auxilio en hospitales sin recursos, costará una fortuna poder practicarse una operación que supone salvar la vida, muchos expirarán, intentando ser auscultados en asistencias públicas. Perecerán los ricos y su abundancia será inútil y antes del último estertor y que el gallo cante tres veces, percibirán con desolación infinita el infructuoso afán de amasar la riqueza para alcanzar la salvación que no llegará con la muerte, más fácil es el paso del camello por el ojo de la aguja que un rico entre al reino de los cielos; se levantarán fuertes teorías en contra del Cristianismo, incluso se dudará de la existencia de Jesús; sucederán milagros e irrumpirán visiones celestiales, pero nadie creerá; se presentarán santones que pregonarán a los cuatro vientos filosofías secretas, sustentadas sobre actos de relajación con el fin de obtener la salvación del alma, colmándose los bolsillos de monedas de la ilegalidad; habrá tanta hambre en el mundo, que en algunos continentes morirá un niño cada tres minutos; el hombre tomará la justicia en sus manos y dilapidará a mujeres inocentes. Llegará a este planeta por castigo divino una plaga que se propagará como el más terrible tifón por todos los rincones de la tierra, será más execrable que la peste negra, se producirán un sinnúmero de contagios por culpa de esta ponzoña ochocientas veces más pequeña que la cabeza de un alfiler y se reunirán millones de contaminados a gemir su calamidad, quien contraiga este padecimiento, por sus pecados o por la culpa del prójimo, tendrá sus días escasos y no habrá ninguna droga, por más efectiva que se pretenda asegurar por parte de los científicos, que lo ampare del ocaso, en tanto el ángel y la bestia promoverán una batalla sinfín entre el bien y el mal. Vendrán días oscuros, genocidios, hambruna, la gente saqueará la despensa de su vecino en busca de comida, el amor entrará en recesión, porque no importará el espíritu, sólo lo corporal. Eminentes psiquiatras serán felices, sufriendo en carne propia los mismos traumas y locuras que tanto combatieron en las terapias de sus pacientes, conformándose con recetar un sinfín de píldoras, asediados por una cruel desorientación. Sacerdotes apasionados por la palabra de Dios, corromperán a inocentes niños de sus diócesis y compungidos declararán en público y ante el mundo su pecado, sin embargo será tarde para contriciones y para los inmolados, el Papa ya habrá pedido perdón por los cruentos crímenes de la Inquisición, baluarte de la iglesia. Se desnudarán las mujeres por dinero y exhibirán sin pudor sus vergüenzas, acrecentando la angustia de sus padres. Se rendirán homenajes y otorgarán trascendentales premios en la literatura y en el cine a los autores que en forma imperativa ostenten las historias más truculentas y salvajes, donde las peores pasiones humanas estén exaltadas al extremo; Las cárceles no darán suministro para tantos malhechores condenados por crímenes atroces. Se preferirá mantenerlos a resguardo, si es que en el proceso no se decide dejarlos en libertad para que continúen con sus fechorías, aunque por cruel contrasentido no serán más que los resabios de una sociedad pedestre que se autoproclama como justa, lúcida y apropiada, ellos serán siempre la espina en la planta del pie, el puñal en el pecho, el pelotón de fusileros, recordándonos que somos humanos. Se preocupará entonces la justicia de cuestionar la culpabilidad de los sospechosos. Quien robe una gallina será condenado por muchos años de cárcel, quien aniquile a otra persona, será sobreseído hasta que pase treinta años delinquiendo y se pruebe por fin que su autoría en los hechos no tiene atenuantes. Porque es palmario que ninguna especie perdurará para siempre y el hombre actual manifiesta que su libertinaje es tan aterrador como el de la bestia que se come a su presa mientras lucha contra ella.

Por todas estas desgracias que se avecinan, te digo que te acuerdes de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos, rememóralo antes que se fragmente el cuenco de oro o el cántaro se haga añicos sobre el pozo; antes que se colme el camino de peligro y florezca el almendro; antes que se ahogue el ruido del molino y vuelvan las nubes tras la lluvia; antes de que trepiden los guardianes de la casa y se inclinen los hombres fuertes; antes que se queden a oscuras las que ven por las ventanas, se apague el ruido del molino y cesen de trabajar las molineras florecerá el viaje del hombre a su morada eterna y rondarán las calles quienes hacen duelo, porque han de saber los mortales que el cuenco de oro es el cerebro, las molineras son los dientes, los guardianes de la casa, los brazos y las manos; las ventanas, los ojos; los ruidos del molino, la voz debilitada por los años y por Dios que es la verdad. Recuerda entonces que el hombre tiene aliento y vida en forma provisoria, pues llegará el día en que Jehová tome para sí de nuevo ese hálito vital y todo ser volverá al polvo del que había sido formado.

Por todo esto, hermano: ¡Arrepiéntete! ¡No temas!¡ Cristo te ama!

Sentí Lástima por mí, por no tener el tiempo suficiente para enterarme si aquella horrenda visión de lo que sería el futuro inmediato llegaría a cumplirse, a pesar de lo mal que estaba el mundo. Lloré con disimulo y miré a mis acompañantes y quise escapar de allí, ansié poder detener el tiempo y como don Marcial, el Marqués de Capellanías en “El viaje a la semilla “ de Alejo Carpentier, regresar a mis raíces, regresar para siempre.



Leer mas del autor: Más allá de lo evidente.

No sólo de apariencias vive el hombre.

 

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La edad impensada.
Por Jorge Sáez Hadi.
Del libro "El Festín de los cuervos".
Editorial Génesis, Chile, 2004.