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"Las uvas de la ira"

John Steinbeck


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—En nuestro pueblo distribuyeron unos papeles… de color naranja, que decían que hacía falta mucha gente para trabajar en la cosecha.

El joven se echó a reír.

—Dicen que estamos aquí trescientos mil y apuesto a que todas las familias han visto esos papeles.

—Sí, pero si no necesitaran gente, ¿para qué se iban a molestar en distribuirlos?

—¿Por qué no usas la cabeza?

—Sí, pero quiero saberlo.

—Mira —dijo el joven—. Suponte que tú ofreces un empleo y solo hay un hombre que quiera trabajar. Tienes que pagarle lo que pida. Pero pon que haya cien hombres —dejó descansar la herramienta. Sus ojos se endurecieron y su voz se volvió más penetrante—. Supón que haya cien hombres interesados en el empleo; que tengan hijos y estén hambrientos. Que por diez miserables centavos se pueda comprar una caja de gachas para los niños. Imagínate que con cinco centavos, al menos, se pueda comprar algo para los críos. Y tienes cien hombres. Ofréceles cinco centavos y se matarán unos a otros por el trabajo. ¿Sabes lo que pagaban en el último empleo que tuve? Quince centavos la hora. Diez horas por un dólar y medio y no puedes quedarte allí. Tienes que quemar gasolina para llegar —jadeaba de furia y sus ojos llameaban llenos de odio—. Por eso repartieron los papeles. Se pueden imprimir una burrada de papeles con lo que se ahorra pagando quince centavos a la hora por trabajo en el campo.

—Es asqueroso, apesta —dijo Tom.

—Quédate un tiempo y si hueles alguna vez rosas, avísame para que pueda olerlas yo también —el hombre se rio ásperamente.

—Pero tiene que haber trabajo —insistió Tom—. Santo Cielo, con la cantidad de cultivos que hay: huertos, uvas, hortalizas… lo he visto. Necesitarán hombres. Yo he visto todos esos cultivos.

Un niño lloró dentro de la tienda que había al lado del coche. El hombre entró en la tienda y se oyó su voz quedamente a través de la lona. Tom cogió el tirante, lo metió en la ranura de la válvula y empezó a esmerilarla, moviendo la mano de arriba abajo. El llanto del niño cesó. El joven salió y contempló a Tom.

—Lo haces muy bien —dijo—. Es buena cosa. Te hará falta.

—¿Qué hay de lo que dije? —insistió Tom—. Hay cantidad de cultivos.

El otro se acomodó en cuclillas. —Te lo voy a explicar —dijo con calma—. Yo he trabajado en una huerta de melocotones, una gigantesca putada. Allí trabajan nueve hombres todo el año —hizo una pausa para crear tensión—. Pero cuando los melocotones están maduros hacen falta tres mil hombres durante dos semanas. Son necesarios para evitar que se pudran los melocotones. Entonces, ¿qué hacen? Mandan esos papeles hasta al infierno. Necesitan tres mil hombres y se presentan seis mil. Contratan a los hombres por lo que quieran pagarles. Si no te interesa el salario, maldita sea, hay mil hombres que quieren tu empleo. Así que recoges y recoges y entonces se acaba. Toda la zona es de melocotón y todo madura al mismo tiempo. Cuando acabas de recoger, ya no queda ni uno. Y no hay ninguna otra cosa que hacer en esa puñetera zona. Y entonces los propietarios ya no te quieren allí y estáis tres mil. El trabajo está acabado. Podrías robar, emborracharte, simplemente montar bronca. Y además, no tienes buena pinta, viviendo en tiendas viejas; es una bonita región, pero vosotros la apestáis. No los quieren por allí. Los echan a patadas, los obligan a marchar. Así funciona la cosa.

 

 

 






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