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Ray Bradbury, rebelde con causa

Por Jorge Teillier
[En El Siglo, Santiago, 30 de agosto de 1959, pp. 2-3]

 

 

Una de las protestas más despiadadas y angustiosas, a la vez que más bellas y esperanzadas de la literatura actual en contra de "la bruma narcotizante del capitalismo" (como la llama Allen Ginsberg, otro rebelde), la hemos escuchado en los libros de Ray Bradbury, un norteamericano de Illinois, joven aún -nació en 1920-, que empezó a escribir a los catorce años, cuando decidió continuar por su cuenta las aventuras de Tarzán que, por falta de dinero, no podía seguir adquiriendo.

Hasta ahora circulan en Chile tres de sus libros: Crónicas marcianas, El hombre ilustrado y Fahrenheit 451, editados dentro de una serie de la llamada "ciencia ficción". Pero sería absurdo encasillarlo dentro de determinada especialidad literaria, tan absurdo como considerar a Edgar Allan Poe -de quien Bradbury es, en muchos aspectos, el sucesor- simplemente un novelista policial o de aventuras.

Bradbury, como todo gran escritor, crea un mundo propio, maravilloso, de cohetes que parten hacia el espacio como gigantescas flores rojas, astronautas condenados a girar eternamente alrededor del sol, robots que terminan por reemplazar a sus dueños, casas que tienen vida propia. Todos estos elementos, descritos con una perfecta correspondencia entre colores, sonidos y perfumes -como lo pedía Baudelaire-, con una extraordinaria riqueza de fulgurantes imágenes, que forman un estilo que nos hace observar con reticencia -por inevitable comparación- el seco naturalismo y la sequedad de prosa de editorial de El Mercurio que caracteriza gran parte de la prosa chilena de estos días. Recordamos, como ejemplares de una nueva manera de escribir, las alucinantes historias de "Lluvia", "Parque de juegos" o "Calidoscopio".

Pero sería limitado considerar la obra de Bradbury como un mero regodeo estético, o la descripción del placer de vivir aventuras extraordinarias en mundos desconocidos. Hay en él una constante actitud crítica hacia las costumbres e instituciones de nuestra época, y en eso continúa la tradición de maestros como Swift que creaba los reinos imaginarios de Liliput o Brobdignat, no para evadirse, sino para mostrar en ellos, trasladándolos, los vicios de su tiempo.

Un personaje de un cuento de Bradbury -cientista que ha huido de los EE.UU. para no colaborar en la preparación de una guerra bacteriológica- dice: "Vivíamos en un barco negro alejándose de las costas de la cordura y la civilización haciendo sonar su negra sirena en medio de la noche, con millones de personas a bordo, dirigiéndose a la muerte, más allá de la orilla del mar y de la tierra, hacia la locura y el fuego radiactivo". Y este barco, esta sociedad, va así dirigida -parece señalar Bradbury- porque los héroes no son sino los banqueros o los gerentes, y porque los valores imperantes no son otros que los de mirar todo el día la televisión, o comprar automóviles para hacerse matar corriendo a toda velocidad. Y todos los que se atrevan a protestar esto serán tildados de "comunistas" (¿no pasa así entre nosotros?). Atacar a los comunistas será el pretexto para aplastar la imaginación, para terminar con quienes deseen dar mayor sentido y dignidad a la vida, rebelándose contra el cretinismo colectivo causado por la propaganda comercial -cuántos miles de compatriotas, señalamos de paso, llenan sus horas pensando qué es mejor, si la Pepsi o la Coca-Cola. "Se prohibió hablar de política, acusando de comunista al que lo hiciera", dice un personaje de Crónicas marcianas. Y en el cuento "La mezcladora de cemento", una mujer dice a Ettil, un marciano que no quiere ir al cine ni comprar automóviles: "Oiga, ¿sabe como quién habla usted? Como un comunista. Nadie aguanta aquí esa clase de charla, se lo aviso. Nuestro viejo sistemita no tiene nada de malo". Es el sistemita del capitalismo, que destruye la individualidad y crea una uniformidad mental que hace de los hombres participantes en un hormiguero, donde nadie piensa sino en lo señalado por la propaganda.

Especialmente notoria es la actitud crítica de Bradbury en su novela Fahrenheít 451 -ya traducida a varios idiomas, incluso al ruso- en la cual se narra la rebelión de Guy Montag, un bombero encargado de quemar libros prohibidos. En esta novela Bradbury valientemente toma una posición "comprometida" frente a la literatura, poniéndose al servicio de una causa: la del amor hacia la vida simple frente al monstruoso y vacuo tecnicismo, y la locura de quienes la pueden hacer terminar llevándola a la guerra nuclear. En Fahrenheit 451 -temperatura a la cual se quema el papel- Bradbury describe una hipotética sociedad norteamericana de fines de este siglo, en la cual hay abundancia y riqueza, logradas eso sí a costa de la miseria de los demás pueblos que rodean con un muro de odio a EE.UU. Se vive feliz (y el Estado virtualmente obliga a ser feliz), rodeados de comodidades (auto, televisión, refrigerador en todas las casas, como en esos films que hacen suspirar admirativamente a tantos de nuestros conciudadanos). Pero detrás de todo eso está la vacuidad de ser feliz como un dopado, adormecido por la estulticia de la propaganda y la educación. Se ha prohibido leer -en resumidas cuentas pensar por sí mismo- y de entre la multitud de zombies sólo quedan algunos inmunes: -Guy Montag, el bombero que se niega a quemar más libros; Clarisse, una muchachita a quien se considera chiflada pues ama caminar y preguntar el porqué de las cosas, y algunos viejos profesores despojados de sus cátedras que vagabundean a orillas de las abandonadas líneas férreas, recordando con orgullo y nostalgia su libro preferido. Y todos asistiendo impotentes al espectáculo de cómo mientras las mayorías se dedican a mirar la televisión, los dirigentes sin escrúpulos las conducen hacia la guerra y la muerte. Sin embargo, los pocos disconformes serán quienes sobreviven al final de la novela, para tratar de empezar a crear un mundo mejor. Porque Bradbury no desespera, y aunque tampoco señala soluciones para problemas que plantea -no cae nunca en la agobiadora literatura didáctica- muestra sí, siempre, confianza en los humildes y los desposeídos -en los negros, los campesinos mexicanos de sus cuentos- y en quienes viven con una finalidad que está más allá de disfrutar del confort.

En estas notas, por supuesto, sólo nos hemos referido a algunos aspectos de la obra de Bradbury. Pero no podríamos terminar sin decir que este poeta sobrecogedor, este crítico despiadado de una sociedad que espiritualmente queda retrasada pese a todos los avances técnicos, ha contribuido a crear un futuro verdadero para el hombre, un futuro como el que soñaba Guy Montag, el bombero mientras lo perseguían: un mundo donde todos puedan despertar en las mañanas sin temor de la muerte radiactiva, para encontrar en el comedor de la casa simplemente -ni más ni menos- que un vaso de leche y una manzana.



 

 

 

 

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Jorge Teillier: Ray Bradbury, rebelde con causa.
En El Siglo, Santiago, 30 de agosto de 1959.