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A manera de prólogo


Jorge Teillier
La Época, Santiago, 3 de Octubre de 1993.


Poeta es un escritor que no escribe, se ha dicho(1), y en estos días he asumido esa actitud, no por voluntad mía, sino porque, como saben los poetas, el motivo de un poema no es descubierto sino hasta que el poema existe. Se pueden tener muchos motivos para escribir un poema, pero el poema es ajeno a nuestra voluntad, así creo y espero sin impaciencia que él aparezca, así que me conformo con repetir el único poema que me ha llegado desde que empecé a tener conciencia de que no era yo quien lo escribía sino alguien más grande que yo y que me entregaba un mensaje para que lo entregara, no a todo el mundo, que nunca me ha escrito, sino a mis desconocidos semejantes, que aparecen frente a mí como en un sueño y desaparecen para darme el encuentro de un día u otro con otro semejante.

Debo confesar que hacer uso de la palabra como escritor me es ya ajeno y que me es muy difícil encontrar la ocasión para hacerlo. Un poeta es un ministro del silencio necesario para curar todas las víctimas del absurdo en que yacen agonizando de alegría artificial.

"Pero no vaya a pensarse, por lo que cuento, que soy un devoto de la soledad y que únicamente busco mis huellas en un lugar inhóspito. Más bien diría que soy un hombre enfermo, aburrido de la gente, o alguien cansado del mundo. ¿Qué hay que añadir? No he llevado una vida clerical, ni me he enconado en servir las reglas. Desde muy joven gusté de mis excentricidades y una vez convertidas en la forma de ganarme la vida, por un tiempo pensé haberme descubierto a mí mismo, unido por la vida a un rasgo de mi arte, incapaz y sin talento como soy. Trabajo sin resultados, con el espíritu cansado y el rostro lleno de arrugas. Ahora, cuando ya ha transcurrido la mitad y cada mañana y cada anochecer traen mudanzas a la escena, me pregunto si aquello no es lo que significa morar en la irrealidad. Y con esto doy fin a mis palabras", como dejó escrito el poeta Basho y yo adhiero a lo que dice.

En el ultimo cajón del escritorio encuentro una carta que me llegó por primera vez hace veintiséis años. Una carta que ahora al llegar por segunda vez respira. Es del poeta sueco Tomás Tranströmer: una casa tiene cuatro ventanas, a través de tres de ellas el día brilla claro y tranquilo. Yo estoy en la cuarta ventana. Da a un cielo negro, relámpagos y tormenta. En un instante pueden transcurrir veintiséis años. El tiempo no es una recta sino más bien un laberinto, y si uno se acuesta contra la pared puede oírse a sí mismo transitar allí, al otro lado. ¿Esta carta tuvo alguna vez respuesta? No lo recuerdo, fue hace tiempo. Los incontables estertores continuaron fluyendo. El corazón continuó dando brincos segundo a segundo como el sapo en la noche de agosto.

Las cartas no contestadas se hacinan como nubes que anuncian mal tiempo. Ellas debilitan los rayos solares. El día en que esté muerto y al fin pueda concentrarme, por lo menos que esté tan lejos de aquí como para que no pueda encontrarme. Cuando vaya recién llegado a la gran ciudad mirando el viento haciendo danzar las basuras. Yo que amo deambular y desaparecer entre la multitud seré una letra más en la innumerable masa del texto.

Estoy viviendo frente a un molino y una higuera, como Rene Char, el último de los grandes surrealistas, el lugar se llama El Molino del Ingenio y fue fundado por Gonzalo de los Ríos, capitán de Pedro de Valdivia, abuelo de La Quintrala, nuestra Marquesa de Sade chilena, que fuera dueña en el siglo XVII de estos dominios situados hoy día entre La Ligua y Cabildo.

La Ligua es un pueblo que vive de los dulces y los tejidos. Existe la mayor cantidad de automóviles per cápita del país, y también la mayor cantidad proporcional de diabéticos. Sólo he encontrado a dos poetas en muchos años. Cabildo es un pueblo de mineros y de prostíbulos, con mucho carácter, las carnicerías se llaman "El suspiro", "El pequeñito", "La caricia".

Estoy viviendo frente a un molino y nací frente a un molino, en una casa de madera -como el molino- que es ahora propiedad del Ejército. Fue un 24 de junio de 1935, año y día de la muerte de Carlos Gardel, fecha en que los mapuches celebran la llegada del Año Nuevo, y los campesinos europeos empezaban las tareas de la esquila y encendían fogatas para prolongar el día. Nací en Lautaro, pueblo donde no voy hace muchos años, pero donde recién he sido nombrado por la Municipalidad como Hijo Benemérito, aunque yo deseaba ser más bien Hijo Ilustre, y tal vez vuelva como el Hijo Pródigo que regresa un día como alguna vez escribí:

No hay que silbar en la oscuridad:
Sí,
no debo llamar al perro ya desaparecido.
Debo regresar solo.
La casa se abre
y es una fosa para dormir
amparado por las hojas
un manantial interminable
para el desierto mediodía.
Mi rostro quiere recuperar la luz que lo iluminaba
en el verano traído por la corriente del río.
Frente al molino
descargan los sacos de una carreta triguera
con los gestos de hace cien años.
Los gestos son los mismos
aunque la tierra se llene de cohetes
que llevan hacia otros mundos.
En el patio invadido de colas de zorro
un caballo se acerca a oler
la trilladora mohosa.
Frente al umbral
recibo la volcada copa de vino añejo
del sol de un nuevo día.
Los gallos me despiertan
y sus cantos
prometen ayudarme a alzar la casa (2)


Ahora es medianoche de 1993, Año del Gallo según los chinos, y estoy en mi escritorio. Leo al poeta sueco Werner Aspetrom y estoy junto a él cuando dice:

Poesía
La rosa fugitiva
en la mano fugitiva
en la poesía fugitiva.
Te sientas con el albateo.
El gato está cómodo y ronronea.
Y tú estás sentado entre montones de libros.

Sí, Werner Aspetrom me acompaña esta noche y abro una antología de Poesía norteamericana realizada por los nicaragüenses José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal y leo un poema de Archibaid Mac Leish, con un texto que no es apto para quienes entre nosotros esconden su
desnudez poética con la hoja de parra de la antipoesía. Se llama: "Arte poética":

Un poema ha de ser palpable y mudo
como una fruta redonda
Mudo
como un antiguo medallón al golpe del pulgar
Silente como piedra alisada
de un poyo de ventana que el musgo invade.
Un poema ha de ser, sin palabras
como vuelo de pájaros.

Un poema ha de ser inmóvil en el tiempo
como la luna asciende.
Pasando, como la luna suelta
ramilla por ramilla, la noche de los árboles.

Dejando como la luna tras las hojas en invierno
recuerdo por recuerdo, nuestra mente.

Un poema ha de ser inmóvil en el tiempo
como la luna asciende.

Un poema debe ser igual al
no verdadero.

Para toda la historia del dolor
un portal vacío y una hoja de arce.

Para el amor
las hierbas inclinadas y dos luces sobre el mar.

Un poema no ha de significar
sino ser.


En 1967 fui a Cuba invitado por la Casa de las Américas a un Encuentro de Escritores en homenaje al centenario del nacimiento de Rubén Darío. Una gran mayoría de los concurrentes, llegados de toda América, dejaron por los suelos al poeta nicaragüense considerándolo ajeno a la ideología marxista, decadente, admirador de París, cortesano y diplomático de dictadores centroamericanos. Olvidándose del autor de la "Oda a Roosevelt", el primer gran poema antiimperialista de Latinoamérica. Entre los que le rindieron un verdadero homenaje a nuestro príncipe de la palabra estuvo el cubano Elíseo Diego, ya considerado como uno de los grandes de su país, cuya adhesión a la Revolución no le impedía seguir siendo católico y traductor de cuentos de hadas, como lo es hasta hoy cuando se le considera el mayor poeta vivo de la Isla, a los 73 años de edad. Allí lo conocí y compartí con él en lugares como la Bodeguita del Medio junto a un mojito o un daiquiri y lo escuché decir "Desde Baudelaire para acá, el terror, el mal, es el tema que fascina. Pero yo creo lo contrario, la inocencia, lo cotidiano, las cosas sencillas pueden ser tan fascinantes como el terror y el mal".

Ahora, esta noche, tengo en mis manos su poema: "No es más".

Un poema no es más
que una conversación en la penumbra
del horno viejo, cuando ya todos se han ido, y cruje
afuera el hondo bosque, un poema

no es más que unas palabras que uno ha querido
y cambian de sitio
con el tiempo, y ya no son más que una mancha, una esperanza indecible,

un poema no es más
que la felicidad, que una conversación
en la penumbra, que todo
cuanto se ha ido, y ya
es silencio.

Los caminos del Japón del siglo XVII fueron recorridos, solo o en compañía de sus discípulos, por Matsuo Basho, el gran maestro del "hay kay" de todos los tiempos, y que al llegar a los cincuenta años se retiró a vivir solitario en una cabaña cercana al mar, contemplando las montañas y dejando como testamento un texto llamado La morada irreal. Un lugar en el que muchos quisiéramos vivir para siempre.

También yo podría, cuando aparece la soledad, dar fin a mis palabras como el maestro Basho, pero sigo diciendo, como desde hace muchos años, que el vino y la poesía con su oscuro silencio dan respuesta a cuantas preguntas se les formulan y repetir con Paul Eluard que "toda caricia, toda confianza sobrevivirán" y con René Char que "a cada derrumbe de las pruebas, el poeta responde con una salva por el porvenir".



NOTAS

(1). Cita de Jean Cocteau
(2) . Jorge Teillier, "Poema I", Crónica del forastero, Imprenta Arancibia Hnos., Stgo., 1968, pp. 9-10


 

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