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          Totalitarismo poético
          Joaquín Trujillo
           
          El incomparable Vladimir Mayakovsky dijo  alguna que la poesía akmeísta rusa —en particular la de Gumiliov, Ajmátova,  Mandelstam o Sologub— estaba destinada a desaparecer, a constituir un residuo  de época, un desperdicio histórico. Para él, la poesía que valía la pena,  aquella que dictaminaba y otorgaba un sentido nuevo a lo por-venir, era aquella  por cuyo influjo un momento histórico se cristalizaba perpetuo e 
inmodificable,  y era precisamente la suya y la del grupo del cual él formaba parte, la poesía  que heredaría dicha categoría absoluta, no porque Mayakovsky fuese un  oportunista, ávido de reivindicar para sí y su gente la memoria de quienes en  el futuro recordarían la poesía de los hijos del decembrismo decimonónico —la  generación cuya participación fue clave para la revolución de 1905 y la del 17—  sino porque Mayakovsky tenía una convicción acaso totalitaria que más tarde  tuvo que como a un monstruo en su vientre engendrado, descubrir horrorizado, y  que lo llevó, en gran medida, a detestarse a sí mismo. Era aquel monstruo el  que inspiraba los pabellones y  piezas de  museo o las categorías periodificadoras en el arte. Ese monstruo significaba  todo lo que el futurismo ruso había odiado por cuanto aniquilaba la posibilidad ahora del futuro siempre abierto y  amenazante. Mayakovsky no vio en su momento que el futuro —como sí vería T. S.  Eliot— podía ser metafísicamente hablando, según cómo se le percibiera, una  siniestra proyección del pasado, pero —a diferencia de este último— aquél  carecía de tradición, de espacios imprevisibles, pluralidad, de un mundo para  los perdedores, las alternativas y los caminos que pareciendo insignificantes,  se revelaban luego fundamentales, aunque jamás totales.
            
            Los poetas akmeistas —que eran marginales  respecto de las corrientes imperantes— fueron marginados por el poder de los  soviets, y peor aún, por el de los propios poetas de la marginalidad futurista  rusa. Cuando Stalin, queriendo deshacerse de Mandelstam, llamó por teléfono a  Pasternak para preguntarle por la calidad literaria de ese autor de un epigrama  contra él, Pasternak contestó, en plenas purgas, que el poeta debe ser  respetado y dignificado por haber tenido el atrevimiento de haber creído ser  poeta. Lo demás es otro tema.
            
            En su interesante ensayo Políticas de la amistad, Jacques Derrida ha visto con lucidez la  importancia urgente de mantener el concepto de lo “por-venir” más allá de todo  concepto, allí donde ninguna voz totalizadora pueda decir: he aquí, ahora, lo  que aún no está aquí.