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SOBRE LA OSCURIDAD
Y SUS EFECTOS EN DOS POEMAS DE JORGE TEILLIER


Por Juan Pablo Navia Correa
Publicado en La Antorcha Magacín N°6, 19 de abril de 2022



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La oscuridad como puente

Por medio de este ensayo, quise explorar el elemento de la oscuridad como gatillo sensorial y puerta de entrada al mundo de los sueños a partir de dos poemas ubicados en las antípodas de la producción literaria de Jorge Teillier (Lautaro, 24 de junio de 1935-Viña del Mar, 22 de abril de 1996). Consideré, como objetos de estudio, los versos de “Bajo un viejo techo” (Para ángeles y gorriones. Santiago, Puelche Ediciones, 1956) y “Estación sumergida” (En el mudo corazón del bosque. Santiago, FCE, 1997; póstumo). Como es de esperarse, existe una modificación tangible en la tesitura del hablante lírico que va decantando casi en la abolición del elemento citado entre uno y otro poemario. En el mejor escenario, que podría sonar paradójico si se considera el estado anímico y de salud que adolece el vate, la oscuridad podría estar presente en alguna cuota limitada, aunque carente de las propiedades que se le confieren en las publicaciones previas, en otras palabras, vaso comunicante con las “maravillas”.

En efecto, “Bajo un viejo techo” nos ofrece la ausencia de la luz como el paso natural a la noche, momento donde emerge el estado soporífero por antonomasia, un enlace que, a su vez, sugiere un atajo a la dimensión maravillosa. El mito (imaginación) pareciera eclosionar con la oscuridad, con esa instancia donde el carácter sensitivo se ve obligado a surgir y activarse de otro modo, pues ante la falta de visión es inminente el uso de los sentidos restantes y, por añadidura, de la imaginación.

En este espacio está permitido regresar y permanecer en el idilio de tiempos pasados, tiempos inmemoriales, donde los asuntos se resuelven bajo el culto a las tradiciones más intrínsecas humanas que se fijan en sustentos firmes y no meras imposiciones culturales como el rodeo –actividad ligadísima a la cultura rural chilena, pero jamás nombrada por Teillier– o, derechamente, tendencias y/o modas estéticas, adoptadas para protegerse de la inseguridad.

Detengámonos en los siguientes versos:

Esta noche duermo bajo un viejo techo,
los ratones corren sobre él, como hace mucho tiempo,
y el niño que hay en mí renace en mi sueño,
aspira de nuevo el olor de los muebles de roble,
y mira lleno de miedo hacia la ventana,
pues sabe que ninguna estrella resucita.

Desde la primera estrofa es posible apreciar cómo se ponen en marcha otros sentidos en detrimento de la vista, científicamente comprobada como la herramienta sensorial más utilizada por el humano, que, en este caso puntual, generará más incomodidades que utilidades. El hablante lírico es capaz de oír un sonido, tal vez, molesto, pero bastante sutil como los pasos de los ratones corriendo por el tejado. Esa es la llave pequeña que conecta con la puerta onírica-maravillosa, es el minúsculo portal que la Alicia de Lewis Carroll también cruzara: “y el niño que hay en mí renace en mi sueño”, el retorno a la infancia, la única y verdadera patria del hombre parafraseando a Rilke.

A continuación, se pone en funcionamiento el olfato: “aspira de nuevo el olor de los muebles de roble”. Tanto la audición como el olfato son los sentidos que permiten iniciar un viaje inconsciente/consciente, un itinerario a un plano maravilloso constituido por la niñez. Llamativo resulta que ese infante tenga miedo de ver, se resigna a saber que “ninguna estrella resucita”.

Esa noche oí caer las nueces desde el nogal,
escuché los consejos del reloj de péndulo,
supe que el viento vuelca una copa del cielo,
que las sombras se extienden
y la tierra las bebe sin amarlas,
pero el árbol de mi sueño sólo daba hojas verdes
que maduraban en la mañana con el canto del gallo.


A través de la segunda estrofa se puede inferir que la maravilla aún se prolonga durante el sueño, en medio de la oscuridad nocturna y un hablante lírico en trance. Continúa trabajando el oído: “Esa noche oí caer las nueces desde el nogal, / escuché los consejos del reloj de péndulo”. Sonidos que serían casi imperceptibles durante el día son delicadamente percibidos durante la noche. Es la magia que confiere la ausencia de luz, el estado somnífero, pero antagónicamente vigilante. De hecho, la creación se da espacio durante esta instancia “pero el árbol de mi sueño sólo daba las hojas verdes / que maduraban en la mañana con el canto del gallo”.


Esta noche duermo bajo un viejo techo,
los ratones corren sobre él, como hace mucho tiempo,
pero sé que no hay mañanas y no hay cantos de gallos,
abro los ojos, para no ver reseco el árbol de mis sueños,
y bajo él, la muerte que me tiende la mano.

El hablante lírico manifiesta su desesperanza en los versos ulteriores. Sabe que el tiempo no da treguas, conoce que la noche tiene un final y con él también los sueños, la oscuridad dará paso a la luz, mas es una luz que aniquila la magia: “pero sé que no hay mañanas y no hay cantos de gallos”. La desazón podría agudizarse, pero es este mismo ente quien se transforma en guardián de las fantasías: “abro los ojos, para no ver reseco el árbol de mis sueños”. La vista que ocasionara temor al inicio del poema es ahora la fortaleza para bloquear como enredadera la muralla onírica.

El siguiente poema corresponde a “Estación sumergida”, publicado en  El mudo corazón del bosque, última y póstuma entrega del autor nacional, quien expresa una voz herida, que acusa el desgaste de los años y el avance irrefrenable de un sistema enfermo. Casi extinta y en francas vías de desfragmentación se aprecia la enunciación del yo poético. Ya no se apela a la oscuridad, al parecer es insuficiente soñar o recurrir a la memoria para abrir parajes acogedores. Antagónicamente, se percibe una sensación de desazón y agotamiento, un timbre que va decayendo de modo progresivo y roza la aceptación del fracaso. Es particularmente profético que esta obra haya sido escrita por Jorge Teillier con solo diecisiete años, en otras palabras, ya se sentía “nostálgico del futuro”. Tristemente, vaticinó el más sombrío, pero también más certero.

El poema está plagado de imágenes sombrías y patéticas, imágenes que se detectan con la vista, que en el primer poema ya causaba cierta desconfianza y ahora parece ser la causa cabal para dictar una sentencia de muerte. Enumeraré algunas postales como botón de muestra:

Esto no es un mar sin olas, es una lámina descolorida, / un día muerto por dagas invernales, un día fusilado por lluvias. / De pronto lo rompen manotazos de campanas, tictaqueos de sombras, /

y se cierra como una cuchillada de trenes oxidados /devorando las cerezas maduras del sol.

Propicio tiempo para levantar cruces de barro / en el pecho de mapuches asesinados, para los caballos crepusculares / que se extravían en las acequias.

Aferrado a un puente de madera, / inclinado sobre las venas turbias de la noche / pasan botellas vacías, libros oxidados de relecturas, / el barrio de las prostitutas pobres / donde cierro los labios por no decir mi nombre.

Alguien me debe esperar –quizás algunos muertos– / pues voy hacia las chimeneas rústicas, los aserraderos vacíos, / las grandes, prestigiosas casas de madera sureña venidas abajo /como flores destrozadas por los duros dientes del olvido

Los versos citados se dan cabida en toda la amplitud del poema, reflejando el desencanto y pulverización de los recuerdos con el transcurso de los tiempos. La resistencia luce exterminada ante un abrumador progreso. El hablante lírico se haya extraviado, tal como se señaló anteriormente, está despersonalizado: “No es nada esto, sólo que a veces siento temor de saber quién soy verdaderamente”. Las emociones derrotistas se intensifican con el desarrollo del poema, llegando a una resignación plena: “Ahora lo sé, he estado siempre despierto, / mirando silenciosamente la estación sumergida / donde los huesos de las nubes hilachean los árboles.

Con la última cita termina de contrarrestarse prácticamente la capacidad íntegra de imaginar que desataba el mundo onírico, distinguido con precisión en “Bajo un viejo techo”. La oscuridad no es suficiente, ni siquiera llega esa instancia donde se podía permitir un refugio en el mundo maravilloso. A lo sumo podría tenerse en cuenta el siguiente extracto: “veo desde el umbral al atardecer mordiendo plazas, / aferrándose gelatinosamente a los tejados rotos…”, pero la noche no cae, tampoco aparece esa dimensión mágica. Sin noche no hay acceso al ensueño, de tal manera lo plasma el hablante lírico: “Yo no estoy soñando, lo recuerdo, olvidé cómo se soñaba;”. La catástrofe es inevitable si repasamos las imágenes sórdidas y decadentes antes mencionadas.

Hay otros pasajes que refrendan esta idea: “Yo no sueño, todo cuanto veo es cierto […]”. Ese “todo cuanto veo es cierto” es una manifestación abierta de que no hay ilusiones, no hay espacio para la fantasía o la maravilla, pues “todo cuanto veo es cierto”, es decir, la realidad sofoca, atrapa. La vista y la percepción de escenas deplorables terminan por demoler al hablante lírico: “Ahora lo sé, he estado siempre despierto, / mirando silenciosamente la estación sumergida”, esa confesión de haber estado en vigilia permanente no es otra cosa que la supresión definitiva del sueño, el cercenamiento de la facultad imaginativa que se accionaba en la lobreguez.

¿Es el fin del lar?

Todo pareciera apuntar a que Niall Binns no exageraba al afirmar que Teillier fracasa en su intento de restablecer el lar, sin embargo, en el cierre del poemario, el literato decide quemar las naves, erguirse desde la lona de la desesperanza y con un tenor romántico y desafiante dignos de ese “viejo púgil”, al que una vez elogiara, lanza su última botella al mar, su último y más poderoso upper: “Si alguna vez / mi voz deja de escucharse / piensen que el bosque habla por mí / con su lenguaje de raíces.”

Inesperadamente, emerge con una vehemencia inusitada este discurso botánico y anarquista, propio de otra influencia del vate chileno como lo fuera H. D. Thoreau, quien advirtió que la naturaleza prevalecería, a pesar de la depredación del hombre y sus “paréntesis” institucionales. Este sesgo más confrontante y político, que se observa en muchos otros momentos y se ha pasado por alto en varios estudios críticos sobre el escritor sureño, se explicita en “Poeta de este mundo”, poema de corte fundamentalista para el “príncipe”, quien mediante su pluma siembra el desafío y esgrime la fe ciega en una lucha que sabe a su favor, independiente de las adversidades: “y el poeta derribado / es sólo el árbol rojo que señala el comienzo del bosque”.

El bosque, los ríos, los astros, los animales, los componentes del ambiente campestre y provinciano con que sueña y es soñado el poeta arrecian ante la caída de la bomba, siguen siendo más que un consuelo: una trinchera impertérrita en la que se deposita la esperanza de volver al origen, al lar. Teillier demuestra ser un artista punk, a su manera. Con su estilo insobornable, siendo el niño que sufrió al abandonar Lautaro, jugando a ser abatido en un fuego cruzado de su Far West querido, tenderse como “El poeta en el campo” inspirado en una pintura de Marc Chagall, a sabiendas, de que tiene más que un as bajo la manga.


 

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Juan Pablo Navia Correa (La Serena, 1984). Licenciado en Literatura y Educación con mención en Lengua Castellana. Magíster en Literatura Comparada, Universidad Adolfo Ibáñez. Dedicado al estudio de la obra teillieriana y su diálogo con diferentes poéticas. Ha impartido distintos talleres literarios en su comunidad, buscando realizar rescates de autores nacionales y dar a conocer su repertorio. Participó como invitado en el lanzamiento del libro Jorge Teillier, Los paisajes del poeta (2021) de Luis Andrés Figueroa. Publicó los poemarios Híbrido (2015) y Retazos de nostalgia (2019).




 



 

 

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Sobre la oscuridad y sus efectos en dos poemas de Jorge Teillier.
Por Juan Pablo Navia Correa.
Publicado en La Antorcha Magacín N°6, 19 de abril de 2022