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          Victimas y victimarios
        
          Por Joaquín Trujillo Silva 
            Publicado en El Mostrador, 27 de mayo de 2019
          
        
          
            
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En su cuento En el bosque, el escritor japonés Ryūnosuke  Akutagawa plantea un problema de gran actualidad, pero al revés.
         En ese cuento, que  transcurre en las zonas rurales del Japón tradicional, un día cualquiera es  hallado el cadáver de un hombre, La herida en su cuerpo sugiera que ha sido  asesinado.
         La información que reportan  los testigos habla de tres involucrados: un bandido, el occiso y una mujer,  unida al segundo en matrimonio. La mujer, a su vez, ha sido violada.
         Todo hace pensar, en  principio, que el bandido ha violado a la mujer y que ha matado al marido.
         En la indagatoria, el  bandido se confiesa autor del asesinato.
         Sin embargo, la mujer  también declara ser la homicida aduciendo que ha actuado a petición de su  propio marido. Al verse vencido por el bandido, y observando impotente la  vejación sufrida por su mujer, amarrado a un árbol, amordazada la boca, él le  habría suplicado con la mirada, según ella, que lo matase.
         Para más, hacia el final del  cuento, a través de una médium, nos enteramos de la declaración del mismísimo  occiso. El muerto declara haberse quitado la vida ante la humillación.
         En resumen, tanto el  bandido, como la mujer y el muerto confiesan ser autores y cada uno expone las  pruebas que lo acreditan.
         El lector se siente tentado  a revisar cada uno de los detalles, hallar en el propio texto el elemento  objetivo que deje en pie tan solo una de las incompatibles confesiones. Y es  que el cuento no da otras pistas que testimonios y confesiones. El caso no se  resuelve como un cuento de Agatha Christie, porque no es más que una apariencia  de cuento policial.
         Este cuento de Akutagawa  trata, entre otros, sobre un problema muy peliagudo: el de cómo las sociedades  deslindan la responsabilidad.
         La sociedad tradicional  japonesa, en la que transcurre el cuento, no soporta la deshonra que para ella  significa la calidad de víctima. Ante la sola idea de exhibirse como víctima,  aun en un juicio, prefiere cargar una falsa culpa: hacerse pasar por  victimario. Es una caricatura, cierto, pero una caricatura muy ilustrativa.
         Esta manera de relacionarse  con la justicia no es tan lejana. Todavía hoy en occidente, muchas personas  callan el daño sufrido. Ellas se sienten incluso culpables por haber sido  víctimas: por haberse expuesto al daño, en no pocos casos; en tantos otros,  porque las heridas tienden a cicatrizar antes de tiempo, sin ser limpiadas.  Estas víctimas en silencio en el peor de los casos acaban encubriendo a sus  victimarios al extremo de ofrecerse como culpables, ante sí o ante el mundo.
         Es lo que se ve, por  ejemplo, en tantos abusos sexuales o de poder, y que se sufren en silencio por  largo tiempo.
         Un mundo en el que todos son  culpables, sea por estos o aquellos motivos ocultos, es un mundo de impunidad  que, como en el cuento, obstruye la acción de la justicia. En el extremo, opera  aquel grito de los habitantes de Fuenteovejuna, en la pieza de Lope de Vega,  que ante la pregunta de quién mató al comendador, proclaman: ¡Fuenteovejuna!,  es decir, todos nosotros, el pueblo completo. O para decirlo con el Macbeth de Shakespeare: “la culpa es  feliz en muchas manos”.
         Pero hay un riesgo del otro  lado: un mundo en que todos son víctimas. O para ser más exactos: un mundo  donde hay tantas víctimas que hasta los culpables pueden parecerlo, pueden  servirse de un disfraz muy a mano. A la larga, un mundo de impunidad también.
         En su libro El otoño de la Edad Media, Johan  Huizinga caracterizó la época medieval como un tiempo de venganza y no de  justicia, uno en que los buenos eran radicalmente buenos (“enfermos de cuerpo y  mente”, por ejemplo, o sea, “irresponsables”) y los malos radicalmente malos.  En la Edad Media, dice Huizinga, la sociedad no reconocía su parte de culpa en  nada de cuanto considerase anómalo. De ahí que se haya dividido tan  exageradamente en facciones, las que se hacían reconocibles por sus eslóganes  propios, sus santos y señas, hasta los colores con que se uniformaban ciudades  enteras.
         Me atrevería a sugerir que  el historiador estaba de alguna manera proyectando en la Edad Media el mundo  que le tocó vivir a él. Uno de la locura totalitaria y nacionalista en que,  como escribiría el poeta Kurt Tucholsky, Europa se convertía en un “manicomio  multicolor”. Uno de banderas, de estandartes, de colores característicos, de  hinchadas, barras bravas, nazis, o sea, exageraciones casi siempre criminales. 
         Pues bien, ese mundo faccioso  no admite jueces. Todo tribunal de justicia es puesto bajo sospecha porque no  hay tercero imparcial en este mundo.
         Como dice la Blancanieves de  la escritora Elfriede Jelinek: “ajustar lo justo da mucho trabajo”. En efecto,  el problema de las víctimas y los victimarios es, en el fondo, el problema de  la justicia. Esa justicia —que fuera caracterizada en el mundo llamado  “clásico” como “dar a cada uno lo suyo”— ha sufrido bastantes deterioros y con  ello forzosas revisiones. Cuando la justicia no ha sido la del derecho, sino  que la de los propios hechos, o sea, la de la fuerza involucrada, ya fuera la  de los antiguos dioses o la de los nuevos hombres, esa justicia se llamó  también: guerra, una guerra respecto de la cual —lo sugiriera el artista y  teórico socialista William Morris— al menos se tiene la esperanza de una paz  duradera.
         Esa administración del  conflicto que llamamos “justicia” es un equilibrio precario. Su condición de  posibilidad ha sido “el tercero imparcial”. Ese tercero en el mejor de los escenarios  lo han sido los mismísimos jueces, pero a veces también los gobernantes,  historiadores, científicos, escritores, y quienes hayan recibido alguna cuota  de autoridad formal o de hecho.
         Un mundo dividido entre  víctimas y victimarios a todo evento, va arrastrando, poco a poco, a todos los  terceros en su torbellino. En él no hay trajes que se ajusten, sino disfraces  que se lucen. Y claro, es posible que en las más profundas cavernas  antropológicas del ser humano todos los trajes no sean más que disfraces, pero,  ¿no apela acaso la distinción entre víctima y victimario a una verdad más allá  de los disfraces? ¿No es, precisamente, la más ajustada justicia lo que se  busca en tal pesquisa? O sea, ¿no se busca desfragmentar el disco de las  culpas? “Ajustar lo justo da mucho trabajo”, y efectivamente, no hay justicia  que no se logre sin trabajo, sin tiempo, sin tomar las medidas del caso… a cada  caso.