Un caballo en un carrusel gira y gira, avanzando sobre sí mismo en una espiral cuyas distancias son más
internas que físicas. Su movimiento es tanto estático como perpetuo, un eco del motor inmóvil de
Aristóteles, la causa sin ser causada. En Espero que le gusten los caballos, habitamos entre la inercia y la
velocidad, entre el caballo que salta en el tablero de ajedrez y el que se desboca en el paisaje.
El libro hace preguntas sobre la memoria y la herencia. Como dice uno de los versos: "Ahora que vuelvo
a ese carrusel, tengo la misma edad de mi padre... en cada vuelta lo veía morir un poco más." Aquí, el
caballo no solo gira, también observa, y en su repetición constante encuentra la figura del padre. La
escritura se convierte en un juego de espejos: el yo y el otro, los adversarios en el juego de ajedrez, el
poeta y el traductor, el padre y el hijo, el blanco y el negro del tablero. Figuras que giran en un carrusel
que no se detiene. En ese vórtice, ambas posibilidades están presentes: la reconciliación y la ruptura.
Ingresar al poema permite recordar y, al mismo tiempo, alejarse, un movimiento donde conviven tanto
la repetición como la posibilidad de escape.
Los opuestos, visualmente representados por el blanco y negro, atraviesan el poemario. "El blanco no es
un color, pero quizá el negro lo sea, no lo sé," dice uno de los versos, sugiriendo que la oscuridad puede
ser tan generativa como la luz. La polilla, que aletea en el límite entre la luz y la sombra, es una imagen
indicativa de ese tanteo en la penumbra donde se engendra lo divino. Crear desde la oscuridad es dar a
“luz”, pero no desde la claridad, sino desde ese espacio intermedio donde las formas aún no están
definidas del todo.
Spinoza escribió que los hombres construyen a Dios en la penumbra, como quien tantea en la oscuridad
en busca de una forma, de una presencia que solo existe en el acto de imaginarla. Borges aparece en
este texto como un eco de esa búsqueda insinuando que la creación misma es una estrategia contra la
nada. Un engendrar contra la nada. En un momento clave del libro, Monzón instruye a Cafard: "Deje de
construir dioses como Borges, mejor engéndrelos en su cabeza." Este verso nos invita a pensar en la
creación no como una arquitectura de lo divino, sino como un acto de generación interna. Aquí
recuerdo el origen de Atenea, la diosa griega de la guerra y la sabiduría. Ella nace de la cabeza de Zeus.
En el contexto del ajedrez, es un acto de generación, cada jugada un intento de superar los límites
impuestos por el tablero. Al final, como nos dice Vladimir Cafard, "Dios es un límite que debe
resbalarse..."
Los caballos del carrusel, inhabilitados para correr desbocados, sujetos a un movimiento repetitivo, del
mismo modo que los caballos del ajedrez están atados a su salto en L, buscan justamente resbalar ese
límite. ¿Y si ese carrusel se volviera una isla de caballos desbocados, un espacio donde la inmovilidad se
transforma en carrera viva? El motor inmóvil sigue girando en su eterno desplazamiento sin
desplazamiento, pero en cada vuelta insinúa una fractura, un punto donde la mecánica se desarma y
algo puede salirse de su eje. El padre de Cafard "también daba vueltas como un caballo desbocado o
simplemente se quedaba aletargado en una sola posición frente al sol." Cafard ha creado un retrato
involuntario en su cabeza, ha engendrado una luminosa estrategia, su hija predilecta.
Con este libro no nos preguntamos a dónde lleva el carrusel, sino qué nos deja ver en cada vuelta.

Iris Kiya