Enrique Lihn

 
 

 

 

A 15 AÑOS DE SU MUERTE

La musiquilla de Enrique Lihn

El poeta llevó su escritura hasta las últimas consecuencias, abandonando el lápiz sólo
cuando la vida lo abandonó a él.

Por Mario Valdovinos
en Revista de Libros de El Mercurio
sábado 12 de julio de 2003.

 

La poética propuesta por Enrique Lihn en los libros que, con más o menos vicisitudes, decidió editar, puede ser vista como el intento de situarse a distancia de las voces de Neruda y de Parra, una visión lírica abierta más al intelecto que a la emoción, escéptica del progreso y de sí misma, melancólica e imprecatoria, más discursiva que metafórica y nostálgica a su pesar.

Tras inciertos estudios de pintura con Pablo Burchard: "...si por estudiar se entiende escuchar la lección del maestro como quien oye culposamente llover" (prólogo de Lihn a Álbum de toda especie de poemas). Lihn (1929) comenzó a publicar a los veinte años. Los textos de sus dos libros inaugurales, Nada se escurre (1949) y Poemas de este tiempo y de otro (1955), aparecen, en la lectura actual, como algo alejados del conjunto de la obra que desarrollo a partir de La pieza oscura (1963); alcanzó una de sus cimas con La musiquilla de las pobres esferas (1969) y vino a culminar con Álbum de toda especie de poemas (1989) -un recuento de su obra hecho por el propio Lihn- y Diario de muerte (1989), considerado su testamento.

La órbita del poeta fue complementada con rigor por su amigo Germán Marín, a través del rescate de los textos de opinión desperdigados en diarios y revistas e incluidos en El circo en llamas. Este volumen, editado en 1997, se originó en la propuesta hecha a Marín por Adriana Valdés, amiga y destinataria de versos compuestos por el poeta en los años finales.

Detrás de esta enorme creación literaria, esencialmente lírica -si bien incluye novelas, cuentos, obras teatrales, videos y dibujos-, estuvo la personalidad de un artista que hoy aparece como un fantasma de cuerpo presente. Una figura desdoblada con frecuencia en la del meteco enamorado en París de Nathalie, la musa inasible de Poesía de paso. El flaneur que deambula por las ciudades para regresar al horroroso Chile, donde decía estar sitiado ("Nunca salí del horroroso Chile"). El pasajero del metro y los autobuses que recorría Santiago leyendo y asimilando las teorías literarias en boga.

Al mismo tiempo, era un escéptico sin redención y un lírico que consideraba el mar como parte de su escritura. Amante furtivo y escritor peripatético del Parque Forestal -como toda su generación, la del cincuenta-; responsable de un método extravagante para leer mientras caminaba; el amoroso de la noche habanera y de María Dolores, la increíble cubana de diecinueve años, a la que hacía esperar en una calle de La Habana de los años sesenta, en el poemario La musiquilla de las pobres esferas.

En tanto histrión, se ataviaba con una capa y una máscara. Sin lugar a dudas fue el cronista del desamor, que no era capaz de dar puntada con hilo, según opinaba Cristián Huneeus, y exhibía en la penumbra una ética incuestionable. Lihn, en último término, se convirtió en la voz que clamaba en el centro de la capital, donde situó el lanzamiento de su obra El Paseo Ahumada, siendo interrumpido por la policía.

Esta silueta múltiple y heterogénea vino a cerrar su círculo, aferrado a la pluma, en los poemas de Diario de muerte. Él mismo lo expresó en este libro de escritura límite. Algo había aferrado a su cuerpo "como el nódulo al pulmón", semejante a "la pelusilla del cáncer". A un paso de la agonía, no se separó, al igual que Kafka, de sus cuadernos de sueños, en el que dejó estampadas las últimas huellas de lucidez.

Lo traté con timidez como su alumno de un par de asignaturas en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, en los años setenta. Junto a mis compañeros lo veíamos venir con el rostro sombrío y su bolso repleto de bibliografías destinadas al curso "Elementos para un análisis semiológico de la Belle Époque". Ese título le proporcionaba una retórica que le gustaba cultivar, aunque, en el transcurso de la clase, era capaz de pulverizarla y a la vez magnificarla como un viejo actor de provincia "bajo los truenos y relámpagos de una tempestad artificial que chapucea el utilero".

En las noches, en el hall del Departamento de Estudios Humanísticos, se vestía como un sheik y declamaba los párrafos de La orquesta de cristal, una novela editada en Buenos Aires durante 1976.

Su juventud fue extrema y la etapa adulta de una clarividencia sin imposturas, aunque no exenta de penas de amor y severas crisis de sentido. "Lo llamaremos a la Academia/ cuando solucione sus problemas de carácter", ironizaba en Diario de Muerte, su libro póstumo. La enfermedad innombrable lo atacó en forma prematura. En sus momentos finales lo asistieron: "Dos o tres mujeres que me apoyan como buenas samaritanas".

El colofón lo puso él, sin doblegarse a la piedad por sí mismo. No echó pie atrás en sus convicciones tan deslumbrantes como laberínticas. Consecuente hasta la intransigencia, dejó en su último libro una prueba irrefutable de sus incertidumbres y búsquedas, una crónica del peligroso tránsito entre el país de los sanos y el de los enfermos:

"Con los enfermos cabe una creciente complicidad/ que en nada se parece a la amistad o el amor/ esas mitologías que dan sus últimos frutos a unos pasos del hacha".

Murió en Santiago, en su departamento de la calle Passy 061, el 10 de julio de 1988.


 

imagen: Jimmy Scott

 

 

 
 

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