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Antológuese Usted Mismo

Por Luis López-Aliaga
Revista de Libros de El Mercurio N°881, Viernes 24 de marzo de 2006

 

Resulta extemporáneo pensar en una sola antología que logre expresar algo así como el estado de las letras nacionales en un momento determinado. Y más difícil aun plantearla como una fotografía del futuro, donde se anticipan los nombres de quienes ocuparán el lugar de las generaciones a las que, de paso, se les busca poner fecha de caducidad. Es el riesgo o la arrogancia de antologar autores jóvenes, cuyos trabajos se insertan dentro de un proceso personal de búsqueda que, incluso, mantiene en tela de juicio la propia vocación literaria.

Son esfuerzos propios de una modernidad totalizante, de discursos universales, abarcadores y, en el fondo, autoritarios. Porque algunos nostálgicos parecen echar de menos el orden enciclopédico de aquellas antiguas y laboriosas antologías del siglo pasado, cuyos títulos solían contener palabras como "nueva" "joven" "actual" "crítica" y "chilena". Detrás de esos intentos se esconde siempre un ungido que traza el mapa y define el orden de las cosas, y un lector que secretamente anhela la certeza de la verdad revelada.

El problema mayor está en la imposibilidad de liberarse de la figura del antologador o compilador, según prefiera llamarse a sí mismo quien emprende la tarea, a veces titánica, es cierto, de seleccionar, ordenar y editar textos ajenos. Y propios, si el involucrado considera que debe de formar parte de esas páginas; aunque a veces hasta parece que el compilador más bien selecciona, magnánimo, a quienes estima dignos de acompañarlo a él en cierta cruzada reivindicativa. Es la nostalgia del manifiesto, desde la cual el seleccionador se ve expelido a justificarse mil veces, hasta convertir su propia figura en la única protagonista del tenue espectáculo de publicar un libro. Y desde este egocentrismo o esta inseguridad latente se vuelve a recurrir a un orden forzado y tendencioso, intentando de paso definir un enemigo que justifique nuestra existencia en el mundo (literario) y aplaque quizás el miedo inconfeso a la dispersión y el caos.

Porque al parecer cuesta aceptar la fragmentación casi infinita de los espacios desde donde hoy se define e inventa lo literario. Un mundo inabarcable por un solo cuerpo antológico, por muy minuciosa y aguda que sea la mirada del o los compiladores, quienes aunque formalmente reconozcan esta imposibilidad, no están dispuestos a convertirse en poco más que un obrero de una causa modesta y tentativa.

Hoy las batallas son cada vez más dispersas y limitadas, de modo que cualquier esfuerzo por deificar un enemigo devela, finalmente, un defecto de percepción visual, al estilo del Quijote y los molinos de viento. O la expresión, apenas encubierta tras un prólogo más o menos poético, más o menos académico, de una megalomanía mal tratada. Ante el autismo de la academia, se opta por poner la mira en las definiciones periodísticas que, por urgencia y necesidad de síntesis, suelen reducir los fenómenos literarios a un par de hechos más o menos visibles según el viento del mercado. Pero construir desde ahí, por filiación o rechazo, un andamiaje conceptual que justifique una elección antológica no sólo parece voluntarismo, sino que también flojera.

De todos modos siempre vale la pena dar la batalla, cada vez más heroica, de publicar textos literarios; porque polémicas más, polémicas menos, queda siempre la posibilidad de remitirse a los trabajos antologados y encontrar allí un cuento o un poema que vitalice en el lector el entusiasmo por lo literario. La metáfora resultará odiosa; para muchos, pero una antología se parece bastante a un mall o a un supermercado donde el lector puede vitrinear sin apuro hasta dar quizás con un autor que, después de la degustación, logre despertarle el apetito de seguir leyéndolo. ¿Y acaso no es eso suficiente para justificar una antología y la posterior ventolera de sospecha o definitiva enemistad que despertará el compilador entre los muchos autores que se sentirán excluidos?

Porque toda antología supone siempre una práctica de exclusiones y arbitrariedades que tiene que ver tanto con la naturaleza incierta del material con el que se trabaja como con las limitaciones de la visión periférica. Vale la pena entonces rescatar la dignidad de la palabra "muestra", con toda su carga de parcialidad y su inminente potencial de reproducción múltiple y casi infinita. Por eso parece absurdo tanto sentirse excluido como imaginar que la inclusión significa una garantía de presencia futura.

Y también el lector debiera someterse al vértigo y asumir que al final del recorrido antológico no encontrará verdades definitivas respecto de las diversas generaciones literarias o a supuestas corrientes estéticas o cualquier otra delimitación que se nos prometa.

Es mejor pensar, como autor y como lector, que siempre existirá una antología con la cual uno pueda sentirse cómodo. De cada cual según su capacidad; a cada cual según sus necesidades, de acuerdo al viejo precepto marxista. Y no olvidar nunca que, al fin de cuentas, el único antologador confiable sigue siendo el tiempo.

 

 

 

 

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