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LA TELE Y YO
Los años maravillosos

Por Luis López Aliaga
Revista de Libros de El Mercurio, viernes 5 de mayo de 2006



Mi primer recuerdo televisivo es del siglo pasado. En la sala de mi casa está la inmensa caja de madera, un mueble sobre el cual hay un mantelito a crochet y un florero de cristal del que asoman dos claveles plásticos. Ante los ojos desmesurados del niño de entonces, el techo de la sala es altísimo y las cornisas de yeso adquieren formas diabólicas si se las mira durante mucho rato. La pantalla del mueble tecnológico muestra a un tipo con el torso desnudo encaramado sobre los hombros de sus eufóricos compañeros de equipo. Figuras distorsionadas por el satélite y por la versión más elemental de los tubos catódicos; rostros alargados en la pantalla, como un modesto Greco en movimiento. Frente al aparato, mi familia y un grupo de amigos de mi padre que toman cervezas y comentan los pormenores de esa final de fútbol en México 1970 y de la proclamación definitiva de un rey en blanco y negro, el rey Pelé.

Si lo pienso bien, mi primer recuerdo televisivo es también mi primer recuerdo, a secas. Mi memoria funciona, de algún modo, con la tele prendida. Aparatos nuevos y viejos asociados a eventos deportivos o políticos, programas de humor y festivales veraniegos como música incidental de mis primeros desencantos amorosos: la televisión funciona así, lo más alegre es muchas veces lo más triste. Como sea, es parte de mi identidad, de mi memoria. Por eso me agrede escuchar a los déspotas ilustrados que culpan a la televisión de todos los males de este mundo. Entre ellos, de los bajos índices de lectura. La televisión sería el monstruo que, con risas grabadas de fondo y la boca babeante de frivolidades, se devora a los lectores en su embrión, sin dejarlos ver la luz del conocimiento. Pero si aceptamos sin más que el gran rival de la lectura es la televisión, si convertimos a la "cajita idiota" en el chivo expiatorio, entonces tendremos que asumir también una derrota lapidaria, por barraca. Para mí, en todo caso, no existe tal conflicto de intereses: abro un libro o enciendo el televisor con idéntica curiosidad por el mundo que hay allí dentro. Pocas veces la televisión consigue deslumbrarme, es cierto, pero tampoco los libros son infalibles. La televisión está pensada —como algunos libros también— para el consumo rápido y para el olvido.

Hasta que a veces ocurre el milagro.

A fines de los ochenta, por ejemplo, ocurrió Los años maravillosos. Ahí, en esa serie que transmitió Canal 13, hay más literatura que en las cursilonas sofisticaciones de género o en las "desbordantes" fantasías fabricadas con el manual de mercadotecnia que se publican hoy. La serie tiene que ver, precisamente, con la memoria. Es la historia de Kevin Arnold, un adolescente de clase media cuya características principal es su normalidad. ¿Dónde esta la gracia entonces? En la magistral implementación de un recurso que es en esencia literario: el narrador en primera persona que interviene la acción para marcar con su mirada lo acontecido. En este caso es la voz en off del propio Kevin Arnold convertido en un adulto que mira el pasado con esa mezcla de ironía y piedad que pedía Hemingway para cualquier relato.

Es un recurso en esencia literario, porque se asume que ni la imagen ni la acción son suficientes, se requiere de la palabra para completarlas. La exitosa Everybody hate Chris, por ejemplo, le debe casi todo a este recurso; y también muchas de las mejores series actuales como Desperete housewives o My name is Earl. La voz en off es la interpelación directa del narrador al lector, convertido, en este caso, en espectador. Es un pedido de comprensión que en Los años maravillosos lleva también la voz de Joe Cocker: I get by with a little help from my friends. Aunque incluso la música pasa por el tamiz literario de Kevin Arnold, y un Cat Stevens pronto a convertirse al Islam se puede escuchar con la sutil ironía de quien conoce el final del cuento. Arnold relata su pequeña historia personal manteniendo siempre la Gran Historia como telón de fondo. La llegada del hombre a la Luna, la guerra de Vietnam o el asesinato de Kennedy se mezclan con sus intentos por conquistar a su vecina o con sus problemas para mantener bajo control al demonio de su hermano mayor. La serie apela a la nostalgia, sin duda, pero no a una nostalgia fofa y complaciente. La premisa no es que "todo tiempo pasado fue mejor", sino más bien que todo tiempo pasado explica lo que somos hoy, con nuestras luces y nuestras sombras, como individuos y como sociedad. No sé si Alfredo Sepúlveda vio la serie, pero su novela Las muchachas secretas tiene mucho de Los años maravillosos. Los adolescentes son ahí santiaguinos y ochenteros, pero la mirada y el tono me llevan a pensar que para algunos de nosotros la televisión es también una influencia y un estímulo al momento de sentarnos a escribir. Y que, contra la opinión de los ilustrados, después de ver Los años maravillosos a uno le bajan ganas de leer más libros y de seguir viendo más televisión. "

 
 


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