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Tijeretazos

Cuento de Lina Meruane
En "Se habla español : voces latinas en USA", Alfagura, 2000

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How can I live my life without
commiting an act with a giant scissors?
JOYCE CAROL OATES


Chaschás.

Chas.

No eran los pies planos de Zec, su caminar de pasos cortos y tambaleantes, los tacones de goma sobre las planchas de metal; chas, chas, chas, ni era pesado el anillo de plata, un elevado pezón de rosa espiral, golpeándose contra las planchas del ascensor. Zec llevaba las manos en el bolsillo desde el accidente aquel, hacia tanto y tanto tiempo en casa de su tía, allí, a orillas de la playa, en la ínsula mapochina. tan y tan lejos.

Gud mornin leidis, decía en ese instante, como cada vez que se abrían las pesadas correderas; gud mornin, el ascensorista regordete de pitza de jamburger de arroz con frijoles y plátano dominicano en la cientonoventa de esa otra isla en la que ahora estaba Zec, una isla sin palmas ni cordillera de la costa, una isla sin volcanes ni ríos sucios como el del Mapocho.

Men, jau yur duin, repitió dentro del cubo metálico atiborrado de... gente de color. Así les decían a todos ellos, a ella misma incluso, pensó Zec, espiándose un retazo de pellejo más bien pálido que asomaba entre su manga y el bolsillo, o sería por las ropas que usaban, la combinación de prendas en la paleta de un pintor abstracto, observó, ella, que seguía vistiéndose de riguroso azul escolar; o por las uñas moradas de la mujer que tenía al lado; y el pelo, ciertos peinados que jamás iba a lograr.

Gud mornin, joni. Era bien oscuro de piel, pero no negro como los carboncillos que Zec usaba para dibujar. Llevaba unos lentes descomunales, el ascensorista; atisbó por encima del grueso marco a la Zec de azul que acababa de entrar como quien se hunde contra su voluntad en un mar frío y demasiado calmo: aguantando la respiración.

Jau yur duin, ai sei. Y de vuelta, un poco a la rastra, medio dormido, respondió el coro disonante: fain, okey. Y se cerró la puerta, y Zec se quedó quietita, con los ojos entrecerrados, detrás del cuello grueso, rollizo, mal recortado del ascensorista, un desparramo de hombre atrincherado con ritmo sobre su banqueta de trabajo, frente al equipo panasonic chorreando salsa y merengue, con el diario de la tarde, el diario dominicano, abierto en la página sangrienta de Maceras, negros muertos y negros asesinos y blancos la misma cosa, chas, en un idioma que Zec apenas entendía.

Y entre todos ellos, los vivos, los muertos y los condenados y sus víctimas, Zec intentando encontrar un espacio de aire. Zec empinada sobre sus zapatos, Zec, la derecha clac en el metal —la rosa estrangulándole en índice y golpeando duro, clac— mientras descendían hacia la línea roja del metro, un largo periplo hacia lo más hondo de esa isla a la que había llegado sola, la noche anterior, Zec.

Java gud dei, pip`l.

Y Zec, la zurda en el bolsillo chas-chas-chas con su tijera.

Los vagones avanzaban tactac, tactac, y Zec dejó entonces de abrir y cerrar a velocidad las hojas de su sísor. Frenaron otra vez los destemplados vagones. En un abrir y cerrar de ojos las puertas habían liberado a algunos —al de bigote que hacía calistenia entre los barrotes del metro, al anciano que cantaba desafinadamente bajo el efecto de los audífonos con los ojos cerrados—, y en otro abrir y cerrar de ojos, las mismas puertas habían aprisionado a nuevos mortales.

Tactac, tac tac, el bamboleo plácido antes del siguiente chirrido. Un nuevo chas en el bolsillo de Zec, el pájaro agazapado intentaba liberarse.



La mujer se peinaba una larga trenza, larga larga, parecía no acabar de peinarla, y se quitó el cintillo, y los lentes, y sus enormes ojos y las enormemente largas pestañas brillaban, la mujer en la esquina, sentada en el suelo jaspeado del vagón, lloraba, y Zec no entendía por qué, si era bella, si llevaba zapatos viejos, si no hacía frío sino una temperatura de contingente humano, si su pantalón a manchones la hacían comparable a un leopardo sarnoso, si parecía tener todos los huesos donde debía y sin doblez ni magulladura, si era mujer con poco pecho y manos grandes, además, y todos en el carro la vigilaban. Era el centro de la atención de los aburridos viajeros. Sollozaba ruidosamente, pero Zec debió desistir: la nariz de la mujer comenzaba a derramar una elástica lágrima que sorbió con los labios; Zec sintió un mareo, como si le dieran un tirón por dentro del ombligo, y los números de la estación le parecieron esta vez, sí, cada vez más y más pequeños, y sudaba.

Huyó de un brinco, antes de que se cerrara otra vez la jaula andante. La sísor agarrada con la izquierda.

Sin fijarse más en nadie, olvidada ya de la llorona con los mocos colgando, ascendería por las escaleras de esa cripta hedionda; y vio venir la calle, y ya no era ese puerto, la guau nainti, donde los colonos isleños de latitudes tropicales, ni era la grisácea ínsula mapochina, con su hilo de río y sus montañas tras la nube contaminada. La ciudad, el daun taun, era ésa otra isla, fría y adoquinada y rascacielos. Chaschás. Zec sonreía.

Se detuvo otro respiro a admirar los torreones del narcisismo. Palabras de su padre, más bien, de su padrastro; ese padre que dejaba caer metaforones de unas novelas en papel roneo que leía de noche, de turno en turno, entre partos urgentes y acuchillados de madrugada en la Posta Central. Entre los torreones cubiertos de espejo había otros menos vistosos, parecidos a los de su ínsula.

Zec hurgó en su chaleco, el papel donde su padrastro enfermero había anotado la dirección del hospital. Para que vayas a visitarlo, había sugerido en el aeropuerto mapochino, que más parecía una destartalada estación de buses provinciales que aparcadero de aviones. Para que vayas a visitarlo, repitió Zec como un eco; las palabras se desprendían de sus labios como humo de cigarrillo, la permanente humareda de su padrastro. La misma humareda que se desprendía el día entero de los labios de tío, más bien, de su tiastro, ese señor tan fino que se la pasaba frente al piano de cola con una mano sobre las teclas y la otra en el vaso de whisky; vestido con una bata roja de dibujitos chinos.

El tiastro, pensó Zec perdida entre peatones en la esquina de una plaza de árboles pelados y de carteles llamados Washington Square, el hermano de su padrastro tenía un acento bien extraño, medio mapochino, medio dominican. Hablaba de la cientonoventa pero decía la guashinton haits, ¿oíste? Y esa misma mañana, le había preguntado pa dónde vas, mi amol, con esa sisor. Y ella le había guardado su tijera, y le había dicho que a visitar el hospital donde le habían metido el mal al cuerpo. Porque desde entonces, pensaba Zec, ella era uno de esos seres de las películas gringas, seres con anillos rimbombantes, seres con jeringas en la cartera y una tijera chas chas-chás, seres dobles —ella y la titiro, más bien la titi, escudada bajo su piel, extraña como un secreto y traicionera.

Un paso y un tijeretazo. Otro paso, chas, por la Lexington, hacia el torreón de la patología. Había sido asimilada en ese voyager, se había dicho Zec la tarde anterior al apagar la tele de su tío tiastro. Se recordó arrastrando tubos, el suero —chaschás, iba avanzando por la avenida—, se veía como en las películas, apoyada en una ventanita por la que de noche —chas— ojeaba la oscura galaxia de estrellas amarillas, alguna que otra fugazmente roja, amarilla, verde, otras fugaces avanzando por las calles mientras ella pedía un deseo, morirse, caer muerta por un rato, y despertar sana y salva, sin las venas con marcas moradas, sin la visita del galeno que metía su dedo en un guante con olor a plástico y se lo introducía entre las piernas —después ella hacía un pipí cremoso con olor a vainilla y a detergente— y lo frotaba, el dedo plastificado y lechoso del galeno frotaba, sobre un vidrio rectangular, y hablaba de fungi, de yist —hongos, mi niña, traducía una enfermera demasiado morena y con unas caderas que parecían infladas con bombín—, y Zec se preguntaba si le florecerían champiñones entre las piernas y se quedaba muda, sin atreverse a preguntarle a las caderas vestidas de blanco de la mujer de risa tan estrepitosa, de voz estentórea, sin atreverse a tocarse entre las piernas (tal vez por tocarse tanto le iban a salir callampas y coliflores ahí). sin atreverse a mirar al dóctor, que le sonreía sacándose el dedo de látex para tirarlo a la basura, y ella miedo, miedo, tragando saliva como si fueran lágrimas, y deseaba morirse, morir esa muerte falsa de las películas que le contaba su padre, y despertar en su casa, en una casa, cualquiera, con su mamá espiándole el movimiento del párpado, y su padre leyéndole el pulso con el libro de turno puesto en pausa sobre la huesuda rodilla.


En ese lugar, ahora comprendía, le hablaban en metaforones como los de su padrastro. Y las callampas chas chas no eran más que de los cuentos, le habían injertado la enfermedad ahí, ahora comprendía, chas chas, chas, chas, chas, chaschás.

Graznaba, era un hombre y graznaba. Por fin. Zec sonrió, pensó en el programa de la noche anterior en la tele. Ese hombre también había sido asimilado, o era un borg en plena conversión. Le habían hablado del hombre pájaro que andaba por esa isla, y se lo había topado en plena calle, ella, que había pispado al cielo por si sobrevolaba, ella que había sospechado su nido en la cumbre jeringa del edificio del «estado del imperio» —el tío toca-que-te-toca vestido en su bata oriental insistía en traducirle lo intraducible—, ella, que se fijaba en los puentes colocados a altura entre edificios, infructuosamente. En esa isla no había ni palomas ni palmeras, pero sí existía el hombre que graznaba.

Zec lo alcanzó en la esquina, y lo examinaba.

Dount ster at gim, joni, le había susurrado una señora pálida, pálida y dientes de vampiro, antes de cruzar la calle, y Zec no entendió bien, tal vez no oyó nada entre los taxis amarillos y el hombre pájaro, negro negro, palmas café con leche, plumas de pato brotando de su sombrero. O se hizo la loca y no dejó de mirarlo, y el pájaro negro palmas café au lait sacando pecho.

Luz roja para los autos, y un WALK

El hombre continuaba graznando para la sorprendida Zec, chas chas, sonriente. Zec quiso entablar diálogo, y sacó sus sísors por primera vez en la isla, pero él no la escuchaba a ella, ni el metal de sus tijeras, chas; él solo tenía ojos para las aves urbanas, tal vez, maldito borg, te lavaron la memoria en el torreón, y Zec se cansó de seguirlo, y se detuvo y le dijo, a grito pelado, porque nadie le entendía, nadie le prestaba atención siquiera, de todos modos no tienes pico, pajarraco, y no vas a poder defenderte a picotazos la próxima vez, oíste? yo, en cambio tengo mis tijeras.

Y así fue como entró al hospital. Am luking for mai moder, sic, verisic, con cara de pena y el bolsillo silencioso. Ningún detector controlaría su entrada, nadie revisó el higiénico cuartito de baño donde Zec se sentó hasta el anochecer, mordiendo un sanguich de tuna salad—atún, niña, ¿oíste?, le explicó el tío empinándose el vaso, con fat-free mayo— antes de que titi apareciera y le hiciera sentir mal, fatigada, hipoglicémica, chas chas: diabética. Y así fue que Zec se escurriría por debajo de los ojos dormidos de las enfermeras, las muchas gordas de blanco y las minorías flacas de blanco, y entraría a las salas silenciosamente, salas largas como laboratorios, donde otros como antes ella, niños todavía, estaban siendo asimilados, y en una nada, sacó las sísors y fue cánula a cánula. despilfarrando, chaschás.




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