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Señales de nosotros


Por Lina Meruane
Publicado en CASA DE LAS AMÉRICAS, N°300, julio - septiembre de 2020


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Ximena, Claudia:
son nuestras estas señales


La violencia militar pasó por nuestro lado como un huracán de clavos y esquirlas, sin herirnos, sin rasguñar a los nuestros. Nadie que conociéramos había sido allanado, interrogado, torturado, exiliado: eso creíamos nosotros, los estudiantes del colegio británico. Eso nos contamos durante años: que no estábamos timbrados por el sello de la detención, o de la desaparición y el duelo que marcó al resto de Chile. Durante mucho tiempo ni siquiera supimos que existían esas palabras y menos las víctimas de esas palabras, de esos hechos. Decíamos, es mentira, repitiendo lo que mentirosamente se nos decía. Era como estar hipnotizados. Era como vivir de espaldas. Era como existir en un universo paralelo donde nuestra única hazaña era aprender nuevos sustantivos y nuevos verbos en inglés. La realidad continuaba ocurriendo en castellano, las señales de la violencia a nuestro alrededor seguían apareciendo, sutiles, pero las dejábamos caer en el hoyo negro de la memoria de los seis y siete o nueve años. Éramos una página en blanco donde tanto debía escribirse y donde nada que importara se escribiría; o quizá sí se escribiera, alguna vez, pero en el margen, como anotaciones sueltas que sumadas a lo largo de los años acabarían por revelar lo evidente: que aun cuando la violencia no hubiera herido nuestra carne propia, todos habíamos sido tocados por la dura vara del régimen.

Durante años seguimos insistiendo –un cándido coro sustentado por una orquesta feroz– que nada estaba pasando, que los rumores eran infundados, que la dictadura no era tal. Y era tan fácil ese convencimiento. Entonábamos al unísono la misma canción sin darnos cuenta de que no cantábamos lo mismo y que había solistas disidentes que pronto dejaron de cantar o nosotros dejamos de oírlos.

Señales hubo siempre, pequeñas historias que caían salpicadas a nuestro alrededor y que pronto se arrumbaban en el olvido porque eran contraseñas que nadie nos enseñó a leer. Señales para las que no teníamos herramientas ni manuales, nosotros, los niños y las niñas del colegio inglés. Niños de oscuro uniforme. Niñas de corbata e insignia. Ahí viene ahora una de esas señales, viene arrastrando su bolsón gris, se acerca investida en su jumper azul, con sus calcetines también azules subidos hasta la rodilla y su camisa blanca. La manga enrollada o quizá recortada para dejar pasar el brazo roto y el yeso que lo envolvía. Era una señal de pelo rubio y de ojos hinchados y enrojecidos que no habían derramado lágrimas por la rotura del hueso. Qué le había pasado, entonces, le pregunté a la señal llamada R., y ella, olvidada de su brazo, contestó que acababa de hablar con su padre, pero apenas unas palabras porque llamaba con monedas desde un teléfono público, él, que hacía meses andaba arrancado sin que ella supiera dónde. Estaba escondido. No sabía si volvería a verlo, dijo ella con los ojos brillantes mientras yo le firmaba el brazo tieso. Se sonó con la otra mano y se disculpó por llegar tarde, R., que ya no vivía en ese palacio en las afueras de Santiago. Escalones de piedra. Leones de mármol. Cuadros murales que atravesaban la enorme sala por la que corríamos jugando a las escondidas. Se habían ido por un tiempo de esa casa que era de su padre comunista y nieto de un antiguo presidente. Un padre huyendo entre leones quietos. Un padre jugando en serio a las escondidas. Fue tan sorprendente y a la vez tan secreta esta revelación que yo permanecí en silencio mientras me sentaba junto a ella en el pupitre y hundía los ojos en mi cuaderno aterrada ante la posibilidad de que mi padre también se perdiera un día por algún agujero insondable. Sin que yo supiera dónde. Sin monedas en el bolsillo para llamarme.

Hay agujeros en los bolsillos de la memoria de esos tiempos. Hoyos por donde cayeron nuestros recuerdos para impedir que el horror se materializara entre nosotros, para evitar que nos hiriera como me iba a herir después. La vida que me empeñaría en transcribir intentando entender ese pasado hecho de olvidos asustados, olvidos como sacos donde metimos lo que temíamos para tirarlos a la acequia. Olvidos como gatos indeseables que hacíamos desaparecer. Algo he podido recuperar, alguna escena con pelos y señales, pero no logro regresar a lo que sentía, a lo que pensaba, a lo que me impedía inquirir por las verdades que nos arrojaba de vez en cuando la realidad. Quizá porque era único ese relato de lo posible, quizás porque era una versión que nos hacía sentir a salvo y a eso nos arrimábamos, como a los umbrales de las puertas y a las paredes más recias en un país de terremotos. Nos habían enseñado a meternos bajo los pupitres cuando temblaba y eso hacíamos todo el tiempo: meter la cabeza y el cuerpo en moldes que nos parecían seguros aun cuando fueran pequeños e incómodos. Y acaso las preguntas amenazaran con resquebrajar el relato antisísmico de nuestros padres; quizás ellos mismos necesitaran de esos andamios puestos por la dictadura para poder dormir por las noches. Todos habíamos puesto nuestros ladrillos ahí y no parecía posible quitarlos de a uno sin que la vida entera se viniera abajo. Nuestra vida de clase media que soñaba con escalar hacia posiciones de poder. Nuestra vida futura en la que no se nos cruzaban las vidas de los otros. No conocíamos a esos otros. No estábamos seguros de quiénes eran y tampoco entendíamos que sufrían.

Los otros no aparecían en nuestras pantallas (parecían tan ausentes o escondidos como el padre de R.). Al prender el televisor nos encontrábamos, en cambio, con frecuencia, al dictador. No importaba la hora: la programación era interrumpida por el entonado coro del ejército cantando nuestro himno nacional. Entonces él hacía su aparición. Su bigote en blanco y en negro. Sus labios torcidos hacia abajo. Su voz pituda y nasal arrastrando las palabras mientras nos hablaba de lo bien que iba todo en nuestro país. Ahora que habíamos extirpado al cáncer comunista. Ahora que íbamos por buen camino bajo la tutela de la junta que él comandaba como un padre protector. Nos visitaba también su mujer en la pantalla. Ella lucía su gran dentadura y sus hinchadas mejillas y enormes sombreros siempre distintos y siempre en blanco y negro (la vida, como la televisión, no conocía el color); se lucía, ella, rodeada de una sonriente comitiva de pobladoras que trabajaban en aquella fundación que «proporcionaba bienes espirituales y materiales a la mujer chilena»: educación en la artesanía y en la cocina y en el cuidado de la familia que ellas recibían como hechizadas por las virtudes de la decencia y del patriotismo. Qué felices éramos mirándolos a todos felices en la televisión.

Acaso porque las cosas parecían ir bien no nos preocupaba aquello que entonces se decía, que alguna gente murmuraba o exclamaba golpeando la mesa (pero no nuestros padres que no hablaban de política), eso que iba tan a tono con los discursos transmitidos por el canal nacional y por todos los otros canales, en cadena nacional: que la violencia, en caso de existir, le tocaba solo a quienes la merecían. Algo sin duda habrían hecho y les correspondía un castigo mientras que a los demás nos tocaba estudiar con tesón, sacar buenas notas, portarnos bien.

Portarse bien: escucho esta frase como si hubiera sido parte de nuestro repertorio. La oigo en distintos registros, con toda clase de arreglos. No recuerdo, en cambio, mi voz preguntando qué maldad podía haber hecho el padre de R. para que los militares volvieran, cada tanto y sin aviso, a buscarlo. Qué maldad suya podía justificar lo mal que se portaban los milicos en su casa. En las noches de allanamiento la madre de R. le ordenaba esconderse, a ella, debajo de la cama; le ordenaba cerrar bien los ojos y taparse las orejas con las manos y pensar en cosas apacibles o bonitas o divertidas que contrarrestaran el terror. Cosas agradables, decía R., aunque no sé cuándo fue que me lo dijo, cosas chistosas entre bototos negros y órdenes y zamarreos sufridos por su madre mientras los milicos le decían que ya encontrarían a su marido y que no habría piedad ninguna con él, por más rubio y más nieto de presidente que fuera.

Es cierto que el férreo orden de la junta había empezado a recibir golpes de fractura. Pese a los esfuerzos de los militares por ocultar la evidencia material de los crímenes la verdad empezaba a escribirse en diarios que yo aún no leía y que de seguro ninguno de nosotros siquiera hojeaba todavía. Solo leyendo hacia atrás pude recuperar lo que ocurrió a cinco años del golpe. La aparición de las primeras osamentas. Quince cuerpos de campesinos acribillados y lanzados a los hornos de cal de un pueblo llamado Lonquén al que yo viajaría muchos años después, sola, en bus, por un camino de tierra. Quince cadáveres a los que todavía les quedaba algo de piel y de pelo en la cabeza y de ropa rasgada quién sabe por quién. Quince osamentas maniatadas. Ese hallazgo que coincidía con el final del año 1978 certificaba la existencia de las violaciones y venía a convulsionar la comodidad del no saber nada en el que vivíamos nosotros, casi a pesar nuestro. Saber o no saber, nosotros: a los ocho años no solo no leíamos la prensa, dudo que conociéramos la palabra osamenta o que algún profesor nos hubiera soplado una línea sobre ese episodio fundamental de la historia de Chile. Nuestra vida continuaba imperturbable entre las tareas y las horas de gimnasia y las sesiones del coro donde R. y yo hacíamos de solistas.

Por la razón o la fuerza todos los lunes en la mañana nos ordenábamos en línea, por curso, por orden alfabético, ante la benevolente fotografía del dictador: frente en alto, guantes blancos, uniforme de gala azul-mar coronado de galones y cruzado por una banda en los colores de la bandera, y, sobre el pecho, el escudo: la estrella de cinco puntas rodeada por el huemul y el cóndor de cabezas coronadas. ¿Por la razón o la fuerza? Se arriaba la bandera mientras nosotros, los alumnos y alumnas del colegio inglés, cantábamos, completo y de memoria, por la razón y con energía, el himno nacional. En algunas ocasiones entonábamos además los obligados himnos de las Fuerzas Armadas. El del ejército, pasan los viejos estandartes, que en las batallas combatieron, y que empapados en sangre a los soldados guiaron... El de los marinos, su silabeo entrecortado a ritmo de marcha, ¡lis-tos-a-ca-zar-las-ve-las...! El himno de carabineros, que de todos es el que mejor recuerdo. Orden y patria, es nuestro emblema, la ley espejo de nuestro honor.... El cancionero incluía letras religiosas y el breve himno a la Reina de Inglaterra que era tema recurrente en nuestro repertorio. En el colegio británico alternábamos las lenguas y los cantos. Fuera de la asamblea escolar, más allá de las rejas y lejos de esa avenida con nombre de príncipe también inglés, había otra alternancia entre Chile e Inglaterra: la complicidad entre el dictador chileno y la primera ministra inglesa. Dos manos duras contra el socialismo y los sindicatos y una secreta alianza contra Argentina. Nosotros, los chilenos, los más ingleses del Continente; nosotros, los aplicados alumnos de ese colegio laico, le cantábamos a Dios para que salvara a una reina lejana y a esa primera ministra que invitaría, en más de una ocasión, al dictador a tomar un english tea con scones.

Del año de Lonquén lo que recuerdo no es Lonquén. No es la cal viva que impidió que se levantara el olor a los cadáveres, ni es el hallazgo y sus repercusiones. Lo que recuerdo vivamente es el miedo a una inminente guerra con Argentina, ese país regido por militares tan déspotas, testarudos y ávidos de conflicto como los chilenos, a propósito de la histórica indefinición del trazado fronterizo sobre el canal Beagle. Pienso ahora que acaso a nuestro dictador le conviniera ese desacuerdo para demostrarle a Chile cuánto estaba dispuesto a arriesgar con tal de defender unos metros australes. Acaso fuera el momento perfecto para arrimarse al políglota papa polaco de alma anticomunista, y hacer de él otro aliado. O acaso ese drama bélico fuera una eficaz cortina de humo lanzada sobre las osamentas encontradas en los hornos abandonados. Detrás de esa cortina yo vi aparecer a mi padre vestido de soldado raso, calzando grandes bototos negros número cuarenta y cinco que debieron ser difíciles de conseguir en ese Chile de hombres bajos. Los ojos empañados de la memoria sobrevuelan ahora esa escena doméstica y me pillan en la cama matrimonial, junto a mi madre, mirando ambas a mi padre abrocharse los cordones; me ven pensando que se trata solo de un entrenamiento sabatino pero estoy temiendo que parta al frente como médico de reserva y nunca encuentre las monedas, o los teléfonos, o palabras suficientes.

Nuestras vidas eran tan apacibles como un campo minado, por eso nos pasábamos los días pensando en cosas agradables. Hubiéramos tenido que proponernos captar las señales de ese tiempo explosivo, pero aun cuando las captáramos e hiciéramos una ficha con cada una, aunque las archiváramos diligentemente, carecíamos de un sistema para darles algún sentido. Nos llegaban frases sueltas que contradecían todo lo que nos habían enseñado. A veces estaban los sustantivos pero fracasaban los verbos, otras veces solo había signos de interrogación. Y sucedían cosas extrañas que caían en zonas mudas, sin advertencia. Al padre de C. se le había disparado un arma mientras la limpiaba. Eso nos dijeron en un país donde las únicas armas las portaban los militares o la policía de investigaciones. No nos explicaron por qué tenía una pistola ni para qué la estaba limpiando el padre de C., ni a qué se dedicaba. Pasó por nuestro lado el rumor de un suicidio pero también ese rumor se disolvió bajo el peso de un silencio al que empezábamos a acostumbrarnos.

Era tan fácil morir de un disparo pero tan difícil, entonces, entender de dónde venían las municiones. Era tan fácil vivir con las manos mojadas. Tanto mejor pensar en cosas agradables.

Nuestro sufrimiento se reducía al área de ese pasto inmenso en el que se pintaban de cal los bordes de canchas de tamaño regular. Canchas de hockey. Canchas de futbol. Canchas de rugby o de vóley. Eran muchas canchas las que se desplegaban al interior de la enorme cancha del colegio donde dominaba el lema del sufrimiento: no pain, no gain, nos gritaban las profesoras de deporte a nosotras y lo mismo recibían como mandato nuestros compañeros. El pain, el gain y el fair play eran el padre, hijo y espíritu santo que regía nuestras vidas escolares, y justificaba, de paso, nuestro reglamentado ejercicio de violencia con la chueca de palo, la dolorosa bola de acero lanzada a los tobillos del equipo rival, o la puntuda pelota de rugby que nuestros compañeros se disputaban dándose de hombros y de cabezazos: los unos contra los otros. Y no era extraño escuchar durante la jornada que acababa a las 4 el tecleo de los toperoles sobre el cemento, ver pasar camillas con deportistas ensangrentados camino a la enfermería. No se ganaba bien si no se sufría lo suficiente.

No nos inquietaban ni policías ni pistoleros ni esos agentes de civil que llamábamos guardaespaldas. Sus Opalas estacionados dentro del colegio y su deambular detrás de oscuros anteojos durante los recreos. Los veíamos en nuestras horas de deporte, mientras dábamos la vuelta a la desmesurada explanada de pasto, sudando y sin aliento, nosotras, las alumnas. Los observábamos, a esos hombres, desde lejos, y los mirábamos después, más de cerca, fugazmente, como se mira un árbol florido en pleno invierno o a un pájaro fuera de lugar. Trotábamos con esfuerzo empujadas por la memorizada cantinela del sacrificio; íbamos ganando músculo mientras dejábamos atrás a esos pájaros flacos que fueron parte del paisaje escolar con sus pistolas al cinto. Esos pajarracos apostados sobre los postes de luz vigilándonos a todos pero protegiendo solo a un alumno de uniforme y corbata que nos parecía tan común y corriente, ni siquiera demasiado listo: era el nieto de ese dictador al que llamábamos presidente.

No tan cerca, pero a nuestras espaldas la violencia política seguía impactando de frente los cuerpos de los ciudadanos: por decreto los desnudaba de sus derechos cívicos, les negaba legítima defensa jurídica, los acusaba de insubordinación, de traición, de terrorismo de Estado. Eso sucedía fuera de la afilada reja de metal que nos impedía huir y a la vez nos resguardaba de lo que no debíamos saber. Pero los años iban corriendo con nosotros, y de pronto tuvimos edad para vislumbrar dentro del colegio otra forma de violencia, la violencia económica, otro legado del régimen que acababa cayendo también sobre los cuerpos. Esa violencia instituida por la burocrática junta militar y los eficaces tecnócratas formados en la Universidad de Chicago, con Milton Friedman de profesor guía y sus neoliberales secuaces de asistentes. No sabíamos nosotros, los niños y las niñas del colegio inglés, que uno, Chile fue elegido como laboratorio de prueba del totalitario sistema de libre mercado, que dos, la brutalidad del capitalismo que se estaba ensayando en nuestro país requería de una dictadura impune dispuesta a reprimir toda resistencia, que tres, ese capitalismo caía periódicamente en crisis y las medidas de ajuste eran tan severas que generaban una enorme oposición, que cuatro y acaso final, la ecuación ideológica igualaba resistencia y pobreza calificando a ambas de comunismo upeliento.

El camino que tomábamos hacia el colegio atravesaba una zona de viviendas construidas bajo la Unidad Popular. Mi padre, que trabajaba de día y hacía turnos de noche y de fines de semana, que hablaba poco, y nunca de la contingencia política, dijo una tarde, apuntando hacia esos edificios en bloque, que demasiadas familias habían pedido créditos para comprar televisores y electrodomésticos y autos nuevos que ni siquiera ellos podían permitirse, dijo, con sus sueldos de médico. Mi padre desconfiaba del dólar estancado en los treinta y nueve pesos, de la multiplicación de los bancos, de los préstamos instantáneos y la compra desbordada. Mi austero padre apoyaba discretamente la dictadura pero despreciaba el consumismo que nos consumía: obra y gracias del nuevo capitalismo importado por el dictador, su junta, y sus Chicago boys. Dijo, mi padre, murmurando para sí entre dientes, que esos créditos eran auspiciados por las nuevas súper-tiendas que avalaban el exceso. Que esas tiendas y sus infinitas tarjetas de crédito llevarían al país a la ruina. No solo la ruina de las clases bajas que querían vivir como las medias, sino también la de nosotros, la clase media que aspiraba a ser alta. Mi padre añadió algo que yo oiría repetir a lo largo de los años: que esa gente no tenía agua caliente ni plata para comer (un té pelado y apenas un pedazo de marraqueta) pero que compraban grandes televisores a color y enormes y ruidosas radios que tocaban a.m. a todas horas. Pero no solo esa gente estaba viviendo a plazo: con ellos todos nosotros. O casi todos. Eran tan convenientes las ofertas. Tan irresistibles las cuotas. Tan fabulosos los productos importados.

El futuro le daría la razón a mi padre: en 1981 reventó la burbuja y caímos en picada: subió el dólar, aumentaron los intereses, se redujeron los sueldos, se perdieron puestos de trabajo y desapareció la idea de indemnización. Ya nadie pudo pagar lo que debía. Mi padre había culpado al consumismo enloquecido de esos años, pero la compra era solo un signo y las severas medidas de ajuste de la crisis financiera fueron un signo más chocante. La taza del humeante té cada vez más aguado por el uso repetido de la bolsita (tomaban agua de calcetín, decían los que podían tomar té cargado). El pan cortado en rebanadas más escuálidas y la desaparición de la palta y el tomate. Retuve esas imágenes porque encontraron una continuidad con lo que estaba empezando a sucedernos a nosotros (las clases medias que quisieron ser altas) aunque no a los que estaban por encima de nosotros. Con ellos todavía compartíamos pupitre. Ellos se quedaron mientras se vaciaban las salas de clase de ese colegio nuestro que mis padres empezaron a pagar con esfuerzo, y muchas veces con retraso.

La madre de O. perdió su trabajo en una empresa internacional que le pagaba en dólares cuando esa divisa estaba en alza, y a continuación del cese se quedó embarazada. Se sumaba una boca a la mesa de cinco pero el padre de O., un silencioso funcionario público que nunca levantaba la voz para emitir opiniones, se negó a quitar a O. del colegio. Dejaron la gran casa con jardín y se cambiaron a un departamento minúsculo en el desolado centro de la ciudad. Vendieron el auto y empezaron a usar el recién inaugurado metro. O. aprendió a andar en micro a los doce años para ir al colegio, como lo hacían los niños de los liceos, y fue ahí, sobre las micros que cruzaban Santiago haciendo carrera para cortar más boletos, que O. abrió los ojos por primera vez a la realidad.

Sobre ese abrir de ojos algún día nos tocaría escribir. Sobre lo que se veía en las calles, sobre las conversaciones que se escuchaban en las micros y los colectivos. Sobre la violencia soterrada por la que nos movíamos, sintiendo su latir sin entender qué era, con precisión, lo que estábamos percibiendo.

Se dice ahora que lo que podemos contar nosotros, los escritores nacidos alrededor del golpe, los que crecimos bajo dictadura, no es más que una historia prestada. Un testimonio sin imágenes propias, construido a partir de relatos ajenos. Unas memorias de segunda mano. Las novelas de los hijos, simplemente. Como si la dictadura fuera una historia ocurrida en exclusiva a los padres de uno y otro lado, y sobre todo a los padres que fueron las legítimas víctimas. Todas esas historias fueron, sin embargo, vividas asimismo por los hijos. Nosotros no fuimos los niños del holocausto, eximidos de los campos de concentración por los que pasaron los adultos. Fuimos los niños que habitamos ese gran campo de batalla que era Chile: como huérfanos de desaparecidos, como hijos de torturadores, como hijos e hijas de sus cómodos cómplices. Y por más que algunos viviéramos esas vidas sin comprenderlas a cabalidad, esas escenas llenas de acertijos se transformarían, para algunos de nosotros, sin duda para mí, aunque fuera todavía inconsciente, en nuestro personal archivo del terror.

Nuestro aislamiento iba siendo socavado por rumores que acabaron cruzando la reja (una reja baja que con los años fue creciendo); atravesaron, los rumores, la pandereta y el patio delantero y los muros de ladrillo blanco de nuestra casa de clase media y penetraron la habitación solitaria donde yo empecé a escribir en secreto. No sé cómo fue que la violencia se filtró en los versos sueltos que fui anotando en mi cuaderno. Los que ahora recuerdo (ese cuaderno debió caer en algún saco o en alguna acequia o en algún basural), los que aparecen en mi memoria son unos versos pronunciados por una muchacha que no logra dormir: escucha el lejano llamado de otra mujer que pide ayuda, siente el rasguño de sus uñas quebradas contra el anónimo ataúd en el que yace enterrada, aún viva. Desde su cama la muchacha del poema escucha sin saber qué hacer con lo que oye, por eso escribe sin saber que ha capturado en su poema a una desaparecida.

A esos niños que fuimos y a los adolescentes en que nos convertimos también se nos extraviaron compañeros. Y aunque no fueran desapariciones políticas, aunque ellos no murieran en combate y no hubiera duelos ni pancartas con sus precarias fotos en blanco y negro, aunque no hubiera madres levantando brazos en puños exigiendo una explicación o la devolución de los cadáveres, para algunos de nosotros constituyeron otra forma de la pérdida. El primero en desaparecer fue M. Su madre pasó a buscarlo una tarde sin aviso previo, apareció la inspectora en medio de una clase y M. alzó los hombros y luego una mano de despedida y salió desgarbado y flaco y rubio como era, dando trancos lentos y largos y haciendo bailar su chaqueta azul colgada en el brazo. Nadie nunca recibió una carta suya o una postal o una misiva por interpósita persona, y yo me olvidé por un tiempo de su nombre y le preguntaba a O. por él, parafraseando la escena: ¿que habrá sido de nuestro compañero al que secuestró su madre? Se lo tragó ella sin la venia de su marido, y se lo tragó un avión, y dicen que Inglaterra, o quizá no. Y después, o quizá antes, en medio de la debacle de los años ochenta, vino la masiva estampida provocada por la crisis que muchos padres de la clase media aspirante a alta no pudieron asumir. Y el directorio chileno del colegio inglés se negó a colaborar después del primer año con los padres que se habían quedado cesantes. Algunos de esos hijos, los que sacaban buenas notas o eran buenos deportistas, recibieron becas que rebajaban el alto costo del colegio a la mitad, pero después de doce meses las becas no fueron renovadas. Ese era el plazo máximo para la recuperación en un país sumergido en su peor aprieto mientras se nos iba achicando la sala de clases. Esas desapariciones fueron indicio de un nuevo protocolo de distinción y de privilegio en un mapa social cada vez más acotado en cuyo trazado nuestro colegio colaboraría. Porque el colegio inglés era una empresa privada que creía a pie juntillas en el fair play del mercado. Unos ganaban gracias a su esfuerzo, otros perdían por desidia y eran enviados a las escuelas públicas que la dictadura neoliberal estaba empezando a estrangular con su mano militar. A esos compañeros y compañeras se los tragó el agua de calcetín y la marraqueta sin miga, el pasaje de la micro, la camisa celeste, el liceo, la cesantía.

El padre de V. se suicidó en el momento preciso: se estaba cayendo del mapa social y arrastrando consigo a su familia. El seguro escolar que había pagado en vida garantizaría, a su muerte, que las hijas continuaran recibiendo la gran educación que proporcionaba nuestro colegio.

Los caceroleos nos despertaron, a medias. Eran la señal del hambre y del descontento ante un gobierno políticamente impune y económicamente implacable. Los atronadores golpeteos en las ollas vacías quebraban la noche como desentonadas campanas de lata, irrumpían con cucharas de palo y de fierro en el susurro asordinado del toque de queda reclamando el fin de la dictadura en un oscuro anonimato. Se había vaciado la canasta familiar y con ella la conservadora doctrina que celebraba al padre proveedor y mandaba a la madre de vuelta a casa, a servir a los hijos de la patria. Los padres de los bloques vecinos habían sido los primeros en perder sus puestos y eran sus mujeres quienes los aceptaban por la mitad del sueldo. Con las mujeres fuera de la casa y los hombres deambulando y cayendo en la angustiosa botella de trago, el orden de la familia popular se venía abajo. El dictador fue advertido de que un pueblo hambreado y empobrecido se volvía rebelde; vulnerable y desasido de toda protección sindical e institucional era más proclive a la protesta y la pedrada de la desesperación. Y acaso por eso la junta y sus tecnócratas reconsideraron las recesivas medidas de shock y recurrieron provisionalmente a políticas estatales de estímulo para los trabajadores. Debió haber hombres de los bloques vecinos entre las cuadrillas de obreros que aparecieron un día frente a mi casa para picar las veredas de mi barrio, para taparlas y luego volver a abrirlas, para poner otro tubo u otro cable inútil o imaginario y volverlas a cerrar, las veredas, y volver a abrirlas, y cerrarlas, y abrirlas en medio de una burla nacional al uso ineficiente de ese recurso humano que se humillaba bajo el sol a cambio del miserable sueldo mínimo que les otorgaban los programas de ocupación para jefes del hogar.

Nosotros, los que permanecimos en el colegio británico, seguiríamos sumidos en nuestra inmutable rutina. Portándonos bien. Entrenando con sufrimiento. Reuniéndonos, cuando podíamos, en los jardines espléndidos de los que todavía vivían en casas. La de S., la de su padre, era una de esas casas modernas con grandes ventanales y habitaciones y un terreno amplio por delante. Con flores, y por detrás con piscina. Una casa a la que nos gustaba ir los fines de semana aunque nos quedara a trasmano, al pie de los altos cerros de la clase alta, y cerca del enjuto río Mapocho que tuvo a bien subir con las generosas lluvias de la época de escasez. El temporal de 1982 arrasó las casuchas de pobladores que malvivían en el borde de ese riachuelo enormecido por las lluvias incesantes y los consiguientes deshielos de la cordillera. Las violentas inundaciones damnificaron a miles de familias que terminarían albergadas en el mismo estadio que una década antes había sido campo de prisioneros y sitio de tortura. Las aguas provocaron aluviones en las quebradas, sumergieron la ciudad bajo mareas turbias y empujaron toneladas de barro sobre el mapa de Santiago. Nueve muertes. Cinco desapariciones provocadas por el clima. Cortes de luz en vez de toques de queda. Y nos cancelaron las clases: no había cómo cruzar los cauces de las avenidas que arrastraban toda clase de enseres, camas y colchones e incluso automóviles y micros vacías. Juntamos ropa de abrigo y frazadas y comida no perecible para la gente que se había quedado sin techo, y lloramos mirando la televisión que elegía mostrarnos esa pobreza, esa desesperación, esas desapariciones. La anegadora subida del río y sus canales no había exceptuado la casa de S., la de su padre, que tenía, lo descubrimos ese invierno, un alto rango en la Fuerza Aérea. Y temimos por ella y los suyos y nos alegramos al saber que su casa sería reparada y hasta remodelada con máquinas y gentes proporcionadas por el Ejército. Creímos entonces que esas paredes y ese jardín embarrado no eran ni de S. ni de su padre sino de la institución que la estaba arreglando. Estábamos equivocados: el padre y la madre y los hermanos de S. y también S. se quedaron en ella cuando volvió la democracia y al padre le tocó retirarse.

¿Serán estos padres dueños de casas y de países los que aparecen como nefastos personajes en mi primer libro de relatos? ¿Serán ellos los que retraté en mi primera novela, donde la protagonista se niega a aceptar que su padre-militar ha asesinado al padre-marxista de su amante? ¿Será por estos padres que se escribió la obra de tantos escritores nacidos alrededor del golpe? ¿Y dónde están las madres? ¿Por qué se ausentan del relato? ¿Por qué yo misma no encuentro aquí nada que decir sobre ellas? Las únicas madres que importan en este relato son las que estaban en la calle, levantando pancartas con las fotos de los desaparecidos.

Recuerdo de este modo la tarde del derrumbe. El rector inglés nos había pedido (a nosotros, seríamos unos diez) que le habláramos a la televisión británica durante unos minutos. Estábamos en la cancha de todas las canchas, la explanada donde habíamos sudado y caído de rodillas y reído a carcajadas, donde nos habíamos embarrado y pateado y donde nos habíamos besado los unos a los otros, la enorme cancha donde O. y yo nos pasábamos los recreos hablando de cosas agradables e irrelevantes mientras mordisqueábamos el tierno interior blanco de los tallos de grueso césped o encadenábamos las minúsculas margaritas que crecían entre el pasto. Nos habían traído sillas y ahora estábamos sentadas y sentados en un círculo a medias, sobre el verde. La periodista nos hizo preguntas en inglés que debíamos contestar en esa lengua que nosotros, los elegidos, hablábamos con no poca fluidez. Fueron preguntas generales e irrelevantes las que hizo mientras las cámaras nos enfocaban cuidadosamente, eligiendo bien sus ángulos, preparándose para cuando la periodista se lanzara a lo que en verdad les importaba a los ingleses y al mundo. Qué opinábamos sobre lo que estaba sucediendo en Chile. Se produjo un silencio largo y tirante como cable eléctrico. Qué estaba sucediendo. Qué opinaba yo, yo que creía hasta entonces tener respuestas para todo. Sentí que me vaciaba de golpe, que me llenaba de miedo, y ya no soy yo sino mi memoria la que mira como el ojo de una cámara, mi memoria sobrevolando esta escena desde lejos sin enfocarme. Y desde ese lejano punto de observación me cuesta ahora asegurar si hay piernas que se cruzan o descruzan, si alguno de nosotros cambia de posición en la silla, si baja la cabeza o levanta la frente o se sonroja. Si alguien vomita o sangra por la nariz, golpeado por una chueca invisible. Nos habían lanzado la pregunta sobre una herida desconocida. Nos estaban lastimando. ¿Qué sabíamos de la dictadura? La cámara daba vueltas alrededor de nosotros y entendimos que no esperaban cosas agradables. Qué sabíamos. O estábamos acaso lavados de cerebro. Me sacó del mareo mental la modulada voz de R. que de ser una niña temerosa se había vuelto la mejor estudiante de la historia del colegio. Era la prístina voz de R. diciendo en un inglés absoluto y perfecto qué opinión le merecía el horror en el que vivíamos. Dijo nosotros o más bien we y us y our pero hablaba de sí misma, de su padre, de los compañeros torturados, desaparecidos, asesinados, exiliados de su padre que seguía sin regresar, pero no incluía a toda su familia que estaba tan dividida como el resto del país, y comprendí que el we, us, our de R. intentaba incluirnos a nosotros. Como si en ese colegio todos fuéramos chilenos y no estuviéramos rodeados de extranjeros e hijos de embajadores más versados en la realidad. Como si todos perteneciéramos al mismo mundo que el detallado y doloroso y vehemente relato de R. estaba haciendo añicos. Nosotros, los que estábamos a su alrededor esa tarde, negábamos con la cabeza pensando que nada de eso podía ser cierto, que ese no era nuestro país, esos no eran nuestros ciudadanos y ese sádico no era nuestro presidente. Sabíamos que R. decía la verdad pero tenían que ser falsas sus declaraciones. No queríamos saber, de qué mierdas estaba hablando.

Sus palabras, como una aguja al rojo vivo, se empeñaban sin embargo en coser y anudar las escenas de nuestra larga incomprensión. Escribo: nuestra y añado incomprensión y querría agregar la palabra nosotros pero ya no es posible. Ese viejo nosotros empezaba a desgajarse en los últimos años de la dictadura que fueron los últimos de nuestra vida escolar. Echo un ojo hacia el momento en que se desplomó la vida en la que había creído y solo encuentro junto a mí a una R. reivindicada y a una O. interpelada y a un puñado de estudiantes que se sumaron con nosotras a las protestas contra la dictadura. Veo a los demás apartándose y sumándose a las caravanas en apoyo al dictador en su fallido referéndum de 1988: luego los pierdo de vista y sé que si volviera a encontrármelos no sabríamos de qué hablar.

Sé que corre un aire inverosímil por estos recuerdos, un aire dudoso y estremecido. Corre un aire a incertidumbre: fuera de las rejas de ese colegio es difícil encontrarle sentido a este relato. Yo misma he vuelto, de memoria, tantas veces, sobre esos años, los he rondado y reescrito intentando entender quién era yo mientras todo eso estaba sucediendo, y cómo fue que en un Chile lleno de señales yo tardara tanto en unir los pedazos. Es cierto: esos trozos no estaban a mano o estaban dispersos y caían dentro de un mecanismo que los molía dentro de un sofisticado engranaje puesto en marcha por la dictadura, sostenido por padres cómplices o aterrados, por profesores igualmente asustados o anticomunistas, por los sectores más conservadores o más conciliadores de nuestro país. Era como estar hipnotizada. Como vivir de espaldas, como existir en un planeta que en vez de armarse de pronto se hizo pedazos. Y entonces escribir fue una manera de darle sentido a la escena del pasado y del presente. Dejó de ser ese oficio secreto de creación a puerta cerrada y se volvió un ejercicio de intervención mediante la letra: había que romper a punta de palabras los escudos protectores de la dictadura que estaban todavía en pie, distorsionando el pasado, silenciando y encubriendo las violaciones a los derechos humanos, justificando la violencia con el pretexto de un milagro económico conseguido mediante la destrucción de las protecciones laborales y los sueldos justos y las oportunidades igualitarias para todos los chilenos. Escribir se volvió un ejercicio político destinado a desmontar las conveniencias del silencio y la comodidad del olvido construidos, ambos, sobre la premisa de una reconciliación sin justicia. Escribir fue lo que hicimos, a la saga de los escritores de la izquierda, nosotros, los escritores que crecimos bajo dictadura (no todos, algunos, un puñado de otros entre los que me incluyo) para completar nuestra memoria, para hacer visibles los destrozos, para comprender los dolores provocados por una violencia, para complicar las respuestas simplificadas de la política. Escribir no solo para volver sobre la evidencia y los datos duros sino para enrostrar los hechos desde esquinas improbables.

Abandoné entonces el asilo de la desmemoria que fue ese colegio para encontrarme en la calle con todos esos otros que empezarían a ser mi nuevo nosotros.

 

 

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Señales de nosotros
Por Lina Meruane
Publicado en CASA DE LAS AMÉRICAS, N°300, julio - septiembre de 2020