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Crónica de una generación

Luis Oyarzún
En Atenea. Universidad de Concepción. 1924, N ° 380, (abril-sep. 1958), p. 180-189


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CADA UNO de nosotros, me parece, empezó a interesarse por la literatura en plena infancia. No sólo en esos maravillosos libros de aventuras o de hadas que siempre quisiéramos volver a leer con el mismo encantamiento -¡ay!, ahora muchas veces perdido. También en toda clase de libros hallados clandestinamente o al azar y que, aun cuando no los comprendiéramos bien, nos sugerían el misterio de la prodigiosa vida de los hombres, de esa vida y ese universo que nos atraían en razón directa de nuestra ignorancia. Y estaban, además, todas las imágenes y experiencias innumerables que exigían ser expresadas, sin que tuviéramos para eso ningún instrumento en las manos. Cuando se retrata a la infancia como una edad perfectamente integrada que se satisface a si misma, se olvidan las ansiedades, las angustias, los deseos sin forma que también la caldean y que no pueden hallar otra desembocadura que el aislamiento en medio de los juegos de los otros niños, los sueños y la tristeza.

Pero no he venido aquí a hablar de las relaciones extrañas de los niños con la literatura, sino de la historia íntima, privada, de un joven de otros tiempos a quien apasionaba el arte de escribir. Un joven que, por la gracia de esa pasión, conoció y amó a otros y orientó su vida por caminos que no habría seguido si esa inclinación rara no lo hubiese alejado de vías que pudo elegir también, sin duda con más contentamiento de sus padres y mayores.

- ¿Por qué no tomas la literatura como adorno? Nadie se gana en Chile la vida escribiendo. En cambio, si eres abogado o médico, disfrutarás de bienestar y tranquilidad...

Decididamente, no quería -no queríamos- esa tranquilidad, y ya a los 15 años, apenas encontrados los primeros amigos -¡descubrimiento superior al más grande descubrimiento científico!-, empezamos a gozar de la mágica inseguridad del día, y de la noche. En cualquiera parte, en heladísimos corredores clausurados del Colegio y, si era posible, en cafés más o menos patibularios de la calle San Pablo abajo, cerca del Internado Barros Arana. Pues este Internado era nuestro Colegio y el mundo nuestro tenía mucho que ver con la Quinta Normal infestada de charlatanes y de amantes vespertinos y con los bajos fondos de Matucana y San Pablo, sin olvidar los ululantes pitazos de los trenes que poblaban la noche, ni el encantador Bar Don Fausto, donde solían acuchillarse los adoradores de Baco y de Terpsícore, ni tampoco, por cierto, nuestra fantástica biblioteca, en la cual, sin guía ni consejo, descubrimos primeras ediciones de Quevedo y el Conde de Villamediana, una fascinante colección del Magasin Pittoresque, llena de grabados al acero que nos parecían surrealistas, y grandes volúmenes en rojo del Quijote y la Divina Comedia ilustrados por Doré.

El internado no era -¡quién lo duda!- la Academia Platónica. En él se cultivaban mejor los ejercicios espartanos que las dialécticas atenienses, y no pocas veces fue especialmente reconfortante para Nicanor Parra, Jorge Millas, Jorge Cáceres o yo ser aceptados en algunos de esos cenáculos consagrados al basket-ball o al ping-pong con un respeto un tanto piadoso que algo tenía que ver con nuestras pretensiones literarias. Dos mundos se unían y entonces, como ahora, era bueno sentir que hemisferios aparentemente hostiles tienen cosas comunes y pueden comprenderse. Pero -y ahí comienza en verdad esta crónica- lo imposible se habia realizado. No era yo un niño loco, o por lo menos no era el único loco en el mundo. ¡Gran felicidad! Había otros, había otros seres extraños a quienes también fascinaba, torturándolos, la literatura, y estaban allí, bajo un mismo techo. Se llamaban Jorge Millas, Nicanor Parra, Jorge Cáceres, para no recordar sino a los que perseveraron en esta manía sistemática. Vivíamos bajo el mismo techo. Eso significaba que podíamos vernos siempre, cada vez que lo quisiéramos, apenas las clases nos dejaran libres a Cáceres y a mí. Millas y Parra eran nuestros inspectores. Estudiaban en la Universidad y para nosotros, que padecíamos la dictadura de los horarios, eran libres, unos semidioses que podían manejarse a sí mismos, es decir, faltar a clases si lo querían. Pero nos quedaba a salvo el deslumbramiento de las noches, después del timbre de silencio, al margen de las dictaduras del día. Nos conocimos telepáticamente, sin presentaciones, en virtud de ese fluido especial que, según un tío abuelo mío, poseerían todas las personas buenas para nada, que él llamaba pájaros sin buche. Si me ofrecieran hoy todos los tesoros de las Mil y Una Noches, no los cambiaría por ésos, verdaderos o falsos, que nos trajo la amistad de aquellos jóvenes mayores que nosotros y el trato con sus amigos. Pasamos, Cáceres y yo, bruscamente, de Salgari, Alejandro Dumas y Amado Nervo a una constelación de libros que de inmediato convertimos en acicates de nuestra soberbia y alimento de nuestras almas. Su precoz interés filosófico había llevado a Jorge Millas a leer ya por esos años a Ortega, Freud, Spengler, Bergson, Simmel y, apenas nos conocimos, nos inició en los secretos de la Revista de Occidente. Nicanor, más concentrado en sus caprichos puramente poéticos, tocaba el ukelele, escuchaba largas horas a los charlatanes de la Quinta Normal y se solazaba con Garcia Lorca y Alberti. Por esos tiempos escribía, en cuadernos de matemáticas, unos poemas en sordina que llamaba Sensaciones, en los cuales solía aparecer la imagen de su padre tocando románticamente el violín en el fondo de un huerto provinciano, como en contraste con los grandes poemas de intención metafísica de Millas y con sus ensayos nietzschianos.

Nos mareamos un poco, es cierto. Nos hicimos muy antipáticos a nuestros compañeros y profesores. La armonía con aquellos no venía a restablecerse sino después de alguna fiesta en que todos terminábamos un tanto alegres. Pero en nosotros -adictos a ese opio, a ese vice impuni- predominaba la pasión incoercible, la pasión de escribir, de leer y de vivir, por lo menos con la imaginación, a la altura de los grandes temas. Desde las páginas de la Revista de Occidente y de los ensayos de Ortega y Gasset, todo parecía renovarse en el mundo y, a1 mismo tiempo, todas las nuevas plantas parecían echar raíces. ¡Que época! Ortega nos hizo conscientes de su singularidad. El siglo XX, después de la guerra del 14, estaba descubriendo nuevas formas de vida. Cada una de ellas nos atraía más que el paraíso perdido, pues se trataba de otro paraíso, de la primera creación definitiva del hombre. ¿Podré recordarlos todos?

La matemática avanzaba por caminos inéditos, que hicieron posible la formulación de la Teoría de la Relatividad y la física moderna. La química abría los laberintos del átomo. La biología hallaba la nueva unidad, el concierto del mundo viviente con el mundo circundante -¡y con cuanta fruición y dificultad leímos el ensayo de Von Uexküll sobre la ostra jacobea! La sociología, fustigada por Marx y Engels, se lanzaba hacia el arcano de las relaciones concretas entre los grupos y descubría los portentos de la mentalidad primitiva. La antigua caverna del alma humana era descifrada por Freud, Adler y Jung. Recuerdo que, en 1935, Jorge Millas, presentado por Nicanor Parra, dictó en el Internado un curso sobre Freud y el Psicoanálisis destinado a los alumnos mayores. No poco tiempo vivimos obsesionados interpretando a troche y moche nuestros sueños y los ajenos.

Todo era incitante en el campo de la ciencia, y todo nuevo, ligero de ropas como Adán y Eva en el Jardín y, maravillosamente, en esa primavera del genio humano, el arte del siglo florecía en imágenes que renovaban el universo de los ojos: Picasso, Matisse, Braque, Léger, Dalí, mientras Strawinsky, Schoemberg, Hindemith, Ravel, Prokofieff, rejuvenecían el lenguaje de la música y la literatura, con Proust, Joyce, Thomas Mann, Virginia Woolf, Valéry, Gide y los surrealistas descubrían la figura interior del hombre contemporáneo.

En el plano de las naciones, las sombras podían disiparse. La Unión Soviética había sido reconocida por los grandes estados de Occidente y esperábamos que ella fuera un poderoso centro de irradiación humanista que corrigiera las mezquindades del capitalismo. La dictadura nazi, para nuestros cándidos ojos de poetas, era un fenómeno local y pintoresco, una ópera wagneriana mal representada en un escenario de cartón piedra. Se había intensificado el intercambio espiritual con España y la República prometía, entre sus grandes cosas, una futura federación liberal de naciones hispánicas.

Entretanto, nuestra vida privada era exultante: la de unos jóvenes que empiezan a escribir para un mundo nuevo, el primer mundo realmente unido en una visión común de modernidad. Con la seguridad que da la fe en las propias energías, ese mundo llenaba cada celdilla de la vida privada con aventuras tan felices como la historia de Felipe, Yuna y el Almirante, de Pierre Girard. ¡Qué importaban los lastres del pasado que aún conservaba nuestro medio! Ya desaparecerían. Nosotros pertenecíamos a otra edad.

Era el año 1936. Los que hoy son llamados poetas mayores tenían entonces alrededor de 30 años, con la excepción de Huidobro y De Rokha. Habían producido ya, sin embargo, algunas de sus obras importantes y estaban determinando el destino de la sensibilidad poética de Chile. Los primeros poemas de Residencia en la Tierra habían aparecido entre 1926 y 1928 en Atenea y la Revista de Occidente y el primer volumen, una edición de lujo que nos pasábamos de mano en mano, en Nascimento, en 1931. En 1935 tuvimos la edición definitiva de Cruz y Raya, precedida por el homenaje que rindieron a1 poeta sus más importantes colegas españoles. Desde Desolación, Gabriela Mistral había mantenido silencio poético y sólo la prosa extraordinaria de sus Recados hacía presagiar la renovación de su lírica en Tala, que vino a aparecer en 1938. Huidobro y De Rokha se hallaban en plena producción y ejercían ya una influencia profunda sobre las nuevas generaciones. Vigilia por dentro, el primero de los libros representativos de Diaz Casanueva, es de 1936 y algo anterior fue País blanco y negro, de Rosamel del Valle. La antologia de la nueva poesia chilena que editaron Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim apareció en 1935. Era estimulante sentir que nos iniciábamos a la vida literaria en ese ámbito.

Era el año 1936. De pronto sobrevino algo que vino a romper muchas de las imágenes felices que he enumerado recién y a cambiar considerablemente el destino de la literatura y de la historia: la Guerra Civil española. Los que hoy tienen menos de 30 años apenas si podrán imaginar el efecto que aquel hecho produjo en todo el mundo, y especialmente entre los escritores latinoamericanos. Aun a los más jóvenes, nos obligó a un examen de conciencia y a una toma de posición. ¿Por qué? ¡Porque no era una guerra civil como las otras! Era, en verdad, el primer episodio inequívoco de la gran división del mundo que la Segunda Guerra Mundial revelaría después en todos los continentes, mares y cielos de la tierra. El fascismo en armas destruía de golpe todas las ilusiones amables y mostraba brutalmente la otra cara, la cara sombría de nuestra época deslumbradora. Había una segunda Santa Alianza en movimiento decidida a impedir el progreso democrático de los pueblos. Para los jóvenes como nosotros, borrachos de literatura y de dicha, aquello fue un despertar cruel. No se trataba, por cierto, de imponerse el deber de escribir sólo obras políticas -cosa que, por lo demás, todos hicimos en mayor o menor medida en esos años. No. No todos podíamos tener vocación o capacidad para tal literatura. Pero ocurría que la conciencia que poseíamos de nuestro propio mundo había cambiado y ese cambio tenía que repercutir en cada uno de nuestros gestos y también, por cierto, en nuestras creaciones literarias. Un elemento, desconocido antes, penetraba en nuestro ánimo: el temor de que la cultura humana entera fuese demolida por fuerzas irracionales desatadas en el fondo del inconsciente colectivo. Ante esa posibilidad, no quedaba otra cosa que unir todos los esfuerzos de la inteligencia, por débiles que fueran, para intentar detener el avance de aquellas potencias enemigas del espíritu, que en ese momento se identificaban con el fascismo. Nos sentimos, entonces, incorporados a una gran corriente universal de escritores comprometidos y combatientes, que iba desde católicos como Bernanos y Bergamín hasta los anarquistas y comunistas. La guerra de España, que después se convertiría en la guerra del mundo, nos hizo vivir concretamente el hecho de la solidaridad humana y nos reveló los deberes civiles que pesan sobre el artista.

Después de varios años de ausencia, Pablo Neruda regresó en 1937, con España en el corazón, que leyó en el Salón de Honor de la Universidad de Chile al fundar la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, en la que participaron escritores de todas las tendencias estéticas. Bastante nos costó a Jorge Cáceres y a mí vencer nuestra timidez y dirigirnos a visitar al poeta, premunidos de sendos poemas escritos en su honor. Nos encontramos con un hombre cordial, sencillo, que nos ofreció de inmediato su amistad. Vivía en ese tiempo en un edificio de departamentos frente al Parque Forestal y con naturalidad de viejo compañero nos invitó a pasear por las avenidas. Era un día de verano y nos tendimos en el pasto, bajo el follaje rojo de unos cerezos del Japón. Neruda nos hizo notar la maravilla del contraste de ese rojo con el azul impecable del cielo y en ese instante mismo empezó a ejercer sobre nosotros un embrujo que duraría años -que en cierto modo se dilata hasta hoy- y que nos marcaría con huellas perdurables. Detrás de su expresión ausente, hay en Neruda un espíritu agudo, lleno de curiosidad por todas las cosas y experiencias. Nos inició en grandes misterios: el arte popular, los libros raros, los caracoles, la vida de los animales marinos y de las plantas exóticas. Tenía como nosotros -un par de estudiantes- una paciencia a toda prueba y, a pesar de sus muchas ocupaciones, nos regalaba tiempo y solía escaparse con nosotros a vagancias sin rumbo por cualquier parte. Con él aprendíamos y gozábamos, poseídos por un humor poético que Cáceres creaba inagotablemente. Debo decir que Cáceres y yo éramos rigurosamente abstemios, pero nos atiborrábamos, en cambio, de helados y pasteles que devorábamos, junto con comentar las palabras de Neruda y las vicisitudes de nuestras visitas. Una anciana ama de llaves que vigilaba la casa que Neruda arrendó después en Ñuñoa, a la que bautizamos Doña Cronos creía de buena fe que Pablo nos daba clases de poesía a la sombra de una inmensa higuera del huerto, y decía a todo el mundo que esos jovencitos eran alumnos del célebre poeta. Y claro que, burla burlando, nos enseñaba. El y la Hormiguita nos regalaron un sinfin de maravillas; Kafka, Rilke, Alain Fournier y Le Grand Meaulnes, Malraux y sobre todo los clásicos españoles que por días y días, en todas las estaciones del año, con diferentes sombras de los árboles, leíamos peripatéticamente en la Quinta Normal, seguidos por nuestros flamantes discípulos, pues la amistad con tanta gente importante nos había procurado algunos, que nosotros exhibíamos con orgullo ante nuestros compañeros de colegio. Recuerdo a Domingo Piga, hoy consagrado al teatro, y a Danko Brncic, actualmente biólogo notable, sin olvidar a Arturo Arias. La Fábula del Genil encantó nuestros paseos.

En verdad, habíamos pasado vertiginosamente de unos poetas a otros. Cáceres, aparte de su genio original, poseía un talento mimético inigualable. Apenas conocía a un poeta, escribía con perfección a su manera. Como el Bernardo El Ermitaño, ese animalillo que vive metido en conchas ajenas de moluscos, nos revestíamos nosotros de sucesivos ropajes poéticos. García Lorca nos ofreció el primero. Con el estímulo de Margarita Xirgú, que en 1937 realizó una temporada memorable en el Teatro Municipal, nos pusimos frenéticamente a imitarlo y llegamos en nuestra temeridad a montar un teatro secreto en el Internado, en un subterráneo oscuro. Allí representamos obras increíbles -Cáceres, Piga, Brncic y yo- ante la presencia entre conmovida y burlona de Millas, Omar Cerda, Baeza Flores y otros invitados de nota. Nos iniciamos con Myrrhina o la cortesana cubierta de joyas, de Oscar Wilde, que dimos -¡oh, portento!- delante de los recién nombrados y del Vicerrector del Colegio, no sin recibir las bombas de agua de nuestros compañeros, advertidos por algún delator maligno, nos lanzaron desde los dormitorios situados en el edificio vecino. Seguimos en semanas posteriores con repertorio propio: el Campanario de la Soledad, de Cáceres y una obra mía cuyo nombre he olvidado. Como no teníamos vestuario ni decorados especiales, nuestros personajes debían moverse en escena prácticamente desnudos, a lo sumo con slips y sábanas. Nos acercamos, como se ve, a una especie de clasicismo griego. Cuando se estrenó nuestro pequeño teatro nocturno -otro signo de los tiempos-, Jorge Millas, nuestro inspector, leyó y comentó El Cementerio Marino, de Valery.

Rápidamente pasamos a Alberti de los romances y de Sobre los Ángeles. ¿Dónde estarán nuestros innumerables poemas albertianos que no dejaban de divertir a Neruda y sus amigos? No le gustaron nada, en cambio, las imitaciones que hicimos de él mismo, con perfecta espontaneidad. Sus adjetivos, sus gerundios y hasta el tono de voz de sus lecturas fueron asimilados con pasión, hasta el punto de que caímos en una especie de sonanbulismo poético del que sólo vino a sacarnos, bajo la influencia severa de Jorge Millas, la lucidez extrema de Valery. Por supuesto, también lo imitamos, claro que con menos fortuna, y nos aplicamos a ocultar en sabios alejandrinos nuestra absoluta carencia de ideas filosóficas. Corríamos el riego de cristalizarnos, de mirar el mundo desde el interior de un diamante. Pero nos salvaron -provisionalmente, ¡nunca se salva uno en definitiva!- Nicanor Parra, que solía venir de Chillán, donde era profesor de matemáticas, y que nos miraba con cierto arrobamiento de provincia contrapesado por su inteligencia crítica, y Gonzalo Rojas, que cayó como un aerolito en el mismo Internado de nuestra adolescencia. Nicanor nos trajo en ese entonces el Cancionero sin Nombre -dedicado a Millas, Omar Cerda, Carlos Pedraza, Victoriano Vicario, Cáceres, Carlos Guzmán y yo-, y Gonzalo, todos los esplendores y todo el humor negro y libre del surrealismo. Nuestro próximo dios sería Paul Eluard y nuestro Evangelio especialmente La Vie Inmédiate, que alumbró noche a noche nuestros insomnios. Sería muy largo describir las extrañas alucinaciones sugeridas por nuestras lecturas nocturnas de la Divina Comedia, alternadas con Los cantos de Maldoror. Era una orgía de imágenes que desarticulaba por cierto, nuestra conducta. Si a todo eso agregamos la frecuentación continua de Rimbaud y Baudelaire, comprenderemos bien la vertiginosa ebriedad de nuestros sueños y la confusión que logramos provocar entre realidad y fantasía. A todo esto había aparecido también entre nosotros, invocado por Gonzalo Rojas, no sé ya muy bien si el fantasma de Braulio Arenas o el propio Braulio -¡se parecen tanto!- a través de El Castillo de Perth -publicado en Multitud- y de El Adiós a la Familia, que leímos en Atenea. Con él nos llegaban Breton, Péret, René Daumal, Aragón y también Ana Radcliffe, Las Ruinas de Palmira, las Noches de Young y toda la poesía trovadoresca y las novelas de caballería que constituyen la aureola particular de Braulio. En ese punto nos separamos. La revista Mandrágora se había estrenado con violentos ataques a Neruda, y había que elegir. Jorge Cáceres partió en su trineo vertiginoso y, después de esos años de ingenua locura, nos vimos sólo de tarde en tarde. Éramos tan jóvenes que no contábamos con que la juventud puede ser también rota por lo irreparable.

Comprendí -no sé si bien- la necesidad de romper con la locura y estudiar seriamente alguna cosa. Por esos días, Jorge Millas escribía su Idea de la Individualidad, que vería la luz en 1942. Allí adquiría cuerpo conceptual mucho de lo que había sido substancia disparatada de nuestras discusiones, a la luz de Bergson, Scheller y Husserl. Analizaba gravemente la situación del hombre contemporáneo y los problemas fundamentales de la cultura, con un dominio del lenguaje y un rigor intelectual que, aun a esta distancia, nos impresiona como excepcional entre nosotros. Sólo la dispersión frívola que afecta a la vida de nuestras clases intelectuales -y nuestra indiferencia por cierto género de publicidad- puede explicar el hecho raro de que ese libro incitante sea hoy poco menos que desconocido. Alrededor de ese trabajo, sin gravedad, pero con menos desenfreno, fuimos dirigiendo la exuberante materia que la vida y los libros podían ofrecernos. Nicanor Parra escribía ya sus cuecas y letrillas y sus versos románticos, como "Hay un día feliz". Siempre le molestó que mi solazamiento ante esos versos se interrumpiera en risa, provocada por la evocación que allí hace de "la mirada celeste de mi abuela". La verdad es que de ahí mismo empezaban a surgir los futuros antipoemas, nada distintos, en esencia, a sus versos de ciego. Ese elemento de humor analítico que da vida a sus cuecas hizo brotar, hace más de 15 años, unos poemas absurdos que él tituló Los jardineros y que nunca llegó a publicar. Eran una expresión de antilirismo que se nutría de alimentos dispares, tanto de la observación de los charlatanes de la Quinta Normal como de nuestras lecturas antropológicas y de nuestras vagancias. Dos hechos son ilustrativos de ese estado de espíritu y configuran una especie de métaphysique du lieu, que está en el origen de los antipoemas. Nuestra celebrada Violeta Parra, a quien visitábamos, vivía en una calle cercana al Internado, y aún no empezaba a cantar. Repentinamente, la construcción del ferrocarril subterráneo que reemplazó a la antigua línea de la Avenida Matucana, transformó su calle en un abismo y su casa en un mirador sobre las profundidades. Desde las ventanas de Violeta era posible columbrar las antípodas. Por otra parte, Nicanor, como ayudante de Física, tenía en el Colegio todo un gabinete lleno de variados aparatos que estaban a nuestra disposición. Ahí encontramos un telescopio de alcance considerable que había pertenecido a don Diego Barros Arana y que nos proporcionó el medio de conocer algo más de los contrastes del mundo. Nos pasabamos las noches recorriendo la luna y localizando estrellas, y los domingos en la tarde, viciosa y ociosamente, seguíamos los movimientos de los amantes, que se creían solos, en los faldeos del Cerro San Cristóbal, o bien, como el Diablo Cojuelo, entrabamos a las casas de pensión y presenciábamos escenas conmovedoras. Algo tendrán que ver con eso poemas como "La Víbora" y "La Trampa".

Por lo demás, la Guerra Mundial nos paralizaba. ¿Qué podían significar nuestras pobres obras en medio de aquel mare magnum? Había que velar y contemplar, meditar y vivir hasta el instante en que los frutos laberínticos e inasibles que la época nos permitía producir hubieran madurado y se hubieran abierto como granadas. No tuvimos urgencia. No tenemos urgencia. El valor verdadero de las creaciones artísticas no depende de los comentarios del día, ni de la crítica de los diarios, ni de la crónica ágil e ilustrada de los magazines que tanto seduce a tantos jóvenes. Depende, sí, de una actitud interior que se traduce en conducta, de una cultura espiritual que es, en el fondo, amor, amistad creadora, fervor por algo de lo mucho que la vida, pródigamente, ofrece. Quien pueda ser fiel a sus más hondas aspiraciones y participar de su bien a todos, ése, sin prisa, podrá sentir, por la creación artística, las alegrías supremas que Platón concentraba en el Bien.



 



 

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Por Luis Oyarzún.
En Atenea. Universidad de Concepción. 1924, N ° 380, (abril-sep. 1958), p. 180-189