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Homenaje a Luis Oyarzún

Por Humberto Díaz-Casanueva
Publicado en La Nación. Santiago, 24 de Diciembre de 1972


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Tan ligado a mi vida que ahora su muerte, dentro de mi es como mi oscuro sobrenombre y mi enronquecimiento. Lo conocí casi niño, con pisada de ángel, con voz de cántaro, con maravillosa curiosidad para ver lo tremendamente infinito en la espumante forma cotidiana. Escucho llamados en el silencio de las piedras, de los bosques, del mar estrangulado por la noche. Escribió versos intensos como conjurando a un tigre que siempre estuviera golpeando a su puerta. Y no solo escribió versos sino que penetró en las ocultas dimensiones del cántico para captar las milenarias señales del ser, las visiones de una belleza deshecha en signos. Lo recuerdo en el Barros Arana cuando regresé de Alemania y me escuchaba como si yo trajera alguna cualidad singular que rompiera lo convencional y artificioso de un pedagogía hueca. En realidad yo no traía nada sino la pasión de cantar y de pensar cantando. Era yo el que aprendía de é1, de su inocencia como la intensificación de algo más poderoso que el esfuerzo puramente intelectual, de su mocedad como la imitación de un animal ebrio de libertad, de su actitud humana siempre en crecimiento y golosísimo de una luz como la suspensión de todo lo racional para abarcar expresiones universales, un sentido oculto y una ley poética de rara intensidad. Recuerdo que caminamos en Roma por catacumbas, templos y tabernas, y siempre terminábamos por deleitarnos con melodías fugaces al término de callejuelas tortuosas, quemaduras de aves, arreboles, sábanas ondeando al viento desde un balcón corroído por la pobreza. Hasta que un día se me fue en una motocicleta radiante, atravesando pueblos inverosímiles, con un gato negro al hombro, y detrás de un horizonte volante en donde lo esperaba su infancia aterrada. Le gustaba contar las peripecias que pasó atravesando aduanas de varios continentes con una piel de oso que le encargo Neruda se la llevara a Chile. Era un gran orador, brillante, recamado tanto de pensamientos como de imágenes. Hablaba con agudeza, evidencia, gracia, perfección suma. Lo escuché hablar en Naciones Unidas sobre la juventud, y encanecido prematuramente, su mensaje estallaba como un destello solar, una juventud que era tanto la suya propia como la que desenterraba de los que escuchaban su palabra mágica. Fue muy generoso conmigo, hicimos planes para zambullirnos en trabajos singulares y me estaba organizando unas conferencias en Valdivia para alguno de mis regresos a Chile. Aquí en Nueva York, hojeando diarios chilenos al descuido, la noticia de su muerte me salta como un chorro de luto caliente al rostro, como si un martillo golpeara un bronce terrible, y me levanto a la medianoche y escribo estas líneas desgarradas por algo que me parece tan inaudito a la vez que injusto. Lo veo ahora como si transportara una montaña y diera un enorme paso en lo desconocido, absorto, mirando una débil flor, protegiéndola con su sonrisa . Absorto, ahora llevando en sus manos palabras pesadas como anclas; pero me resuena su voz aunque esté ya en otro espacio, y nada puede calmar lo inconsolable, lo que de él se va alargando remotísimo, aunque lo siento aquí rozándome, cubierto de flores y de frutas y profundamente coral.

Nueva York, 7 de Diciembre de 1972



 

 

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Por Humberto Díaz-Casanueva.
Publicado en La Nación. Santiago, 24 de Diciembre de 1972