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La búsqueda de la letra en que nació la pena

José Ignacio López Soria
La Noche, 27 diciembre 2004


Acepté con gozo, como acepto siempre que mis amigos poetas me invitan a presentar sus libros, la sugerencia de Maurizio Medo de participar en la presentación de La letra en que nació la pena. Y acepté porque para mí, acostumbrado como estoy desde la filosofía a las sequedades de los conceptos y desde la historia a los avatares de las colectividades, la presentación de un poemario es una fiesta de la palabra de la cual no quiero estar ausente. Me invadió luego, como me ocurre cada vez que Enrique Verástegui o Róger Santibáñez me piden intervenir en la presentación de sus libros, el miedo a lo desconocido, el temor de aventurarme a transitar territorios sembrados de imágenes y símbolos sin más armas que mi abstracto instrumental teórico. Desde este instrumental, con temor y temblor como Kierkegaard cuando se atrevió a levantar el puño contra Dios, me acercaré a ese territorio para decir también mi palabra en esta celebración del lenguaje.

Analizado en sus externalidades, el conjunto de poemas reunidos por dos poetas, el peruano Maurizio Medo y el chileno Raúl Zurita, en La letra en que nació la pena no quiere ser "la" antología de las generaciones poéticas que vienen de los años 70 hasta la actualidad. Al decir de Medo, se trata sólo de una "muestra" de 24 autores, 19 varones y apenas 5 mujeres, en cuya selección no ha intervenido el criterio canónico de las generaciones. Lo que los editores han buscado es "...mostrar líneas expresivas de autores quienes por su autoexilio... , por su ubicación generacional ... o por el paulatino desconocimiento que se cierne injustamente sobre sus obras debido al destacado aporte que realizan en otros campos ... resultan tangenciales o ajenos al decálogo programático de la crítica como 'institución' " (p. 15). Lo que se pretende, pues, es "...mostrar los discursos de cada uno (de los autores), individualmente, y atisbar los conectores que unen una poética con otra así como sus oposiciones." (p. 15-16). Su máximo afán es, pues, "... el de contribuir a un mayor conocimiento de nuestra creación literaria complementando así otros valiosos aportes..." (p. 16).

A partir de las manifestaciones de Zurita, es pensable que los autores del muestrario hayan sido seleccionados por ser considerados expresión de "... la historia de una imposición y las marcas incanceladas de su violencia" (p.17). Se refiere el poeta chileno a la imposición, desde Garcilaso, de una lengua, el castellano, que "... no nos explica por qué tenemos que morir ..." (p.17) , una lengua "...que nos da las palabras, pero que simultáneamente es el origen de todo el silencio..." (p.19), una lengua que se recrea refigurando el sacrificio primordial del primer Túpac Amaru en todos los sacrificios que en el Perú han sido y serán. La poesía peruana, apunta Zurita, "... continúa interrogando a las palabras del idioma impuesto, a sus partículas y modulaciones, a cada uno de sus acentos y silencios, para ver si aún es posible traducir lo que Túpac Amaru no pudo entender." (p. 18) Por eso, la particularidad de nuestra poesía reside "...en que en cada uno de sus autores, en cada nuevo poeta, pareciera reiterarse hasta la extenuación, hasta el deslumbre y la nueva caída, las señas de una decapitación y recomienzo perpetuo." (p. 18)

Una primera lectura de esta muestra de la poesía peruana es suficiente para advertir que los poemas seleccionados están poblados de muerte, soledad y desamparo. Desde el primer verso "Nacer/ para vivir/ la muerte siempre" (Cillóniz), hasta el último "por eso incendio mi propio cuerpo" (Recalde), hay un largo recorrido de ojos que se cierran para siempre y "agonías en trazos" (Beleván), de "ir rodando/ por el abismo de la historia" (Goldemberg), de tránsito "de cópula/ a la muerte" (Watanabe), de placeres agrios al amanecer (Ollé), de anuncios de naufragios y "reverencias a la muerte" (Lauer), de "hombres y mujeres/ carcomidos por la neurosis" (Verástegui), de gallos ciegos que cantan "anunciando ninguna claridad" (López Degregori), de mundos de veras desolados y de "morir para vivir entre los muertos" (Montalbetti), de músicas de soledad (Santibáñez), de caminos solitarios (Zapata), de habitaciones oscuras (Mendizábal), de no valer nada para ellos (Ruiz Rosas), de no saberse de sí mismo (Chocano), de saberse desierto (Di Paolo), de vivirse envilecido por la ausencia (de Ramos), de flores invertidas (Mazzotti), de bestias de pelambres impuras y ojos saltones (Chueca), de alfabetos hechos de gestos (Quijano), de musas que engullen los secretos (Medo), de "lamentos imperceptibles" y territorios inestables (Gómez), de poetas que engullen las palabras hasta que les sale espuma (Helguero) y de bosques de tristeza (Ildefonso).

Pero, además, los poemas de La letra en que nació la pena están también sembrados de búsqueda: el poeta no se reconcilia con la caída y busca en la oscuridad "al cuervo que grazna/ y al búho que vela acompañado" (Cillóniz), busca "Un fresco lugar/ Que brilla y se deshace" (Beleván), busca "Los caminos del amor" (Goldemberg), intenta balbucear el nombre del poder para escapar de sus garras (Watanabe), busca primeramente su ser (Ollé), dice lo que otros no quieren escuchar (Lauer), intenta poner las cosas en claro comenzando por uno mismo y tratando de transformar toda derrota en victoria (Verástegui), sigue con sus manos la luz (López Degregori), busca el norte magnético guiado por una gracia instintiva (Montalbetti), se asoma a ver la silueta escondida en una sola luz (Santiváñez), se atreve a abrir la puerta que da a la felicidad (Zapata) o a "prender una luz en medio de esta habitación oscura/ tan grande" (Mendizábal) o a saborear caramelos en su boca podrida (Ruiz Rosas) o a abrir los ojos y reunir todas las partes de su cuerpo (Chocano), o a reconocerse en el amor (Di Paolo), a descubrir nuevos fulgores (De Ramos), a poner una a una "las piedras de su casa en la ciudad" (Mazzotti), a "atravesar el fuego sin arder" (Chueca), a buscar "salidas sobre la superficie del mar" (Quijano), a columpiarse escindiendo "feraz el aire impuro" (Medo), a proclamar que "la tierra es el lugar adecuado para el amor" (Gómez), a escribir aunque sea con la punta del zapato (Helguero), a hacer poesía para los amigos (Ildefonso) y a consultar las fragancias (Recalde).

Lo que quiero decir, con estos recorridos incompletos y practicados un tanto la azar, es que la pena, que ciertamente da densidad histórica a la poesía peruana, viene acompañada tanto por la búsqueda del origen de esa pena como por la exploración de caminos de encuentro y de convivialidad digna entre nosotros. Y esa búsqueda se hace, como no podría ser de otra manera tratándose de poesía, a través del lenguaje, en una lucha con el lenguaje para hacerle decir lo no decible, para transitar por dimensiones no exploradas de la experiencia humana.

Tengo para mí que la poesía peruana recogida en esta muestra, precisamente por dar forma expresiva a las penas consumadas y las búsquedas inconclusas que nos vienen de lo más profundo de nuestra experiencia histórica, consigue decirnos mucho no sólo de nosotros mismos sino de lo humano, porque lo humano -y hay que decirlo en alta voz para lo oigan los predicadores de universalismos y los prometedores de paraísos homogéneos- no se da sino como particularidad, y nuestra particularidad, precisamente por la densidad de sus penas, la opacidad de sus búsquedas y, añado yo, la heterogeneidad de sus lenguajes, expresa como pocas la condición humana.

Tenemos en el Perú el privilegio de compartir una experiencia y ser parte de un entorno que facilitan la apropiación en profundidad de lo humano. Y no deja de ser una pena más, no por inadvertida menos lacerante, que las reflexiones filosóficas, las narraciones históricas, las composiciones dramáticas y las teorizaciones políticas no se hayan atrevido a asomarse a esas profundidades. Sólo la poesía, o principalmente ella, se ha aventurado y se sigue aventurando a escudriñar las entrañas del lenguaje para dar cuenta, aunque sea balbuceando, de lo que nos constituye como peculiaridad de lo humano.

Será que nosotros, los filósofos, los historiadores, los sociólogos, los escribidores de dramas, los narradores, los pensadores políticos y tantos más nos hemos comprado ya, como quiere Goldemberg, "un lugar privado en el infierno" o se nos ha atrofiado la nariz de tanto "olfatear el Reino de la Tierra". Estamos quizá demasiado absorbidos por las afanes de la cotidianidad, los cuidados del mundo de la objetividad y los requerimientos del bienestar, y no hemos descubierto, como los poetas, las angustiosas delicias de la devoción, la entrega, el goce y la fecundidad de la libertad. Lo cierto es que en el Perú sólo la poesía, o principalmente ella, tal vez por ser ella misma lucha agónica con el lenguaje que hablamos y por el que somos hablados, acierta a asomarse a las profundidades de lo que somos, tal vez porque el mundo, como apuntara Nietzsche, se nos ha vuelto fàbula y porque nosotros mismos no somos sino lenguaje.

Celebramos hoy aquí esa lucha a sabiendas de que no terminará ni en victoria ni en derrota. Tendrá ustedes, los poetas, que seguir sosteniendo el mundo que se nos cae a todos de la tierra para abajo, tendrán que seguir perennemente bajando las gradas de todos los alfabetos aunque sepan, con doloroso gozo, que no encontrarán nunca la letra en que nació la pena.

 

 


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La búsqueda de la letra en que nació la pena, por José Ignacio López Soria.
Presentación de "La letra en que nació la pena", de Maurizio Medo y Raúl Zurita.
La Noche, 27 de diciembre de 2004.