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Gabinete de naturalezas
Texto leído en la presentación de La juguetería de la naturaleza, de Leonardo Sanhueza
(18 de enero de 2017).


Por Gonzalo Maier



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El fin de semana recién pasado vi una película de marcianos. Se llamaba  La llegada y, en particular, se trataba de OVNIS y lingüistas. Dicho de ese modo, parece una combinación extraña y medio futurista, y puede que lo sea. En todo caso, el argumento era sencillo y se reducía a una profesora que debía aprender la complicada lengua de los marcianos para averiguar por qué viajaron hasta la Tierra. La tesis de la cinta, si no entendí mal, era que los lenguajes suponen realidades, cosmovisiones, que hay cosas que sólo se pueden nombrar con exactitud usando ciertas lenguas y no otras. Nada nuevo –quizás un poco exagerado, pero nada nuevo– , al menos para quienes entienden un par de idiomas o han trajinado diccionarios llenos de esos términos caprichosos que denotan acentos o intereses difíciles de llevar con fidelidad a otras lenguas.

Voy a dar un ejemplo: el gabinete de curiosidades, tan famoso en el siglo XVIII, era el salón perdido en la casa de un científico de peluca blanca o incluso el último salón de un museo, donde se escondían objetos y seres fascinantes: ovejas con dos cabezas, el pedazo de piel de un milodón, las puntas de flechas de viejas tribus indias, el retrato hablado de un calamar gigante según el testimonio de un pescador vietnamita. Absolutamente todo cabía en esos lugares destinados a maravillar. O casi todo: a fin de cuentas, el desorden quedaba fuera, pues la idea era clasificar y ordenar, en otras palabras, comenzar a hacer ciencia para entender el mundo o incluso, ya con un poco de romanticismo, para encerrarlo dentro de un pieza. El gabinete de curiosidades, así, se transformó en el chiche de la ciencia, en su cara más lúdica e interesante porque conservaba la marginalia que aún vivía en la frontera que separaba la ciencia de la imaginación.

Pero recién decía que las traducciones revelan mundos ocultos: al menos en holandés, a ese mismo gabinete se le conoce como Naturaliënkabinet. Es decir, un gabinete de naturalezas y no de curiosidades, asunto que revela no sólo que para los hispanohablantes la naturaleza es por definición curiosa, sino que lo curioso o lo excepcional, para los pueblos germanos es la medida de la naturaleza.

Como viene siendo más o menos obvio, quería decir que tal vez convenga leer  La juguetería de la naturaleza, el último libro de Leonardo Sanhueza, como un gabinete de naturalezas. De hecho, las jugueterías siempre han sido eso: pequeños simulacros del mundo en el que los juguetes se amontonan con la promesa de entretener y abrir mundos. (Aunque, en realidad, apenas digo jugueterías pienso en una sola, una que quedaba en el centro de Valparaíso, de esas que ya no existen y suponían un universo lleno de juguetes que escondían misterios. De hecho, puede que la infancia –así, en general– sea eso, el terreno por excelencia donde lo oculto y la falta de respuestas vive a sus anchas. Y a medida que se descubren esas respuestas, imagino, la misma infancia va desapareciendo, tal como con el correr de los años desaparecen tantas cosas).

En fin, es un cuento viejo, y por lo demás bastante cierto, eso de que la ciencia se parece a la infancia y que los niños y los científicos comparten una mirada curiosa frente al mundo, inquieta y activa, a ver si lo descifran. Un astrónomo o un biólogo son tipos que suelen maravillarse con detalles mundanos, tal como un niño descubre en una maleta medio comida por los ratones un puñado de libros y, con ellos, una nueva vida.

En algún sentido, varios libros de Sanhueza –pienso en La ley de Snell, en Colonos, en La edad del perro, y en éste, La juguetería de la naturaleza– vuelven sobre ese instante premoderno en que la curiosidad de pronto se transforma en ciencia, en el momento en que el mundo está a punto de reordenarse frente a la mirada de un peatón o de un muchacho. Y esa mirada, a diferencia de tantos de sus compañeros de generación, no es irónica: carece de distancia e incluso de cualquier tipo de cinismo, es una mirada que se deja sorprender con las paradojas –“la guillotina se inventó para el terror / pero al final fue a dar a las imprentas” (34), dice por ahí– o con observaciones iluminadas –“Al viento le gustaban los peinados / difíciles” (47)– o con tesis en toda regla –“Los peces tienen sentimientos / y por eso tienen espinas / pero no son sentimentales / y por eso tienen aletas” (43).

Desde hace años, y por esta misma vocación, Sanhueza me parece un escritor salido de otro tiempo, un embajador de un mundo en el que los saberes no estaban parcelados y las leyendas o los mitos podían ser ciertos. Un Chile viejo, digamos. Un mundo lejano y lleno de verdades, que tal como sucedía con los marcianos de la película, ya no se pueden nombrar con nuestra lengua tan moderna.

Mientras sus contemporáneos leían a escritores gringos, Sanhueza traducía a Catulo y editaba a Rosamel del Valle, y ese no es un dato menor, me parece, sino un síntoma, acaso el signo de una vocación inquieta y entrañablemente excéntrica que con este libro da otra vuelta. Sanhueza –y acá va mi tesis– siempre se ha comportado como un naturalista inquieto y fascinado por el sur real y el imaginario, que es el sitio con el que soñaban los naturalistas de hace tantos años. Esa curiosidad, que también está presente en esta juguetería, es la que lo lleva, apostaría, a publicar libros diversos, a intentar vencer a la literatura a punta de confusión y estrategias inesperadas. Una vocación por la curiosidad, que a ratos se confunde con la digresión y le permite perder el hilo con gracia, dejarse llevar por el canto de los pájaros y comenzar un poema hablando de cómo le gustaría que fuera su epitafio y terminar recordando esa piedra pómez que venden en la feria para limar los callos de los pies.

Hace unos días, un reconocido editor de la plaza me llamó por teléfono y me dijo que estos poemas de Sanhueza no suponían un conjunto como tantos otros, donde se reúnen los textos que ha escrito un poeta en el último tiempo, sino un libro. Quiero decir –o quería decir él–, La juguetería de la naturaleza vale como un libro íntegro en el que sus piezas son eso mismo: partes de algo mayor, elementos con sentido que funcionan por sí solos, pero también en conjunto. Llegado a este punto, eso que parece una perogrullada o el discurso de un entrenador de fútbol que teoriza sobre las partes y el todo, es casi una ética de trabajo de la que me gustaría decir dos o tres cosas, pero a riesgo de aburrir diré sólo una: la obra de Sanhueza es el resultado de un trabajo serio, valiente, acaso libertario; si me preguntan, tan entrañable como los viejos anarquistas. Sus libros tienen la factura tan reconocible de las obras de escritores que trabajan como si la literatura fuera un oficio hermoso –que lo es–, más parecido a la zapatería o a la panadería que a cualquier otra cosa.

La de recién me parecía la frase perfecta para cerrar este texto, pero a última hora recordé otra película, no sé si de ciencia ficción, pero al menos rara. En un momento de Sans Soleil, de Chris Marker, la voz en off dice que algo tendrá que ver la poesía japonesa con los terremotos, que la necesidad tan enraizada de escribir poemas tal vez viene de la inseguridad, de la tierra poco firme; y, como la idea es seductora, vale la pena exportarla. Además, cobra fuerza si se piensa en Chile y sus temblores, o mejor: en la posibilidad de que en algún país lejano y terremoteado exista un poeta geólogo, que de algún modo une ese espíritu naturalista y científico con el misterio de los suelos pocos firmes y la poesía. Si esto fuera un silogismo o un ejercicio de lógica, estaría tentado de concluir que Sanhueza siempre fue un poeta japonés, pero la conclusión creo que es otra, una que el mismo Sanhueza desarrolla con alegría en cada uno de sus libros.


 

 

 

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