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HORACIO
El cerdito de Epicuro


Por Leonardo Sanhueza
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blicado en Revista de Libros de El Mercurio, 27 de octubre de 2001


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Me pregunto qué diría Horacio si viera la imagen que la escultora Rebeca Matte se hacía de él, ese tipo escaso de carnes, severo de rostro y dedo acusador, que hoy asusta a los niños en el Bellas Artes, mientras en la Universidad de Chile pide a gritos un plumero. Valga la inquietud: consideremos que el mejor poeta lírico de Roma era bajito y, en sus propias palabras, "gordo, reluciente y con el cutis bien cuidado, un cerdo del rebaño de Epicuro". Augusto en persona bromeó alguna vez con esa estampa rolliza, al acusar recibo de un librito chiquito como su autor, a quien recomienda, en lugar del plano y esbelto rollo de papiro, escribir en un perol bien redondo, para que su "volumen" convenga ahora no sólo a su estatura sino también a la forma de su vientre. Entre chilenos este popular fenotipo goza de un prestigio a toda prueba: aquel del gordito paleta, buena gente y vividor de carcajada contagiosa, cuya salud garantizada por lustrosas y rubicundas mejillas hace la fiesta en el país de los deprimidos. Sin preocuparse del porvenir, goza del presente, aprovecha cada día como si fuera el último...

Poco antes de finalizar la primera mitad del siglo I a. C., Cupido hizo de las suyas con dos poetas, que por entonces eran notorias figuras de las letras romanas. Por una parte, cae el joven Catulo, herido de muerte por el desprecio y la vida licenciosa de Lesbia, a esas alturas más una puta de callejón que la grácil dama del gorrión en el regazo. Y por otra, se suicida Lucrecio, loco de atar tras beber un filtro amoroso, cuyos delirios alguien debiera rastrear en su hasta hoy maravilloso poema De rerum natura (pdf). Ambas necrologías bien muestran un rasgo común del carácter de gran parte de los poetas latinos: tipos apasionados, vehementes incluso, de amores imposibles o no correspondidos, y que a más de alguien le harían pensar alguna vez en el seductor de Kierkegaard. En este puzzle de temperamentos, cuyo auge se da precisamente con los poetas un poco más jóvenes que cultivaban la elegía amorosa (Propercio, Tibulo y el círculo de Mesala), la pieza llamada Horacio no encaja. A pesar de su irritabilidad, a menudo expresada en su reprobación crítica de las costumbres de su época, Horacio prefiere escribir con la cabeza y el corazón bien fríos, por lo que a veces se le acusa de poco espontáneo y carente de emotividad, defectos para muchos imperdonables en todo poeta lírico que se precie.

Paradójicamente, Lucrecio y Catulo me parecen principales a la hora de esbozar el más pequeño retrato de Horacio, no sólo por haber sido sus poetas inmediatamente anteriores, con todo lo que ello de seguro significó en su formación literaria, sino también porque sus nombres representan una apertura general de la poesía, en el caso de Lucrecio hacia la divulgación de ideas a veces reñidas con la oficialidad política y religiosa, y en el caso de Catulo, hacia la introducción y adaptación de formas griegas al latín. En el poema De rerum natura, comúnmente presentado como una exposición de la doctrina física del epicureísmo, subyacen tópicos de la moral epicúrea, como son, por ejemplo, la templanza del ánimo y la superación del temor a la muerte por el conocimiento, temas que para Horacio son fundamentales, especialmente en su obra lírica. Sus odas más conocidas reiteran una y otra vez una baraja muy simple de temas: fugaces pasan los años y nada puedes saber sobre el porvenir, la muerte es imprevisible, serena tu espíritu, descorcha esas botellas tanto tiempo guardadas, sírvelas en vasos sin adornos, saca provecho de tu día. Pero no sería certero ligar el "carpe diem" y en general la temática horaciana al entretenido y pegajoso tralalá de la campaña "Piensa positivo", ni muy sensato solicitar la reposición de «La sociedad de los poetas muertos», con el debido respeto que me merecen los admiradores incondicionales de Mr. Keating. Antes me parece que la hermosa expresión "carpe diem", unida al resto de los poemas afines, protesta contra un estado de cosas corrupto, en el que es preferible cubrir de oro los artesonados, sacrificar el presente por un futuro esplendor, armar hasta los dientes los ejércitos, en fin, todo lo que Horacio criticó dé su época para exaltar la vida y la belleza del instante: "un solo cabello de Licimnia, cuando ella vuelve su cuello hacia tus besos ardientes, o cuando los rechaza con falsa crueldad, pues si se los pides no goza tanto como si se los robas o se encarga ella misma de robarlos, ¿lo cambiarías por las opulentas mansiones de los árabes?".

En cuanto a Catulo, se suelen hacer ciertas comparaciones con Horacio, de las cuales me parece pertinente aquella basada en la relación entre éstos y los poetas griegos: mientras el veronés intentó imitar y latinizar a los poetas alejandrinos, Horacio prefirió retroceder hacia los poetas líricos arcaicos: Safo, Alceo y Píndaro, es decir, poetas emblemáticos de lo clásico, calidad que él estaba muy consciente de haber alcanzado al publicar sus tres primeros libros de odas.


Mecenas

Algo no ha cambiado desde la antigüedad clásica: un poeta no surge a punta de talento y sensibilidad, sino que requiere además de un trabajoso proceso de formación. Y en Roma (es decir, no precisamente la era de la hiperreproductibilidad técnica) dicha formación debía realizarse en escuelas privadas cuyos costos muy pocas familias podían solventar. Nadie entonces daba un peso por Horacio, que aparte de ser provinciano, era hijo de un liberto intermediario de subastas. Sin embargo fue ese mismo liberto quien lo llevó a Roma donde los mejores maestros, para luego enviarlo a Atenas, camuflado entre hijos de cuestores y senadores.

Por todo ello y más, Horacio sentía el más profundo orgullo y gratitud hacia la figura de su padre, aunque más de alguna vez le fue enrostrada como motivo de vergüenza. Nada más odioso para él que pensar en un origen noble: habría que tener muchos esclavos, carros de cuatro ruedas, andar con guardaespaldas, llenarse de insultos en la calle, no poder quedarse en cama hasta las diez... no, de ninguna manera, mejor es andar sin comitiva, en mulo castrado adonde se nos antoje, enterarse del precio de las legumbres, pasear por el Circo y el Foro, pararse junto a los adivinos, comer garbanzos y puerros en una mesita de piedra, leer y escribir con tranquilidad, bañarse después de jugar a la pelota.

Más todavía cuando se cuenta con buenos amigos, aquellos que no miden la amistad en hectáreas de conveniencia o de apellido. Así sucedió con Horacio, que a los 26 años, sin más que lo puesto y unas cuantas sátiras bajo el brazo, fue presentado por Virgilio a Mecenas, quien no sólo le ayudó a salir de la incómoda situación económica en que se encontraba, sino que también terminaría por convertirse en su hermano mayor. El poeta había comenzado a escribir tres años antes, obligado por la miseria en que lo dejó la muerte de su padre y la confiscación de sus pocos bienes tras la derrota de Bruto el 42 a. C., batalla en la que demostró con poco y ningún decoro sus dotes para poner pies en polvorosa, acabando así con su imposible futuro militar. Más de treinta años duró su ahora legendaria amistad con Mecenas, y más incluso, pues a la muerte del uno le siguió la del otro con extraordinaria inmediatez, siendo ambos enterrados en el extremo más alejado del monte Esquilino.


Mozo, detesto ese lujo oriental,
me cargan esas guirnaldas de tilo.
Ya no busques dónde puedan quedar
rosas tardías,
te digo, nada le agregues al mirto,
porque ni a ti que me sirves menoscaba
ni a mí que bajo el cargado parrón
bebo mi copa.

(Odas, I, 38. Traducción de Leonardo Sanhueza).




 



 

 

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El cerdito de Epicuro
Por Leonardo Sanhueza
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 27 de octubre de 2001