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UN RITUAL PARA MIRAR EL PASADO
Presentación de Jueves de Luis Valenzuela Prado en la Feria del Libro de Santiago, el 9 de noviembre de 2008.

Por Patricia Espinosa

 

Siete horas y treinta y tres minutos es el margen de tiempo que cubre la novela de Luis Valenzuela Prado. El relato acontece entre las 19:19 horas del miércoles y las 2:52 del día siguiente, en torno a una celebración siempre “ad portas”, como señala una y otra vez el personaje protagónico, Valenzuela, del cual sólo una vez escuchamos su nombre. Valenzuela, Fresno (el escritor con “su material en carpeta”) y el boliviano Betulio conforman un trío de amigos singular. Su particularidad consiste precisamente en que son tres tipos comunes y corrientes que se reúnen en torno a una celebración que parece venir una y otra vez, una celebración que parece posponerse, anunciarse, como el Godot de Beckett, un anuncio que prepara al lector para un posible momento de clímax; una celebración que parece ocultar su origen o tal vez su objetivo: la celebración es en definitiva la puesta en relato, contrarreloj, un ritual de pasaje que comienza con las primeras palabras del narrador configurando su historia.

Hay sutilezas de carnaval en este relato dosificado con pequeñas cuotas de humor negro, que van torciendo el rumbo de la tragicidad larvada; una suerte de tragedia que se ronda pero también se escamotea. Porque la historia, a la par del consumo alcohólico de los tres personajes, va creciendo en dramatismo y en la torcedura del dramatismo. Las dos cosas a la vez: la sincronía que arma una ruta y al mismo tiempo la desanda o desmonta. Son horas en las que el tiempo parece fluir sin temor al derroche, a la aparición de la conversación aparentemente inútil, a la plena instalación del ocio. Podría incluso identificar acá una estética del ocio, a contrapelo de las pautas de producción instaladas por el neoliberalismo; acá en el relato se está fuera, del otro lado, más allá del control y de la mirada que cautela el orden. Y el tiempo, aunque marcado por el texto, opera sólo como un marco irónico; hay tiempo para hablar, para divagar, contar anécdotas, escuchar música, esperar a la estrella de la celebración: un humorista decadente que no se dedicará a contar chistes sino que solamente cenará con el trío de amigos en un ambiente cargado de presente o tal vez sin futuro, un presente que no termina de acabarse mientras el protagonista exponga su relato.

Estamos ante una novela que privilegia los guiños pop –como las conversaciones futboleras, las citas a Calamaro, Charly García, el señor Miyagi de Karate kid o comentarios a la televisión abierta– datos que no me parecen intencionados para dignificar lo pop ni la ñoñería de los protagonistas; al contrario, estos datos pop sirven para situar el acontecer, al igual que el uso de un lenguaje que chileniza los anglicismos, y también para remarcar la estética de la trivialidad que articula la narración. Estos datos son precisos para adornar esta escena cargada de melancolía, una escena cargada de diálogos al borde de una dramaturgia negra, realista, ligada a sujetos menores, donde el encuentro o la amistad cobra un valor central. Distingo acá, nuevamente, una intención de desmontar el dispositivo del individualismo posmoderno. La narración se aleja de la atomización del individuo y nos enfrenta a una pequeña comunidad de sujetos cómplices, a la maravilla de una noche de farra capaz de diluir temores, potenciar secretos, afectos, espacio perfecto para exponer un grotesco compartido, sin temor a la mirada censuradora.

Un aspecto clave en este volumen es la voz del narrador, su figura, su discursividad, su visión de mundo. Un narrador que señala ser “del montón”. En el relato de Valenzuela, el pasado se cerrará esa noche, su clausura vendrá con la puesta en relato. Así el narrador le dice a Fresno, su amigo literato: “para lograr acercarse a lograr entender las cosas tenemos que escarbar en todos los recuerdos, sin desestimar ninguno, por más nimios e intrascendentes que sean […] El asunto es que de pronto, bum, se enciende la luz y lo ves todo, de acuerdo, quizá por una simple y nimia estupidez que te lleva a entender algo que estaba escondido en alguna parte”. Los recuerdos serán exorcizados mediante la palabra; todo será puesto en escena, sólo así la celebración tendrá sentido. El narrador pone en escena una historia que, no se cansa de repetir, podrá resultar confusa, torpe, pedante, “mal contados o desordenados, al final de cuentas así como se presentan, como meros hechos triviales”. Valenzuela intenta dejar atrás el horror del pasado “sin que importe si avanzo, retrocedo o corro inútilmente en círculo”. La conciencia de narrar de acuerdo a una historia que se asoma por fragmentos, y mediante un narrador que expone las complejidades en la disposición, relativiza el eje metaliterario que contiene el volumen y lo acerca a una suerte de dietario. Un género de la intimidad, donde asistimos a una suerte de confesión donde todo resulta contaminado de realidadad, de detalles, de desviaciones que enfatizan la verosimilitud del texto no premeditado en su estructura. Este es uno de los mayores méritos de Luis Valenzuela: privilegiar la estructura subrepticiamente; sin estrategias matonescas ni delirantes. Porque todo fluye de modo casi natural, cargado incluso de domesticidad, haciéndonos parte de este pequeño grupo que no pretende ser freak ni alternativo ni culturoso ni metaliterario ni maldito. Estoy harta de narraciones prepotentes y mal escritas. Valenzuela escapa a esta tendencia y configura un relato donde el tono menor es central, al igual que los desajustes de la palabra protagonista que se mueve entre la rabia y la emotividad. Jueves es una novela en la que el narrador no teme exponerse en su decadencia, en su precariedad, en su condición de sujeto menor, un sujeto al que ni siquiera cabría etiquetar de outsider. Un volumen donde narrar, tal como señala el protagonista, “no es necesariamente para hacer historia, la gran y objetiva historia que muchos anhelan contar […] El acto a veces es una acción simplemente para purgar, o al menos intentarlo, algunas impurezas de la realidad; sea la tuya, la mía o la de nadie. Cualquiera sea”.

El narrador aborda sus años escolares, quizás uno de los mejores momentos del relato, configurándose a partir de la extrañeza de su imagen. Vuelve acá el tono esperpéntico y poco cariñoso que el protagonista tiene sobre sí mismo, un sujeto lindante con lo monstruoso: extremadamente alto, cabezón, solitario y silencioso. Es el silencio su marca distintiva. Un silencio gélido que genera temor y que tiene un costoso precio en el terrible mundo escolar. En la adolescencia emerge la familia postiza, una galería de desgraciados dignos de un filme de Fellini, y lo principal: la maldita prima coja, una puta de mierda, dice una y otra vez el protagonista. Isolina se encargará de hacerle la vida imposible y consolidará en el volumen la misoginia y el grotesco, una dupla que generará momentos hilarantes. Valenzuela no le teme a lo políticamente incorrecto, incluso al recurso del humor grotesco, y la galería de mujeres se vuelve terrorífica, detestable y risible; sin embargo, siempre hay una trastienda, el backstage del origen que habrá que derruir mediante su puesta en relato, que no guarda nada para el final.

Hacia la una de la madrugada, la narración comienza a intercalar fragmentos en torno a la configuración de la escena. Se trata de datos que parecen acotaciones de un guión que marca los efectos que ha provocado el alcohol, el avance del reloj, la música, la impericia para armar una celebración, la cual todavía se señala que vendrá mientras los tres personajes se encuentran “sentados en los sillones de siempre”, un indicio que da cuenta de que esto ya ha sido vivido, que quizás es un ritual permanente aunque tal vez con un objetivo distinto. El absurdo de la borrachera está acá. Delineado con pulcritud, destila ese extraño halo de modorra e iluminación, de trasnoche cargada de un jolgorio imbécil y destellante, donde el fragmento, el detalle, cobra una importancia capital. Como toda buena borrachera que se precie de tal, le lleva: idas a la cocina por más trago, caminar bamboleante, el pequeño ensimismamiento, el temor a la caída libre, la orinada zigzagueante y sin embargo la urgente necesidad de hablar, de apelar al otro, de apresar el tiempo antes que amanezca y el ritual se esfume. La madrugada arrastra la narración hacia la desbandada, como si el centro hubiese desaparecido y predominara la fragmentación, el deslizamiento de la narrativa hacia zonas erráticas para que emerja la conciencia de la pérdida del proyecto. La celebración pareciera haberse escapado de las manos, dice el narrador. Pero no es así, está claro. A las 2:52 la celebración se desliga del “ad portas”. Es una celebración, un ritual de pasaje que Luis Valenzuela ha logrado ejecutar con una novela honesta, sin pretensiones, una narración que consigue evitar una y otra vez la obscenidad del letrado, optando por el registro de lo menor, de aquello que al parecer se nos pasa de largo más de lo que quisiéramos y donde la escritura ocupa un lugar central en tanto salda cuentas con la historia, con el pasado, cuya fatalidad siempre podrá expurgarse solamente mediante su relato.

 

 

 

 

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