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A nadie le importa mi sufrir

Luis Valenzuela Prado
Publicado en Lenguas (Dieciocho cuentistas chilenos), 2005. Compilador, Carlos Labbé. Y
Narrativa chilena actual: 28 narradores meridionales. <http://www.lasiega.org/index.php?title=Luis_Valenzuela_Prado>



I

18:00. La hora feliz de cada día. Salida. Nuevamente el turno cumplido. Las horas detrás del mesón. Hasta mañana. Tranquilidad y felicidad por tener un trabajo en forma continua por más de tres años y más encima con el mismo horario. Bien. Qué más puede pedir a estas alturas de la vida. Qué más puede pedir un hombre como él: un trabajo estable. Más si se cumplen los horarios y se sale a las 18:00 horas, lo que le daba el tiempo justo y preciso para alcanzar a llegar a su casa a las 19:45. Claro, 18:05, cinco minutos de retraso en el bolsillo porque a la señora Prica se le ocurría que ordenara los pijamas, calzones o sostenes chinos en la diminuta bodega de la tienda —algo rápido, un mero trámite fácil de soslayar— o por cualquier otro percance, pero claro, todo dentro de los márgenes establecidos. Las 18:20, unos quince minutos caminando hasta el paradero, aprovechando de vitrinear revistas de fútbol o puzzles que nunca le alcanza para comprar. De vez en cuando logra detenerse y mirar una que otra cosita por ahí para la que tampoco le alcanza, aunque sí para el pan de cada día: la once y el desayuno, y en ocasiones, en realidad cuando puede —más específicamente a fin de mes o cuando logra hacer algún recortín en la caja sin que la señora Prica se dé cuenta—, alguna cosita rica para llevar a la casa. Entre 18:30 y 18:32 otros diez a doce minutos se van esperando la única micro que le serve de todas las que pasan por Alameda ya que otras dos lo dejan a unas diez cuadras de su casa, lo que quiebra por completo la planificación de su cronograma diario. Las 18:40 o 18:42 y está instalado en la micro, de pie durante setenta minutos en un tur a bajo precio recorriendo la misma ciudad de todos los días, cruzando de un lado a otro a través del cemento citadino que resiste el paso de los individuos como Garrido. Rozándose con los otros habitantes del transporte, soportando los hedores que nadie quisiera olorosar pero que a final de cuentas eran parte del ambiente y pasando las monedas del pasaje de quienes suben por la puerta trasera. Las 19:43 o 19:45 y tres minutos caminando hasta su casa. La reja lenta se abre, la puerta sigilosa. Al fondo su pieza y sus pantuflas de Tazmania. Baño y total: tres a cinco minutos, casi son las 19:50. La escalera y rumbo al segundo piso:
—Hola Mamá.
Una mirada de soslayo con atisbos de reprobación. Tal vez la de siempre, era el juego. La teleserie ya comienza. Llega justo a tiempo. Ambos saben que viene un buen capítulo, ayer se quedaron mirando el uno al otro intuyendo que de todo podía pasar mañana —esta noche—. Y no era para menos, Viviana Cruz, que había sido presionada y amenazada de chantaje la noche anterior en la casa de los Fernández-Moreno por Celina Rosas, le diría esa misma noche —esta noche— a Cristóbal Rosas —hermano de Celina— en la casa de los Briceño-Vergara que amaba a Juan José Urrejola desde antes de conocerlo a él —Cristóbal—, pero solo ahora, después de cinco años de que la madre de Viviana, doña Carmen Cárcamo, en un acto de reprobada y venenosa acción le inventara a su hija que había visto a Juan José con Adelina Subercaseaux saliendo de un motel. Viviana debía actuar rápidamente, el amor de su vida había estado separado de su lado por un simple capricho maternal. Debía actuar y debía hacerlo ahora mismo. Si bien Viviana quería a Cristóbal, amaba aún más a Juan José, el amor de su vida. La decisión no era fácil, eso es cierto, pero debía elegir entre ambos:
—Y ese no eres tú, Cristóbal.
Muy inquieta la mamá de Garrido había estado mirando el reloj una y otra vez, esperando con ansias y nerviosismo evidente el momento que todos esperaban, atenta a que su hijo llegara lo antes posible para verlo y compartirlo, mal que mal nunca se habían perdido un capítulo de A nadie le importa mi sufrir, y mal que mal el capítulo anterior los había dejado en la más tremenda de las incertidumbres que un acérrimo espectador de telenovelas puede quedar —paciencia y expectativa que siempre bordea un telenovelero per se— al sentir que algo le falta por saber y que tendrá y que conseguirían solamente si conservaba la paciente esperanza de alcanzar ese algo, después de todo un día de dilación exasperante y exaltada para poder salir de la incógnita.
—Creí que no llegabas. Menos mal que se demoran en empezar, si no fuera porque repiten escenas del capítulo de ayer no llegas a tiempo. Tienes que organizarte, un día de estos no llegas.
—Sabes que no.

7:30. Las 7:29. Hace rato que Garrido ya tiene los ojos puestos sobre el velador en el que está el despertador de Mickey Mouse. Lo mira, parpadea y espera. Sabe que a las 7:30 la alarma le indicará que debe ponerse rápidamente en marcha. Laburo y producción. También sabe que a su mamá no le agrada para nada que suene por más de cinco segundos seguidos sin que lo pare. Eso denota, según ella, signos de debilidad frente al día que se avecina. Peligroso.
—¡Niño, detén eso!
No, mejor que no. Antes que tener un altercado con su mamá Garrido debe colocar primero su despertador de mano —con vibrador y luz fluorescente— a las 7:28, para lograr despertar antes de que suene la alarma oficial de Mickey y estar listo para que mamá no comience el día con mal ánimo. Tampoco él, está claro.
Despertar oficial: 7:30, suena la alarma dos veces, espera y la detiene antes de la tercera. Baja y saluda a su mamá que ya está en la cocina. A las 7:33 ya está presto en el baño. Abre la ducha, se sienta en el water mientras se calienta el agua durante un minuto. Cuando son las 7:50 ya está abriendo la puerta y dejando salir el vapor del baño como una señal para que la mamá sienta, vea y sepa que todo está dentro de los tiempos y márgenes esperados. Todo continúa. Como siempre. Qué coordinación. Es así como funcionan.
—Hola mamá.
—Hola niño.
Ella baja a las 7:15. Primero va al baño —cinco minutos— y sus necesidades básicas están listas, luego va a la cocina a preparar el desayuno de su niño. Menú. Tostadas con mantequilla, paté, mermelada o manjar —aunque en el caso de que el día anterior Garrido haya traído queso o jamón, todo cambia—. Si la tostada es con mantequilla esta debe ser derretida junto con el pan en el tostador, una maña que comparten ambos de toda la vida, es decir, se abre el pan, se calienta y tuesta por la parte de la miga, se saca del tostador cuando llega a su punto —tostado con un color café claro en las orillas que nunca sea quemado, a ambos les desagrada—, se esparce la mantequilla con el cuchillo, se toma el pan y se coloca por el otro lado al tostador. Se derrite y desliza la mantequilla por entre los orificios del pan —generalmente marraqueta—. Queda riquísimo. El desayuno está listo y Garrido está en la mesa disfrutándolo.
El despertar es bueno si todo se mantiene dentro de lo esperado, si fuese por puntos bordearía la perfección. Si ya el horario de la tarde en su trabajo le permite a Garrido llegar a ver A nadie le importa mi sufrir o la teleserie de turno —que suman demasiadas a lo largo de los años—, la mañana brinda la oportunidad de compartir un familiar y grato desayuno entre madre e hijo. Gratas miradas siempre. Breves comentarios, en ocasiones. Miradas. Proyecciones para el día o algo sobre la teleserie. Lugares comunes.
—A pesar del chantaje Viviana hizo lo mejor.
—M.
—También Celina, en el fondo de su corazón lo hace por su hermano, pero fuerza bien a Viviana a hacer lo mejor para todos. Ojalá todos pudiéramos tener alguien así a nuestro lado... velando por nosotros... a alguien que nos guíe en esos momentos difíciles, digo.
—...
Después del ritual, vienen los cinco minutos de cepillado dental de Garrido mientras su mamá recoge en silencio la mesa y le arregla la comida en su bolso. Esa comida que tanto gusta a él comer y a ella preparar.
Silencio.

18:00 y 7:30. De lo que importa en la rutina de la casa de Garrido ya todo está dicho o lo que pueda llamarse rasgos centrales y medulares de una trama familiar común y corriente. Como sea, vuelta a lo mismo, la escena se podría repetir una y otra vez con leves e insignificantes mutaciones que en nada afecten lo central del asunto que rodea a Garrido y a su madre. Todo igual, salvo que en una ocasión Viviana Cruz podría estar junto con Cristóbal Rosas, en otra con Juan José Urrejola y en otra ad portas de decir lo que algunos querían que dijera y otros no. Salvo eso, lo demás, igual. Un beso. Suerte. Cuídese. Tú también. Aunque no hay que olvidar que a lo largo de los años han habido momentos para enmarcarlos. De antología. Es imposible borrar de la memoria ese final de Dulce lazo, en el que Romina a última hora se arrepiente de casarse con el hombre que salvaría de la ruina a su familia y prefiere quedarse con Rubén Sotomayor, el que no tenía otro horizonte en su vida que Romina. También es imposible dejar a un lado los capítulos 63 y 78 de Pasión brutal, primero cuando Ignacio se rebela frente a su madre y le dice que ella no es el futuro que él espera, que ha encontrado a Julia, quien lo acompañará por toda su vida. Luego, la situación se revierte y Julia deja a Ignacio, situación que alegra a la madre de este ya que podría volver a tener su tesoro: su hijo. En esta teleserie llama la atención lo poco significantes de los capítulos elegidos, ya que después de lograr tales expectativas, sobre todo en el 78, la teleserie cayó en una monotonía que no le permitió estar dentro de las 10 mejores de la última década. Errores que se cometen por malas decisiones. Errores en los que no se cayó en Inmenso amor, cuando la madre lucha ante la adversidad de la vida, con cinco hijos y sin un marido que la ayudase. Esta teleserie tenía ese condimento que toda teleserie debe tener, reflejar los valores de sus espectadores, por lo menos los que se manejan para un discurso social. La constante lucha fue el ejemplo a seguir por mucha gente que vibró con esa teleserie. La madre, doña Estela logró que sus cinco hijos llegaran a la Universidad y triunfaran en la vida. Quizá en algún momento se dejó entrever la posibilidad que el menor de los hijos se quedara con esta, pero en ese capítulo, el 89, ella conoció al profesor de uno de sus hijos y se quedaron juntos. Así como los momentos enmarcados que se han detallado ha habido por docena, como los de Afán despiadado, Rossana, Mar de esperanza, Luz María, El cielo es de los santos y El fin del amor, entre otras, todas teleseries que han sido vitales en la vida de Garrido y su madre. Todas teleseries que ya son parte de las anécdotas de estos dos personajes.

9:08
—Buenos días, mire no más sin ningún compromiso.
Lo otro. El otro lado. El lugar que habita Garrido durante los días de trabajo. Es una tienda pequeña. Para dos. El espacio que queda entre el mesón-vitrina y las repisas con la mercadería es bastante estrecho. Por este espacio se cruzan una y otra vez durante todo el santo día la señora Prica y Garrido. Es parte del negocio, es parte del trabajo. El horario y el turno era bueno, ya está dicho. Alguna gente pasa a comprar, generalmente son mujeres —señoras— que buscan alguna oferta en lencería. Alguna gente pasea por afuera del lugar, mujeres que vitrinean en otras tiendas que hacen que la galería sea muy conocida y apetecida por sus ofertas. Pero las ventas han bajado, es parte de los tiempos, dicen. Pero la fauna que habita la galería también está compuesta por uno que otro hombre incógnito merodeando por los fríos pasillos. No andan buscando regalos para sus señoras —muy de vez en cuando se quedan pegados en alguna vitrina, pero vuelven a la realidad, no son los cuerpos de siempre los que están en sus horizontes—, van a los cines triple X que están en el subterráneo de la galería. Son dos. A Garrido nunca le ha llamado la atención ir a uno de esos o por lo menos nunca lo ha demostrado. Cuando pasa frente a las carteleras las mira de reojo sin que nadie lo vaya a ver que interesado por lo que no se debe mirar. Un vendedor de lencería debe cuidar su imagen. Por lo menos, para alguien como él, eso sería un desprestigio magnánimo para una rectitud e imagen ganada con los años entre las vendedoras de las otras tiendas.

10:15
Las bajas ventas le preocupan tanto a la señora Prica porque era su negocio, como a Garrido porque es su trabajo, pero antes que todo es el otro lado, el otro sitio que Garrido habita. El trabajo, la micro y la pega. Su vida. Monotonía de un hombre normal. Rutina de un paisaje al que ya está acostumbrado y por donde se pasean otros personajes. Esteban Huevito es uno de ellos, uno de los guardias de la galería, que siempre pasa por el frente de la tienda y saluda a Garrido y aunque este le corresponde con la mirada y levantando su cabeza, esto no refleja marca alguna de complicidad. Le dicen “Esteban Huevito” por el jugador de la Universidad de Chile que se llama Esteban Valencia y que le dicen “Huevito”. Sin embargo, el guardia no se llama Esteban, no parecía huevo y menos tenía apellido Valencia, solamente se llamaba Daniel y tenía unos colmillos largos por lo cual le decían Vampiro, aunque muy pronto pasó a llamarse Este-Vampiro, para luego quedar en Esteban y pasar a Esteban Huevito, justo en la época —a mediados de los 90— cuando el jugador hacía sus mejores campañas en la Chile. Bueno, da lo mismo, el asunto es que desde que llegó Garrido a la galería hace tres años, que Esteban Huevito lo quiere como a un verdadero amigo y siempre está dispuesto para conversarle, preguntarle o comentarle cualquier cosa, pero Garrido le da poca importancia, solo lo escucha y lo mira en silencio —como si fuera un cliente o menos que eso— o le da un breve sí o un típico de Garrido. Es que Garrido no es de amigos amigos, no tiene tiempo, su madre le absorbe las tardes y los fines de semana, aunque él, bien con eso. Y además el trabajo en la tienda le absorbe lo que queda de tiempo. Él, bien con eso.
A pesar del desprecio de Garrido por “Esteban Huevito”, la señora Prica trata de enmendarlo y tomarlo en cuenta para que no se vaya a sentir despreciado y pasado a llevar, mal que mal, es útil para el negocio ya que avisa cuando andan tipos de mal aspecto o sospechosos merodeando la tienda. Pero esta defensa bien puede despertar alguna suspicacia en el vendedor. Últimamente se les ha visto a la señora Prica y a Esteban Huevito muy amigos conversando y susurrando varias veces a espaldas de Garrido.
—Deberías darle algo de bola Garrido, no es una mala persona... además ¿tienes amigos?
—Es que con el trabajo y mi casa... pero mi madre y usted señora Prica.
Ella a veces le hace encargos a Garrido, este va de compras o a hacer o a buscar algún pedido de mercadería. Últimamente, en la semana caliente de A nadie le importa mi sufrir, dos veces encontró a Esteban Huevito conversando amena y distendidamente con la señora Prica. Cuchichiaban y se susurraban al oído, callándose de un momento a otro cuando lo vieron entrar a la tienda.
—En eso quedamos Daniel.
—Listo no más doña.
Garrido se hizo el tonto. Hizo como si nada, pero le llamó la atención la situación. Más la segunda vez.
—De qué hablaban.
—De nada niño, de nada.

II

2:32. Las 2:32. Trató de entrar silente a la casa, sin meter bulla, sin provocar quiebre alguno en la apacibilidad y sosiego nocturno que pudiera despertar a su mamá. La reja minuciosamente era abierta con la moderación necesitada. La llave introducida en la cerradura con gran mesura, girándola y luego abriendo la puerta con movimientos bien calculados y ejecutados. Las pantuflas con menos dedicación y delicadeza. La escalera, diez peldaños y casi listo. Casi entra a su pieza, casi sale todo a la perfección, pero... cuando todo iba bien, la luz de la pieza de su madre se enciende intempestivamente, Garrido se detiene, gira 135° su cabeza hacia la izquierda, inmovilizado, espera un momento, no hay ruido alguno, de pronto se apaga la luz. Unos segundos y retoma su camino sabiendo que su madre todavía está despierta y sabiendo también que tendrá que disculparse y que la purgación no sería fácil.
Si antes se podía hablar de una rutina idéntica para cada día de Garrido y su madre, a la mañana siguiente nada de esto se cumplió. Era de esperar. Garrido lo sabía. Despertar con el reloj de mano, bien. Mirar el Mickey —de reojo—, bien, pero lo desconectó antes de que sonara. Levantarse, no... siguió durmiendo. Cuando bajó eran las 13:03. Estaba el desayuno servido con tostadas, quizás desde qué hora estaba así. Su madre sentada en un sillón miraba fijamente la televisión con el volumen muy alto dando la espalda al baño. Era obvio que no quería mirar. Garrido entendía la clara molestia de su mamá, claro, entre no avisarle por la llegada tarde de la noche anterior y el no asistir a la sagrada función de A nadie le importa mi sufrir, el desagrado y repudio era más que obvio y evidente, se sentía en el aire No la culpaba, estaba en todo su derecho.
—Cristóbal está destrozado.
Garrido intentó decir algo, pero no pudo hacerlo ni supo qué decir, luego intentó continuar con su camino hacia el baño.
—Pudiste haber avisado.
Entonces Garrido se armó de valor, cambió su dirección y se dirigió hacia donde estaba su madre. Ella no lo miraba —trataba de herirlo con la indiferencia—, pero sabía que él estaba ahí mirándola, sabiendo que ella no lo miraría de frente. Él se quedó en silencio, sabía muy bien que su madre no le haría el camino fácil y sabía también que ella pensaba que él debía dar el primer paso. Ella miraba un programa en la televisión, ninguno quería dar grandes saltos, peor, sabían perfectamente lo que el otro pensaba. Se conocían. Él no hallaba qué decir y qué hacer ahí parado como un imbécil, y no era para menos, los hechos acaecidos la noche anterior lo acusaban lapidariamente sin derecho a réplica que rectificara lo sucedido. Se sentía mermado en su condición. Pensaba. Miraba la televisión. Estaba disminuido, mal que mal la que estaba a su lado era su mamá. Esa que tanto lo quería. Su querida mamá.
—No hay palabras.
—Lo sé.

17:55 de esa tarde anterior. Si lo hubiese pensado alguna vez se habría incomodado, incluso sonrojado. Pero las cosas se habían dado rápidamente. De un momento a otro. No hubo tiempo, ni para incomodarse ni menos sonrojarse. Estaba por cumplirse el turno del viernes y Esteban Huevito todo alegre y chispeante había llegado con una botellita de jerez que le habían traído hace unos meses desde España. Dijo. Unas copitas y listo. La propuesta. Pero es que... Nada, no hay pero que valga. No arrugue amigo, le conviene. De inmediato Garrido pensó en que debería tomar primero el metro, luego una micro y un taxi al final, para poder enmendar los treinta minutos que le costaría la gracia de ser cortés a la invitación de Esteban Huevito y en cierta forma a su jefa que se había entusiasmado con la idea. Un chicle también debía comprarse para sacarse el hálito a alcohol. Sí, en todo caso lo hacía más por la señora Prica que por Esteban Huevito y su botellita de jerez, eso está claro. Aunque en realidad lo hacía por ella y por no hacer tambalear el piso del trabajo que tanto esfuerzo le había costado mantenerlo. Bueno, mal que mal es solo una invitación, continuó reflexionando, qué malo puede de haber en eso. Aunque así todo le quedó rondando la idea de que debía rechazar la oferta, pero optó por no hacerlo.

21:16 de esa noche. Ya señores, debo irme, es hora de irse a dormir a la camita, mañana toca laburo nuevamente, como a todos los mortales, aunque sea solo medio día. Una mirada de la señora Prica y un comentario, de aquí no se mueve, además, si quiere mañana no viene a trabajar Garrido, yo lo digo. Ese comentario sacó brindis y elogiosos comentarios por parte de los dos hombres que escuchaban. Ojalá yo tuviera una patrona así, decía Esteban Huevito mirando de reojo a la mujer, un brindis por la señora Prica. Siiiií. Pero la tengo yo replicaba todo ufano Garrido, como queriendo retribuir el trato de su patrona, aunque debía pensar en no alterarla, es que el trabajo había que cuidarlo con dientes y uñas.
Al rato —unas dos horas más— se escucha la voz de Esteban Huevito, el que debe irse soy yo. Na, pero si comienza la noche. Déjalo, debe trabajar mañana, dijo ella, yo no soy su jefa para disponer de él —le devuelve la mirada de reojo a Huevito—, debe cumplir con lo suyo. Eso era cierto y el silencio de todos daba la razón a la señora Prica. Yo tamb... Tú nada, te tomas el día libre, ya te lo dije. Pero señor... Esteban Huevito se fue cantando... de repente Garrido no supo más del mundo, solo que de un momento a otro se vio entrando a los cines que estaban abajo. Se vio entrando junto con la señora Prica.

18:50 de la otra tarde. Su madre no quería darle atención. Tampoco se la prestaba. Habían pasado el día entero sin hablarse ni compartir lugar. Se podría decir que como dos niños en litigio. Ella abajo sin querer ceder, él en su dormitorio durmiendo pero también sin saber qué podía hacer. A las 18:51 subió a ver a su hijo. Este seguía durmiendo. Se quedó a su lado mirándolo con una cara que claramente denotaba repudio hacia el accionar descarriado y desperfilador de la educación que con tanto empeño y esmero ella le había dado. Era tanto el esfuerzo por el hijo que por años se comportó dentro de los márgenes esperados por toda madre como ella. Orgullo. Pero, son hijos y pueden fallar, uno se da vuelta y... Dos o tres minutos a su lado y nada, solo al cuarto este comenzó a moverse e intentar acomodarse. Solo al quinto Garrido logró despertar de una vez por todas. La mirada lo cruzaba, sentía la presencia de su madre. El ambiente estaba tenso. Trataba de abrir los ojos, pero no podía, estaba cansado. La noche anterior, tal vez. Su madre quizá. Él, puede ser.
—A las siete dan el resumen de la semana, podrías verlo.
—Que bien.
—...
—...
—Hoy no fuiste a trabajar.
—... Me dieron el día libre mamá.
Confundido por el sueño y por la resaca que le había dejado la noche, rápidamente Garrido pensó, primero, en que en realidad no había ido a trabajar, pero de inmediato confirmó que tenía el permiso directo de la señora Prica —según el recuerdo que tenía de anoche—, segundo, en que esta era la tremenda oportunidad para poder congraciarse ahora ya con su mamá. Una oportunidad que no quería desaprovechar por ningún motivo, estaba más que claro. No obstante, no era seguro que su estado le permitiera aprovechar las oportunidades que se le abrían o a lo mejor ya no las quería aprovechar.
—Al tiro bajo mamá.
—Te espero con once.
—...
La mamá le dejó encendida la luz para intentar apurar el despertar del hijo desperfilado. Sin embargo, Garrido no podía contra el sueño, quería levantarse —o eso creía—, pero no podía. Al parecer se quedó traspuesto durante unos minutos que lo llevaban a otro lugar.
—¡Ya empezó y está servido!
Otra oportunidad más que tal vez no debía desaprovechar por ningún motivo. Se destapó y trató de enfrentar de manera directa la luz encendida en el techo. Se le cruzaba la imagen de su madre, pero no solo la de ella, también la de la señora Prica. No podía levantarse, pero tenía que poder ya.
—¿Empezó?
—Sí, hace algunos minutos, pero no te apuré porque están resumiendo los capítulos de principios de semana que ya viste. Te falta ver solo el de ayer. A lo mejor pasó lo bueno antes, pero hay cosas que te pueden servir para los capítulos de la próxima semana, porque ¿los verás?
—Por supuesto...
—Lávate esa cara.
Algo volvía a la normalidad. O eso parecía. La once servida, las tostadas y la tensión impuesta por la incómoda situación madre/hijo. Situación que no era rota ni por la ironía más sagaz y fina. Nadie podría haber entrado en ese momento a la casa. Nadie. Nadie podría haberse inmiscuido en ese momento que brindaba atisbos de reconciliación. Nadie que ellos quisieran, nadie que ella quisiera. Pero las cosas no eran como la madre de Garrido hubiese querido.
—He esperado tanto este momento que no sé si deba, pero debo dejarme llevar por mis sentimientos y estos dicen que te amo Juan José, que te amo desde que te vi por primera vez en esa fiesta de Laura Sofía... que te amo y que no te he borrado nunca de mi mente... eso lo sabes amor, eso lo debes sentir amor mío y no quiero desaprovechar esta oportunidad, no quiero perder más tiempo alejada de tus brazos, de tus caricias... perdóname y vuelve conmigo Juan José...
—Ahí está.
—...
Miran la televisión. Lo hacen en silencio. Algún comentario al aire, tal vez por compromiso. No obstante, algo pasa entre ellos, no es el mismo ritual telenovelero de siempre, ese que por años cumplió Garrido con su mamá. Pero su madre lo quiere recuperar a toda costa. Sabe que algo de culpa puede tener. Así estaban viendo los capítulos resúmenes de A nadie le gusta sufrir cuando oyen que llaman afuera. Se miraron sin comentar nada. La mamá de Garrido fue asomarse rápidamente antes de que su hijo hiciera el intento. Pero no sabía quién era la mujer que estaba afuera. No obstante era mujer.
—Una señora llama.
—¿Serán evangélicos?
—No creo, esos andan de a varios.
Con desgano, soñolencia y algo de torpeza Garrido se levanta de su asiento para ir a ver quién podría ser en esa tarde de reconciliación con su madre. Avanza arrastrando sus pantuflas de Tazmania. Mira a su mamá y se para frente a la ventana y se lleva una sorpresa mayúscula.
—¡La señora Prica!
—¿Tu jefa?
—Por favor ábrale mamá.
—...
—Abra no más.
—...

Algunos minutitos. Durante la tarde había tratado de unir cabos sueltos sobre lo que había sucedido realmente la noche anterior, pero el sueño y la no-experticia sobre la forma correcta de reconstruir dilemas o verdades le había impedido plantear siquiera una hipótesis seria que tratara de explicar vagamente los acontecimientos de la noche anterior. Ahora, cuando todo se le viene encima, trata de pegar a tontas y a locas otros cabos, intenta salvarse a la rápida, pero nada, nada explica lo de anoche y menos de lo esta tarde. Simplemente Garrido no entiende y sabe que si el camino con su madre ya estaba pedregoso ahora se hacía resbaladizo, tormentoso y peligroso a la vez. Pero, de qué hablarían mientras él estaba vistiéndose para atender a la visita inesperada.

Silencios y segundos incómodos. Si la situación entre Garrido y su madre estaba tensa, ahora era peor. Las dos mujeres frente a frente sentadas en un sillón. Se miran y no se dirigen palabra alguna. Desafiantes. Una que otra mirada sí. La madre de Garrido la observa fijo sin señas de cordialidad u hospitalidad, en realidad, una mirada de repudio y censura. Mientras que la señora Prica, de vez en cuando, lanza una sonrisa que no causa efecto alguno en su oponente, salvo aumentar la desconfianza y arrojar dejos de irritación que la madre de Garrido guarda para ella y, sin exagerar, para su hijo ausente también.
—Pero señora Prica, qué hace usted por aquí.
—No sé, quedé preocupada por tu estado de salud y quise venir a ver cómo estabas Garri.
¿Garri? Dijo ¿Garri?, pensó la madre de Garrido. Él también quedó pasmado con la forma como lo llamó su jefa y también por el tono cariñoso que le impregnó a esa sentencia.
—Además quise venir a conocer a tu madre, si nos vamos a ver tan seguido, hay que fortalecer lazos ¿no crees mi amor? De hecho, aquí le traje un obsequio señora que le puede gustar, son calzones para señoras de su edad.
A la madre de Garrido se le aceleró todo, le subió la presión y casi se desmaya. Era como si le estuvieran dando duros golpes en el suelo. Uno tras otro. No podía creer lo que estaba sucediendo en su propia casa. Garrido tampoco, tal vez era una broma, pero no, la señora Prica no era de esas.
—Amor ¿dije algo malo?
¿Amor? Pensó la mamá de Garrido ¿Señora? Pero si bien pudieron ser compañeras de curso en humanidades. Bien podría ser la madre o tía de Garrido. Piensa y piensa y el mundo le da vuelta una y otra vez y lo ve pasar frente ella, recibiendo continuos golpes mientras ella espera en el suelo. Entre lo desestabilizada y contrariada busca atolondradamente el punto de equilibrio y foco perfecto para dar desde la agonía una mirada inquisidora a su hijo. Tal vez merece unas buenas palmadas, de esas de cuando su niño era su niño. Lo encuentra, lo enfoca y al suelo, se desmaya. Al cabo de unos minutos recobra la razón y nada malo sucede. El desmayo es un salvavidas para Garrido que tiene algo de tiempo para reflexionar y aclarar algunos puntos que quedan difusos y que enturbian más la situación que acontece ahí.
Garrido esta contrariado. Trata de entender algo. No mira a la señora Prica que le habla y le habla sin que este pueda ni quisiera distinguir coherentemente lo que esta dice. El alboroto le permite pensar a Garrido, tratar de confeccionar un panorama de lo que sucede en su vida y de lo que había sucedido. Mientras ventila a su madre medita, cavila, elucubra, divaga mentalmente por pensamientos algo distantes en coherencia. Esteban Huevito, bien. El jerez, bien. La festividad, bien. Llegó tarde a la casa, su mamá se dio cuenta. Algo no calzaba, un punto de fuga se le escapaba de su foco, pero no lograba ver nada.
—Pero Garri, llamemos a un médico.
—(El cine, cresta)
Eso era, el cine al que habían ido. No lo recordaba. Se cruzaban imágenes difusas enturbiadas por el momento agobiante que vivía ahora. Pero se vio de repente entrando al cine. La oscuridad, hombres que se sentaban y se paraban de su asiento una y otra vez. Fumaban. Se escuchaba un leve murmullo. La sonajeara de los asientos de cuero sintético era constante y se perdía por la magnanimidad de la sala. La película mostraba un grupo de dos mujeres y tres hombres que conversaban amena y falsamente en un comedor, enfocado por un plano general. De un momento a otro aparecía la empleada y las dos mujeres se miraban, un plano conjunto a los dos rostros las tomaba, para luego pasar a un plano americano de la empleada. Otro plano conjunto y los hombres murmuraban algo, mientras fuera de campo, pero con voz over las mujeres le conversaban algo a la empleada, pero ella se negaba, pero poco a poco la comenzaban a acosar —plano conjunto—, pero poco a poco Garrido comenzó a sentir una mano ajena que se deslizaba lentamente por su pierna.
—¿Se irá a reponer pronto?
—...
No puede creer lo que había pasado... Se lo imagina y no lo da crédito a la situación. Suda. No se repone su madre tampoco. Quiere salir corriendo, quiere desmayarse y no despertar nunca más. Pero ahí está, entre la mirada vigilante de su patrona y el desmayo de su mamá ¿Pasó realmente? Pero ¿qué pasó realmente? El mundo gira cada vez más rápido y el mareo se hace sentir: su mamá, la señora Prica, el jerez, el cine, la tienda, el cine y chao. Garrido se desmayó inapelablemente.
A lo lejos escucha voces, pero no distingue lo que estas dicen. Sí, sí, sí. Si está de acuerdo. Bien. Comenzó a abrir los ojos y los cierra. Las voces y la luz del lugar aturden a Garrido. Comienza a despertar. Déjelo, no lo apure. Bueno, si usted lo conoce, mal que mal... Pero Garrido no entiende nada, todo era una masa deforme difícil de distinguir en su esencia. Claro, son su madre y la señora Prica, pero por qué él está en el suelo y trata de despertar mientras ellas lo miran y comentan cosas que él no comprende. Trata de enfocar y no puede. Trata de escuchar y algo distingue. Trata de hablar pero las palabras no le salen.
—Usted comprenderá, a mi edad...
—Claro.
—Esto sería, digamos... una mancha de impureza sobre la esencia de mi vida que es una buena vida, de respeto...
—No crea que no comparto lo mismo que usted... lo de la mancha también.
De qué conversan, si no se conocían.
—¿Estás bien mi amor?
—...
—Niño, te desmayaste, pero aquí tu madre está junto a ti arreglando todo para tu matrimonio.
Garrido se volvió a desmayar. Pero segundos antes —5 a 10— no lo pudo creer. Qué era esto ¿una broma?. Despierta y se vuelve a desmayar. Se llegaron a contabilizar 7 desmayos consecutivos. Entre cada uno de estos Garrido alcanza a unir reflexiones disparatadas que en un todo unificado pueden hacer sentido. Da una y otra vuelta al asunto y acaba preguntándose si no era eso realmente una broma. En uno de esos momentos de lucidez llega a pensar que desea verlas muertas, a una aunque sea, incluso su madre. Dos ocasiones en que pudo abrir los ojos esperando que una de las dos no estuviera, pero el deseo se esfumada tan rápido como el momento de luz que alcanzaba a vislumbrar. Pero si una moría tendría que responder las preguntas de los detectives y eso no hubiese sido muy grato que digamos, no estaba para esos trotes. El crimen no era una salida tampoco. Así, de tanto ir y venir de un desmayo a la realidad de su casa Garrido comienza a elucubrar la posibilidad de enfrentar la realidad. Se armó de valor, abrió los ojos y retiró las manos que estaban acariciando su rostro —eran las de la señora Prica— ganándose el repudio de la mujeres que lo acosaban en ese momento.
—Pero Niño.
—No se preocupe.
Garrido se ufanaba de no tener rencores con su infancia, pero cuando llegaba ese momento lograba hilvanar pequeñas ficciones que le envalentonaban y que lo podía llevar a realizar cualquier acto. Se pararía, se soltaría de todo lo que lo uniera a sus temores, tal vez, pensaba, debía hacer lo mismo que Viviana Cruz y encarar la verdad y dejarse llevar por lo que decía su yo interior. Claro, en ese momento estaba por aflorar ese Garrido que por años estuvo dormido, que por años estuvo en las polleras de su madre y que después de había quedado al alero de su patrona que lo maquinaba como quería. Estaba harto y lo quería aceptar. No toleraría por motivo alguno que su madre y esa mujer le siguieran arruinando su vida y decidiendo por los pasos que debía seguir ahora en adelante. Pensaba y se convencía cada vez más. Mientras, las mujeres farfullaban de vez en cuando, lo miraban con esos ojos que siempre veían en él al indefenso Garrido con sus ojeras y aspecto famélico de sujeto inofensivo. Todo sumaba para que él se rebelara de una vez por todas. Decidido ya se soltó de todo y se lanzó.
—¡BASTA!
—Pero Garri.
—Niño.
Silencio. Segundos incómodos. La espera se hacía insoportable.
—Yo elijo cuando nos casamos.

 

 

 

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Luis Valenzuela Prado