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Safari, de Leonardo Videla

Por Juan Pablo Pereira


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Partamos con una frase: comprender es violentar. Quien busca comprender -en este caso un libro- debe perforar, recortar, desarmar, voltear con insolencia, reensamblar con más brusquedad que tino o talento las piezas que desencaja. El intento de comprensión es, entonces, la tentativa de una agresión y es, en tal caso, un intento cuestionable, algo que se ha de pensar dos o más veces. 

Pero aquí que en mi condición de presentador de Safari, de Leonardo Videla, se podría suponer que yo he tratado de comprender de qué va este libro y que es posible que en algún parcial grado lo haya logrado. Conspiran contra ello su densidad, la complejidad de su articulación y la capacidad craneana de quien esto escribe. Safari es, derechamente, un libro difícil. Sus mecanismos de relojería exceden con mucho los usuales entre nosotros, tanto en precisión como en enrevesamiento. De hecho, quizá llame la atención el que respecto a este libro uso una serie de adjetivos desalentadores e impopulares como enrevesado, complejo, denso o difícil. La magnitud -es decir, la calidad y cantidad de recursos empleados por Leonardo, lo ponen en un plano demasiado ambicioso para la falsa humildad imperante en el medio poético chileno, que gusta de solazarse en la sencillez y el gesto directo, sin matices, del verso corto en el poema ídem, falsamente japonés; o por el contrario, de ese otro hiperlaxo, amorfo y contenidoso, distribuido generosamente en ilíadas anémicas con acompañamiento de guitarrón (con todas las excepciones del caso). Safari no es así. Por eso, lo que sigue es a lo más un bulto informe de consideraciones inconexas y no siempre bien hiladas. Me queda lo más básico de intentar comprender: agredir el texto e intentar mostrar algunos de sus jirones.

 A ratos Safari no parece un libro chileno, tal vez porque no lo es del todo. Esto no es un elogio ni un insulto, pero es así. Come de otras tradiciones y parece operar desde otros códigos. Si mal no entiendo, una de las claves de esto es la relación de Videla como lector con las tradiciones poéticas inglesa -en sentido amplio- e italiana, las que han tenido el saludable efecto de desprenderlo del localismo y empujarlo a ver más allá de las ligustrinas, hacia los árboles. No pretendo con esto repetir el viejo prejuicio europeísta que denigra lo local, sino zafar del nuevo prejuicio en virtud del cual resulta necesario asumirse en una relación de sumisión con una tradición propia, chilena en primer lugar e hispanoamericana en segundo. Contra dicha eventualidad, creo que Videla se ha movido con una flexibilidad desusada en nosotros- tan dados al movimiento unívoco, ampuloso, grandilocuente y significativo- entre idiomas, hablantes y países, lo que no puede sino redundar en cierto despiste de los lectores amaestrados de poesía que solemos ser, condicionados como estamos a un número limitado de estímulos, fuertes pero casi siempre burdamente binarios. Es decir, creo estar diciendo que Videla nunca escribe poemas políticos, o poemas no políticos, o poemas de amor o de viaje o sus contrarios, etc.; la tridimensionalidad de su hablante, su movilidad desde sí y de vuelta a sí mismo, la asunción y abandono consecutivos de posturas, voces, puestos de observación, identidades o remedos de identidad; tics, modelos a seguir y énfasis diversos que caracterizan su obra -y todo ello a varias velocidades al mismo tiempo, como movimientos dentro de movimientos- vuelven su lectura una desafío como pocas que yo lea actualmente, al menos en el desafío de no perderse o de saber cómo perderse en un libro como éste.

 Lo anterior podría dar a entender una suerte de febrilidad en Videla, un maelstrom un tanto inmanejable. Ello es cierto, pero quizá sólo desde un punto de vista naif, que pretenda ir informándose de datos verso a verso, como quien ve un noticiero. Safari es de esos poemarios que deja un asunto sin resolver para tomarlo treinta versos después, o dos versos después, o nunca más (otra técnica olvidada por estos lados). Los meros datos importan tan poco aquí -lo que no es lo mismo que decir que no importan nada- como el color específico de cada uno de los puntos de una pantalla de televisor; es decir, estamos obligados a leer con una distancia que intente ser abarcadora; o lo que es lo mismo, a posponer la enunciación de sentidos posibles. 

Este aspecto -la distancia- tiene que ver, creo, con unos de los pocos atisbos de concepto manejados como tales en este, libro, cual es el de viaje. Safari, de hecho, significa travesía en swahili, y tiene menos que ver con aristócratas en busca de elefantes para disparar, que con el movimiento de hombres en largas distancias, cansadoras y peligrosas a destinos inciertos. La hermosa correspondencia de este libro con una travesía no remite a la sabana africana, sino al todavía más árido desplazamiento de una escritura al desarraigo cosmopolita, que precisamente porque no olvida su origen lo modifica irreversiblemente, infligiéndole la reconstrucción en otros lugares, otra lengua o en la mayor extrañeza de todas, la plasmación en una obra poética que intenta asimilar todo lo que la herido, rehaciéndola constantemente mediante costuras y remiendos.

 Safari podría ser un poemario problemático porque ese viaje emprendido, esa distancia recorrida quedan, a mi juicio, sin solución, entendiendo por solución cualquier intento de moraleja, desenlace o final feliz (o triste). Pero hay otro punto que he omitido hasta ahora, cual es el de la compañía que emprende esa aventura, que impide que el sentido de este libro se encuentre al comienzo, al medio o al final sino como algo titilante, concomitante en todo su trayecto. El despliegue que supone Safari tiene sentido como evocación de una comunicación, tenga o no destinatarios o voces de referencia, pero cuya conexión o desconexión con el hablante no puede sino ser amorosa. El safari se comprende como evolución y permanencia de las voces que se trasladan en compañía, no como una pausa del ser hasta llegar a un destino determinado. De este modo, en Safari carece de importancia cualquier destino de llegada: el safari, la travesía existe por y para los que viajan. Esta importancia, que quizá yo sólo imagine pero creo haber entrevisto después de varias relecturas, devuelve una imagen transformada de un hablante que por lo general suena controlado y casi árido, en la medida en que se nos aparece ahora como un reivindicador de lo humano en una de sus pocas facetas reivindicables, es decir, mediante el rescate de lo humano como algo compartido, como un movimiento en común. 

Creo que aquí me detengo, habiendo ya pasado la frontera que separa a un presentador de un predicador. Como dije, comprender es violentar. Creo haber violentado lo suficiente este poemario como para seguir echándoselos a perder. Mejor que cada uno de nosotros busque algo en Safari. No algo perdido, algo por encontrar. Porque para eso hay que viajar; kusafiri, como se dice en swahili.


Santiago, 20 de abril de 2012



 

 

 

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