PEDRO M. MARTÍNEZ CORADA
(cuento)

 
 

 


TREINTA AÑOS DESPUÉS


"Lo mejor de la vida es el pasado, el presente y el futuro"
Pier Paolo Pasolini


La culpa de aquel viaje la había tenido su hermano, recordó Víctor, aunque no se arrepentía de haber regresado, treinta años después. Se desperezó en el asiento del taxi, entumecido por el viaje, y giró el cuello intentando paliar el dolor de las cervicales. La carretera, recta, solitaria, rasgaba el altiplano en dos mitades como copiadas entre sí bajo el cielo encapotado del atardecer, engañosamente preñado de lluvia; los arenales inhóspitos, punteados de pajonales y raquíticos cactus iguales a los que vio entonces parecían burlarse del paso de los años, pensó Víctor, al tiempo que se atusó el ya escaso y canoso pelo revuelto por el frío aire de Atacama. Treinta años no habían sido nada para el desierto, pero sí para los recuerdos que asaltaban al viajero despertándole la inquietud del encuentro con el pasado.
El aire azulado del atardecer se asomó al mar, entre chirridos de ruedas que anunciaron el fin del altiplano y la tortuosa carretera de la quebrada apareció de improviso. La niebla se arrastraba desde el Pacífico y casi cubría a Taltal, el viejo puerto salitrero empotrado contra el muro de las olas, pequeño, recóndito, símbolo del olvido para siempre. Las luces del pueblo se iluminaron, Víctor prendió un cigarrillo y tosió un poco, era un Lucky chileno, áspero, irritante, pero necesitaba fumar aunque lo hubiera dejado hacía muchos años. La torre de la iglesia de Taltal se destacó en la lejanía...

Víctor había enviudado tres años atrás, justo cuando se había prejubilado. El dolor le machacó durante meses, pero peor fue la soledad y la rabia por la vida truncada que padeció después y que lo arrinconó en una esquina de todo lo que ocurría a su alrededor, incapaz de hacer planes, zafio y receloso ante cualquier relación que superara los límites de la calle en donde vivía. Se alejó de la familia, salvo de su hija Luisa y de su hermano Rubén que lo visitaban con alguna frecuencia intentando hacerle reaccionar, convencerlo de que aún tenía mucho por delante y que a su edad la vida no se había acabado. Pasó el tiempo, la rabia se le tornó en melancolía y la soledad en un silencio que aleteaba entre los cientos de libros y fotografías que lo rodeaban: imágenes y recuerdos de un nutrido pasado que, como barcas hechas de sueños, se rompían contra los arrecifes de la apatía cotidiana de su vida. Pasaban los días...
–Es una pena, hermano, una verdadera pena.– Concluyó aquella tarde Víctor a su hermano, que había venido de visita un par de horas antes con varias cervezas bajo el brazo.
–Joder, Viti– Rubén siempre lo llamaba por este diminutivo –lo tuyo es de siquiatra, tienes una buena pensión, una buena casa y todavía estás joven..., ¡disfruta un poco de la vida! Siempre estás sufriendo con el pasado...
–El pasado es lo único que tenemos de verdad, Rubén, el futuro no existe y el presente se vuelve pasado en un instante.
–Pero tío, que sólo te has tomado dos cervezas... ¿Cómo no va a existir el futuro? Eso es un mal rollo tuyo. Mira, dentro de dos semanas me piro a Chile, tanto que te gusta el pasado, nos damos un garbeo por Santiago..., la Plaza de Armas, la Avenida O’Higgins..., bebemos Viña Undurraga para desayunar y Concha e’Toro para la comida, como en los viejos tiempos... escuchamos a Los Jaivas y luego nos damos una vuelta por Viña del Mar para ver a las lolitas...
–No me jodas, ¿a estas alturas quieres que vayamos a pololear?

Seis cervezas después, Rubén se había marchado con otra derrota sobre los hombros, murmurando que su hermano estaba perdido. Pero no era así. Algo se había deshelado aquella tarde en la vida de Víctor, pues se puso a buscar entre los libros hasta encontrar el viejo diario del viaje que hicieron juntos su hermano y él al desierto chileno. Veintisiete de marzo. Encontró el día que buscaba con las anotaciones a lápiz casi borradas, pero legibles: la plaza, el viejo bar, el parque infantil y la playa solitaria vigilada por los carabineros. Cogió el teléfono y marcó el número del móvil de Rubén.
–¿Cuándo me dijiste que te marchabas a Chile...? Víctor miró el diario, abierto sobre la mesa, y sonrió levemente ante la sorpresa de su hermano: –Me tienes que hacer un favor...

¿Y si no venía? ¿Y si después de todo aquel viaje, ella no venía?, pensó intranquilo Víctor. Pero su hermano se lo había asegurado: Isabel se había conmocionado con la noticia de su regreso. Mientras esperaba en el ruinoso parque infantil de Taltal, el lugar de su última cita treinta años antes, recordó la conversación telefónica que Rubén le había contado que había mantenido con ella, después de un mes de búsqueda:
–Isabel, ¿eres tú?..., ¿no te acuerdas? Estuvimos juntos hace muchos años, tu hermana y tú, y nosotros, en la discoteca de la plaza, luego quedamos en el parque infantil y fuimos a buscaros con el coche, escuchamos música y...
–Rubén... ¿Pero, eres tú, de verdad...?– Víctor se sumergió durante un instante, como tantas veces en los últimos días, en este momento de la conversación: les recordaba, después de tantos años no se había olvidado... –¿Y Víctor, qué es de él? ¿Está contigo?– Entre los viejos columpios, Víctor bendijo a su hermano por haberla encontrado.
–No, está en España, pero quiere verte y me ha encargado que te buscara. ¿Y tu hermana, Patricia? ¿Cómo está?
–Mi hermana... Murió hace años, en Santiago...– Víctor presentía el silencio que debió producirse en este momento de la conversación y sintió de nuevo pena por Patricia. –¿Te acuerdas de ella, verdad?
–No es posible, Isabel... me hubiera gustado tanto verla también, ¡cómo no voy a recordarla!... como a ti... ¿Podemos vernos?, tengo un mensaje para ti de mi hermano...– Isabel no pudo quedar, al parecer, con Rubén, pero se produjo la inmensa noticia: le esperaría el veintisiete de marzo, a las nueve horas, en el mismo parque infantil.
Y allí estaba Víctor, dos meses más tarde, fumando Lucky y carraspeando entre los columpios oxidados y los maltrechos toboganes, imaginando que aparecían como entonces, asombrosamente idénticas, con los vaqueros ceñidos, los ojos brillantes y aquellos flequillos rectos de pelo liso, tan negro. Las dos hermanas fueron gemelas hasta para querer al mismo hombre; las dos se habían enamorado de Víctor y cuando Patricia se besaba en el asiento delantero del coche con Rubén, los ojos se le perdían entre los besos de Isabel con Víctor, y cada beso de Víctor truncaba la mirada de Isabel, perdida en el espejo de la pasión de su hermana. Víctor sintió un escalofrío, cerró hasta arriba la cremallera del plumas y prendió otro cigarrillo, ¿y si no venía?...

Pero sí vino. Apareció por debajo de un enorme ficus que rumoreaba con el viento de poniente, justo al lado en donde Víctor había aparcado un todo terreno alquilado al dueño del emporio “La Esperanza”. Llevaba el pelo como entonces, aunque los pantalones no eran vaqueros; delgada, su cara ya un poco arrugada se fue dibujando poco a poco mientras se acercaba. Víctor se levantó, casi sin saber que decir, sintiendo como los tiempos estaban a punto de fundirse en aquel viejo parque, a la sombra del deseo y de la vida que en los últimos años creyó perdidos. Los ojos de ella fulguraban y se abrazaron durante un largo minuto, sin decir nada.
–Víctor, Víctor..., mi niño.– Dijo ella, al fin.
–Ya ves, Isabel, era mentira que nunca regresaría...– La playa de hacía treinta años inundó a Víctor, parecía que el tiempo no hubiera transcurrido.
Estuvieron abrazados durante unos minutos y luego se besaron como si tuvieran veintitantos años, como si el parque, la noche y la libertad de vivir fueran los mismos; como si los deseos, la magia y los sueños no hubieran sido nunca vencidos. Después montaron en el coche y siguieron hablando como si la noche de entonces hubiera sido anteayer, con el atrevimiento de los que no se rinden ante nada, con la locura de estar atravesando océanos de tiempo y recuperar instantes que podían valer toda una vida.
Víctor arrancó el coche, una hora después, seguro de su destino. Una playa desierta les esperaba. Una playa tranquila iluminada por la luz de la Luna que apareció rompiendo la niebla, como en un conjuro: Luna cómplice del Pacífico inmenso reflejado de estrellas y rumores desconocidos.

–¿Qué me dijiste aquella noche?– preguntó Víctor a Isabel, mientras escuchaban dentro del coche el murmullo de la playa.
–Me da vergüenza...
–Dímelo, necesito que me lo digas...– rogó Víctor, ansioso, recordando como ella no había dejado que le hiciera el amor aquella última noche –Te lo ruego...– Para él era una deuda con el pasado, un eslabón perdido en aquella noche del reencuentro.
Silencio, sólo una respiración descompasada. Víctor sintió como el corazón de ella le palpitaba entre los brazos, le retumbaba en el pecho.
–Dímelo, Isabel...
–Pasá, pasá tú el río...– Consiguió murmurar ella. Y Víctor recordó de nuevo la negativa: “Te marcharás y nunca te acordarás de mí...”, y a pesar de las caricias él no había podido alcanzar la otra orilla, embarrancado en la duda y la distancia que ella sentía; “Pasá, pasá el río, tú, mi niño...”
La abrazó más fuerte aún y después el río se desbordó, mientras la luna iluminaba el coche, las estrellas de mar acariciaban las rocas de la playa de Taltal y todos los carabineros del mundo dormían en sus cuarteles.

–¡Rubén! ¡Rubén, ¿me escuchas?! Eso es..., que me quedo en Chile..., voy a casarme..., dile a Luisa que me comprenda, no he podido comunicarme con ella, espero que esta noche pueda localizarla... ¿Qué...? Bueno, iremos a España después de la boda, a arreglar algunos papeles... ¿Cómo dices...? ¿Isabel...? Está aquí, conmigo, muy bien...
Patricia escuchaba la conversación rogando porque Rubén cumpliera con la promesa de no desvelar su secreto y recordó a su hermana hablándola una y otra vez sobre Víctor: “...y luego que se lo dije, todo salió mal y se fue...,” soñando, como siempre hizo, que algún día él volvería. Víctor colgó el teléfono, levantó la cabeza y miró durante unos segundos como ella contemplaba el mar a través de la amplia puerta de la terraza de la habitación del Hotel Oceanic, sin saber que Patricia se estaba despidiendo de una imagen gemela gozosa, radiante, que poco a poco se fue borrando en el cristal.

Afuera, la noche derramaba estrellas sobre una blanca y solitaria playa en Taltal...

 


PEDRO M. MARTÍNEZ CORADA
(copyright)
(abril 2002)





 

 
 

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