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Marta Brunet | Autores |













Publicado en La Nación,
Santiago de Chile, 1 de junio de 1930




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Anunció su llegada el ruido de un guijarro rodando cuesta abajo hasta caer en el agua inmóvil del remanso. Del punto que marcó al hundirse, nació un anillo, y de ese otro y de este otro más, hasta que el último se perdió en la ribera., entre los finos helechos temblorosos. La muchacha distrajo la atención del libro que leía, y se quedó mirando a la vieja que avanzaba despaciosamente, alta, escueta y bien plantada, desnudos los pies, ceñida entera por el chamanto que so prendía al pecho con una gran rodela de plata burdamente labrada. Los pelos blancos le caían por la espalda en dos trenzas largas peinadas a la moda indígena, sujeta por dos cintas rojas en que brillaban lentejuelas metálicas. Pero si la vestimenta hacía recordar a las indias en muchos aspectos, el tipo era de chilena entroncada en judíos, de los cuales heredara la nariz corvina y los ojos encajados muy adentro en las cuencas tenebrosas. Arrugas la surcaban íntegra, y la cara, el cuello y las manos eran de greda trizada finamente. Llevaba un tarro en una mano, un tarro vacío de parafina al cual se le había puesto una asa de junco trenzado. Y con la otra mano en la cadera, caminaba lenta, sin mirar dónde ponía el pie, fijos los ojos en un punto único, frente a ella, noble en el gesto como un relieve egipcio, inusitada en ese paisaje de montaña sureña, arisco y denso.

Así bajó hasta llegar junto al remanso. Medio oculta por unas quílas enredadas de copihueras y fucsias, la muchacha seguía mirándola. Un momento la viejecilla se quedó junto al agua, unidos los talones y los ojos en el mismo punto frontero a ella, mirando no se sabía qué. Luego dejó el tarro en el suelo y volvió a su posición primera, pero esta vez los codos se habían juntado a las caderas, y las manos alzadas parecían lanzar al agua el magnetismo de las palmas abiertas. Pasó un minuto. Entonces los labios salmodiaron una especie de melopea en tres notas que se terminaba por un gemido cada vez más alto, cada vez más desgarrador. Las manos empezaron a trazar signos extraños en el aire. El cuerpo seguía fijo, estacado y ceñido por el chamanto que desde los hombros le llegaba hasta los pies desnudos cruzados ahora uno sobre otro. La cara guardaba la misma inmovilidad de piedra que tenía el cuerpo, y sólo los brazos aspeaban cábalas en movimientos rápidos de las manos como garfios, descarnadas y de negras uñas rapiñescas.

La muchacha, sin haberla visto nunca, reconoció en la vieja a la Machi de Hualqui, famosa por su leyenda de maléficos y daños. Vivía montaña adentro en una casa de piedra, refugio para caminantes, ahora abandonado, y desde allí repartía su saber diabólico, bien pagada por aquellos que buscaban sus servicios. Se decía de ella esto y lo otro y lo de más allá. Las veladas camperas estaban bajo la sombra medrosa de sus hazañas y en todo corazón una pinta de terror iba agrandándose, arraigándose hasta ser en cada cual un pájaro vivo y prisionero y desesperado y empavorecido.

La muchacha siguió mirando desde su atalaya. La Machi lentamente dobló las rodillas hasta quedar sentada en los talones. Parecía serle familiar esta postura en que se la sentía cómoda. No canturreaba ahora, y un largo rato estuvo así, inmóvil, hierática como un ídolo.

La prima noche avanzaba. Por los troncos de los árboles retazos de nieblas se enredaban esfumando los perfiles. Los pájaros pasaban en bandadas de cachañas, de jotes, de pidenes. Decían aquellas sus interminables charlas de comadres volubles, reidoras y chillonas. Tenían éstos un lento y bajo vuelo, apegados a la tierra, esperanzados de carroñas. Auguraban lluvia los otros con su grito repetido, pedían agua con una testarudez que no dejaba tregua de silencio. Una ráfaga sacudió las copas en que ya no había polvo de sol. Y en el cielo que se empalidecía, una estrella asomó su ojo tierno y azul. Entonces una rana empezó a croar.

La muchacha la sintió tan cerca que la creyó al otro lado de las quílas, junto a la Machi, que seguía sentada sobre los talones, con las rodillas juntas y las manos rodeándolas, alta la cabeza y el perfil acusado metido en la inmovilidad, como un bajo-relieve en la. medalla. La rana croó nuevamente, y la muchacha sintió un escalofrío medroso al ver que los labios de la vieja se movían, y que era ella quien daba a la montaña el canto monocorde. El agua del remanso se abrió junto a la orilla, y una rana avanzó por las piedras lisas, deteniéndose a ratos para responder a la otra rana que le hablaba por la boca de la Machi. Porque se hablaban, de eso estaba la muchacha segura, se hablaban; la vieja entendía lo que decía la rana; ésta contestaba a las preguntas de la vieja. Era un diálogo extraño, sentada una frente a la otra en una actitud que las hacia semejantes. De pronto la vieja extendió las manos, y tomó al bicho asqueroso, sin que éste hiciera movimiento de escapar. Algo buscó entre los ojos pasando un dedo suave sobre la. piel que ahí formaba una protuberancia. Pero pareció no encontrar lo que buscaba, porque la puso otra vez sobre la piedra, y tras de renovar brevemente el diálogo interrumpido, la rana dió un salto y se hundió en el agua, dando un reflejo blanco-azul.

Por tres veces se repitió la escena. Croaba la vieja, y una rana aparecía como manada sobre las piedras, manteniendo el diálogo hasta el momento en que la Machi le buscaba entre los ojos algo que por fin encontró, porque se puso en pie con la rana entre las manos, rezumando júbilo por la hendidura de la boca. Medio llenó de agua el tarro, echó dentro la rana, colocó aquel sobre su cabeza y andando a pasos lentos, erguida y mayestática, subió la cuesta hasta desaparecer en lo alto, fundida a las sombras de la noche que se espesaban.

* * *

Al día siguiente, la muchacha la buscó en su guarida, entre los altos robles de la montaña, bajo la casa de piedra, construcción de otras edades, en que la Machi, envuelta en la tela negra de su chamanto, cobraba el prestigio de las brujas que aterrorizaron la Edad Media. La llevaba una curiosidad aguda, el deseo de ahondar en esa vida llena de ritos, de acercarse a esa alma solitaria que vivía aislada por el pavor de los demás, sin otro contacto con los humanos que los breves momentos en que aquellos iban en busca de sus amuletos, de sus brebajes, de sus ensalmos. Y la llevaba además...

La muchacha ató las riendas del caballo al tronco de un árbol y avanzó hasta la puerta de la casa, es decir, hasta el vano en que debía estar la puerta. Se asomó dentro y preguntó:
—¿Se puede entrar?

No contestó nadie. Un gato avanzó silencioso en sus calcetas blancas, lustroso y negro todo él; verdes las lentejuelas de los ojos indiferentes. En el umbral se sentó, arrolló la cola en torno a las patitas, y se quedó muy quieto, haciendo de esfinge.

La muchacha volvió a preguntar:
—¿No hay nadie?

Y como nuevamente no contestaran, hizo un movimiento que la colocó dentro de la pieza única de que constaba la casa, una habitación cuadrada, de techo muy bajo, desnudas las paredes, con un camastro en un rincón y una mesa y unos cajones repartidos aquí y allá en un desorden en que había limpieza. En el centro ardían unos carbones en el hogar, montón de ceniza entre unos poyos de piedra, con un alto trípode encima del que colgaba una cadena terminada por una olleta de fierro. En un extremo lucía un telar indígena con un choapino comenzado en colorines chillones.

Como adentro no había nadie ni nada que atrajera su curiosidad, un poco desilusionada la muchacha salió de la casa y frente a ella se quedó pensando qué haría, ya que probablemente la Machi no estaba por allí, sino en tren de buscar animalejos o hierbajos que le ayudaran en sus sortilegios.

Cerca del río que iba por el fondo del tajo y junto al camino abandonado que antes llevaba a la Argentina, la casa se alzaba solitaria, sin ningún otro edificio en torno, sin ninguna manifestación de estar habitada. Ni un cobertizo, ni un animal, ni una chacrita. Nada. La casa con sus cuatro paredes de piedras superpuestas, groseramente unidas, con el techo de quilas forrado en latas y tejuelas. Y la montaña por todos lados tocando casi la casa, apretándola en su vegetación espesa, engarzándola en el verde de sus hojas, protegiéndola con la guardia de los troncos rugosos de años. Sólo el gato con su actitud doméstica decía que sí era aquello un hogar.

De pronto, a espaldas de la muchacha, una voz preguntó:
—¿Qué busca?

La muchacha se volvió rápida. Allí estaba la Machi, alta y cenceña, saliendo de la negrura del chamanto que esta vez la envolvía de pies a cabeza.
—¿Cómo está, señora...?
—Me llamo la Machi de Hualqui, no quiero otro nombre.
—¿Cómo está, Machi? Venía... Venía...

Y no supo qué decir, porque los ojos de la vieja, brillando bajo la visera que le formaba el chamanto, tenían un brillo metálico, penetrante, que parecía meterse muy hondo por los ojos de la muchacha hasta verle adentro el pensamiento más recóndito.

La vieja dijo con su voz sorda que parecía moler las palabras sílaba a sílaba, dejándolas a veces sin sentido hasta el punto de ser solamente una canturria Inteligible.

—Feo vicio el de la curiosidad. Ayer me vió junto al remanso en busca de ranas y de ahí que hoy venga a ver cómo es la Machi de Hualqui. Y la Machi do Hualqui es una mujer como otra cualquiera, un poco más vieja y un poco más triste. Eso es todo. Váyase ahora.

La muchacha protestó:
—Es que yo... Yo no tengo la culpa de haberla visto ayer... Es que quisiera... No he venido solamente por simple curiosidad... Quisiera...

La vieja sonrió y una gran O negra se le marcó entre las arrugas de la cara. Luego dijo:
—Dame la mano.

Entre las manos cobrizas y duras de huesos de la Machi, la mano de la muchacha era un trozo de luna, blanca, suave, con uñas de concha-perla lustrosa. Fué mirando las líneas que surcaban la palma y por fin otra gran O le manchó la cara. Y dijo con la misma voz de canturreo monocorde:
—Cordera blanca como la mía... También tiene el abandono de un hombre que la hizo sufrir, que la dejó por otra. ¡Pobrecita linda! Pero ya no habrá más alegría para ese hombre, no habrá, no habrá... Entre.

Le indicaba el umbral de la casa. Como sugestionada por el gesto, la muchacha entró. Desde ese momento, lo que fué pasando, lo que fué diciendo, lo que fué haciendo, lo vivió como en un sueño, como en esas pesadillas en que se obra a pesar nuestro, contra nuestra voluntad, forzada por poderes más fuertes que todo contra los cuales no vale luchar.

—Siéntese— y le señaló una silla junto a la mesa en que acababa de extender un paño negro con una cruz blanca al centro.

La muchacha se sentó y esperó ansiosa, toda ojos anhelantes, clavada allí y sintiendo, sin embargo, el deseo violento de huir, pero sin lograr hacer ningún movimiento.

—Dibuje aquí al hombre que la abandonara y que la hizo sufrir, tratando de que resulte lo más parecido posible.

El lápiz fué contorneando la silueta, los rasgos de la fisonomía. Era pintora, y el retrato "del hombre que la abandonara y la hiciera sufrir" era una pequeña maravilla de parecido. Cuando terminó el dibujo, se lo quedó mirando, y ante esa imagen que surgía del papel con los ojos profundos de terneza que ella le conociera, los suyos de agua clara se humedecieron de llanto. La vieja dijo:
—No llore la cordera linda. Ya la Machi de Hualqui sabrá vengarla.

La muchacha preguntó:
—¿Qué va a hacer usted?
—Vengarla.
—No quiero daño para ese hombre.
—¡Je! ¡Je! ¡Je!

Los ojos de la Machi tenían ahora una chispa de expresión, una especie de enternecimiento gozoso.
—No quiero daño— insistió la muchacha.
—Cállese y haga lo que le digo— la voz se había vuelto de metal taladrante y los ojos se metían por los ojos claros imponiéndose, llevándose toda idea propia.
—Piense en que este retrato de ese hombre no es su retrato, sino que es él en persona. Piense. Piense. Piense.

Sobre la mesa había colocado una palangana grande tapada por un lienzo blanco en que había una cruz negra. Levantó el lienzo, y ante los ojos de la muchacha apareció una rana sentada en su cuarto trasero, verde y pintado de negro el lomo, blancas las patas y la panza. Los ojos redondos tenían un estravismo que imanó su mirada. En la frente le brillaba algo, no supo qué, una. especie de protuberancia que parecía un ojo de pupila ciega.

La Machi tomó el papel en que dibujara a "ese hombre" y lo plegó en varios dobleces triangulares, al par que iba diciendo palabras entrecortadas en que había el canturreo de la tarde anterior junto al remanso. Oró después siete veces, frente a la rana, con las manos tendidas a ella, apoyados los pulgares sobre los ojos de la bestezuela. La rana parecía hipnotizada, sin un movimiento. Entonces la vieja le abrió la bocaza y la hizo tragarse el papel doblado en que estaba el dibujo. Luego —siempre diciendo las extrañas palabras incomprensibles, en idéntico tono de cantinela— tomó una aguja en que había un largo hilo hecho con la tripa de un gato negro y fué cosiendo la boca de la rana con siete puntadas, a cada una de las cuales correspondían siete nudos. La rana no parecía sufrir, no se debatía entre las manos que la martirizaban. Cuando la Machi la abandonó sobre el lavatorio, se quedó inmóvil, sentada, con las patitas delanteras metidas entre las traseras y apoyadas en la loza blanca. La boca tenía un débil estremecimiento y los ojos cada ves más abiertos, cada vez más fijos, no se separaban de los ojos de la Machi, que la miraba intensamente, aun con las palabras de la cábala en los labios.

Hubo luego un silencio. La muchacha sentía que la cabeza se le iba, que vacilaba, que todo aquello que tomara como una curiosidad y una vaga esperanza de no sabia qué, se iba tornando en verdadera tragedia, de espanto. Seguía clavada en la silla, mirando la rana, pensando en "ese hombre". Eso era lo que pensaba y hacía ella en un consciente impuesto por ajena voluntad. Pero en el fondo de sí misma, en el sub-consciente, tan intensa que llegaba a percibirla, estaba la idea de huir, de correr, de dar los pocos pasos que la separaban del umbral, y de ahí la carrera que la llevaría hasta el caballo. Había que huir, sí, había que huir, quería huir, pero no podía, con el cuerpo lacio sobre la silla, con el pensamiento fijo en "ese hombre", con los ojos magnetizados por la rana.

El vientre del animalejo empezaba a hincharse. La boca tenía una baba en torno, las patitas pataleaban débilmente, por los ojos pasaban ráfagas de desesperación. Pero no se movía, siempre sentada. Seguía la hinchazón. La baba se hacía espuma. Los ojos se salían de las órbitas. Iba a reventar. Iba a reventar. La Machi empezó de nuevo la cantinela. Las manos sarmentosas hacían signos en torno a la cabeza de la rana. Iba a, reventar. Iba a reventar. Los ojos se desorbitaban. La piel se rajaba. Entonces, en la protuberancia que había entre los ojos y que cada vez se marcaba más, que cada vez se hacía más transparente, que cada vez tomaba mayor apariencia de una tercera pupila, en el preciso momento en que la rana reventaba, la Machi clavó siete veces un alfiler de negra cabeza. Luego se volvió a la muchacha, y dijo riendo sordamente:
—Váyase tranquila. Ya está vengada.

Ya ese hombre no podrá hacerla sufrir más.
—¿Qué ha hecho usted? ¿Por qué ha hecho esto? —preguntó la muchacha que empezaba de nuevo a. tomar dominio sobre sí misma.

—¿Qué he hecho? Vengarla. ¿Por qué? Porque le tengo lástima a las corderas blancas como usted, que penan por el olvido de un hombre. Cordera blanca la mía, zarca como usted, hija de caballero, con corazón de panal, y me la mató un hombre con sus desdenes, luego de haberla embelesado con palabras de amor... Pero la vengué... La vengué como pude... Aprendí años de años este arte mío de los ensalmos. Me llaman bruja... Me llaman la Machi de Hualqui... No importa, no quiero otro nombre. Aprendí en las islas, allá lejos, en los canales, toda la ciencia que da el poder del Bien y del Mal. Condenada estoy, lo sé...; pero con el goce que tuve al vengar a mi cordera blanca, ya tengo para endulzar todas las penas venideras, así sean las del infierno... Nunca he hecho el Mal sino para vengar a corderas como la mía, y como usted... Váyase tranquila; no me debe nada... Estamos en. paz...

La muchacha no supo nunca cómo salió de la casa de piedra, cómo llegó hasta el caballo y pudo montar en él. Tomó éste a buen paso montaña traviesa, camino de la querencia, con ese instinto maravilloso de los equinos, cuidando de dirigir él mismo la marcha, ya que las riendas iban sueltas sobre su cuello. La muchacha sentía una especie de mareo, un girar de la montaña en torno suyo, una superposición de imágenes en que estaban los ojos del gato, los ojos de la Machi, los ojos de la rana. Luego se veía a ella misma, como si se mirara desde afuera, desdoblada, y se veía cerca de la mesa, mirando aquel tercer ojo que le brotaba a la rana en medio de la frente. Giraba la. montaña. Los árboles pasaban rápidos a su derecha, doblaban a su espalda, y venían a ponerse a su izquierda, formando una especie de semi-círculo que sólo se abría por el estrecho sendero. Y le daba angustia el prever que de pronto los árboles la cercaran, cerrando el círculo en torno suyo, dejándola ahí prisionera, medio ahogada por los troncos que se hacían compactos para mejor encerrarla, por las hojas que formaban una masa espesa y consistente. Pero el camino, el senderito de la montaña., desembocaba en la carretera que llevaba a las casas del fundo. El caballo tomó un galope corto que luego detuvo para seguir a paso largo, ya que las riendas siempre sueltas sobre su cuello le advertían que algo extraño pasaba al jinete.

Un mozo ayudó a la muchacha a bajarse en el patio frontero a la casa. Vacilando pudo llegar hasta una silla larga, en el corredor, y ahí tenderse a descansar de su extraña aventura. Le quedaba siempre la sensación de estar viviendo dos verdades, dos vidas paralelas. La suya habitual en la placidez de su casa, entre los suyos, burgueses, realizando los gestos de siempre y diciendo las palabras de cada minuto, y otra vida que había empezado allá, en la casa de piedra de la Machi, una vida dependiente de un alma de pavura, llena de sobresaltos, inquieta de presagios, agobiada por no sabía qué remordimiento.

* * *

En la mañana siguiente, un diario de la capital trajo la noticia: "Ayer ha dejado de existir repentinamente de un ataque al corazón el señor..." Un nombre ilustre en las letras, frases de condolencia, la biografía, del extinto, un retrato en que asomaba la cara filuda con la gran frente pensativa y los ojos perdidos en la sombra de las cuencas hondas, con la boca sensual y dura y la barbilla cuadrada de voluntarioso.

La muchacha se quedó mirándolo, mirándolo, mirándolo. Las letras empezaron a bailarle ante los ojos. El retrato giró y quedó al revés, cabeza abajo. Dió vuelta maquinalmente el diario. Las letras seguían bailando. Sintió que dentro de ella se derrumbaba algo, y dió un grito. Se caía algo, sí, se caía algo dentro de ella. Se caía su personalidad antigua, la de la muchacha en la casa de campo, entre los suyos serenamente burgueses. Y quedaba en pie la otra muchacha que naciera en la casa de piedra, con el alma tenebrosa y llena de espanto. Dió otro grito. Las letras bailaban, bailaban. En el centro de cada letra un ojo brillaba persistente. ¿El de la. Machi? ¿El del gato? ¿El tercer ojo de la rana? No. No. No. Lo que ahora veía, eran los anillos del agua rota por el guijarro. El agua. El agua. Las letras volvían a danzar, cada cual con su ojo central. ¿Quién hablaba? ¿Había que pensar en "ese hombre"? ¡Pobre hombre, pobre hombre muerto repentinamente de un ataque al corazón! ¿Cómo decía el diario? ¡Qué difícil es leer cuando las letras se mueven bailando! La cordera blanca... La cordera blanca ya estaba vengada. ¿Quién decía eso? ¿Quién? ¿La Machi? Hay que mostrarle a la Machi la venganza cumplida. Hay que leerle el diario. ¿Cómo se lee cuando las letras danzan, y en el centro de cada cual un ojo brilla persistente? ¿Cómo? La rana... La rana... Hay que buscar el tercer ojo de la rana... Una voz canturrea y le manda buscar el tercer ojo de la rana. El tercer ojo de la rana... ¿Dónde está el tercer ojo de la rana? ¿Dónde? ¡Ha muerto, ha muerto, ya no es más...!

Desde entonces en la casa del fundo en que la muchacha vivía plácidamente con los suyos —el sentimiento hecho trizas se disimula tan fácilmente entre la indiferencia de los demás— hay una pobre loca de claras pupilas visionarias, tranquila y acogedora, que se pasa los días vagando por los corredores, por las habitaciones y por el parque, seguida de una nurse que la vigila, y cuya inocente manía es acercarse a todo animal y buscarle algo en la frente. No habla. Suele canturrear una especie de melopea y a veces, en los atardeceres en que la luna ciega el crepúsculo, gusta de bajar el ribazo del río, y cerca del agua croa a la par de las ranas, sentada en una extraña pose que la hace semejante a ellas.





 



 

 

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Lo inexplicable.
Cuento de Marta Brunet.
Publicado en La Nación, Santiago de Chile. 1 de junio de 1930