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“CULTURA POPULAR PORTEÑA O
....................... EL CADÁVER DE LA PUTA QUE AÚN LATE”

Un paseo con Bajtín y Benjamin por los recovecos del
Barrio Puerto de Valparaíso
Hacia una (re) interpretación de su cultura


Por Marco Chandía
Profesor de Castellano, Universidad de Playa Ancha
Magíster en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile
Estudiante Doctorado en Literatura, Universidad de Chile


«En Valparaíso da lo mismo vivir tres meses que vivir quince años.
Es ciudad decadente y permanente…
Un lugar como éste, de espléndida naturaleza y clima excelente,
buenos vinos y mariscos y una prostitución ingenua y estupenda,
es ideal para envejecer…».
Juan Uribe Echevarría,
Sabadomingo


1.- Lo popular de la cultura porteña
Primer acercamiento

Por cuestiones que habría de responderse a partir de nuestra propia formación —que es en parte la de una generación cuyo común denominador bien podría ser la desconfianza frente a cualquier sistema o régimen que intente imponérsenos— o desde nuestra condición de estudiantes latinoamericanistas y subdesarrollados que piensan y actúan desde las antípodas no sólo de un quehacer académico y universitario sino también social, económico y cultural respecto del centro, por tanto de una doble marginalidad que remite a un margen cada vez más difuso; por ambas razones o, sencillamente, por el simple capricho en querer hacer las cosas de manera distinta con el fin de sacar siempre un provecho vital, es que existe en nosotros la urgente necesidad de no desvincular jamás la teoría con la praxis.

Las nociones teóricas de un pensador o de una corriente determinada, por más incipiente que resulte nuestro saber respecto a ellos, no las concebimos sino enlazadas en un jetztzeit, en un tiempo “aquí y ahora” benjaminiano, con la vida misma, con los elementos que el mundo real e inmediato nos pone enfrente. Teoría y práctica, academia y sociedad, conocimiento y aplicación, pensamiento y vida, idea y acción, (no una teoría, dice Bajtín, sino un sentimiento de la teoría). Como una suerte de puesta a prueba inmediata, de revisión in situ o como una demostración empírica sin la cual el producto teórico recién adquirido tendría en absoluto validez. Es en este contexto que en adelante nos proponemos interpretar, adaptar pero por sobre todo reciclar el pensamiento de Walter Benjamin con el propósito de dar sentido a un modo de ser popular que se mantiene vivo aún en el Barrio Puerto de Valparaíso.

En “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, Banjamin, recrea la imagen de un tipo callejero, trotamundos, el “flâneur”, que recorre las calles y pasajes del París decimonónico como testigo del tránsito de una época a otra; el de una sociedad tradicional a una industrial, moderna. Es el espectador trágico que recibe el impacto del choque entre la tradición y la modernidad. Pasajes, escaparates, bulevares, todo lo observa, lo siente, le asombra y le afecta. Este nuevo hombre urbano cuya vivienda es la calle, “que está como en su casa entre fachadas, igual que el burgués entre cuatro paredes” y que “los muros son el pupitre en el que apoya su cuadernillo de notas. Sus bibliotecas son los kioscos de periódicos”, ha desarrollado una conciencia individual que en su andar citadino, incógnito, entre la multitud, hace que vea el mundo de manera distinta. Sus antenas sensoriales le permiten gozar del develamiento de aquello que se esconde por detrás de la realidad aparente.

Creemos que sólo adoptando una postura como la del flâneur benjaminiano seremos capaces de percibir algo que a miles de kilómetros y después de casi dos siglos de historia, en los extremos de esta ciudad tercermundista, aún se mantiene. Estamos pensando en un modo de ser, esto es: una cultura que nosotros denominamos popular. Cultura popular cuyos rasgos diferenciadores frente a la elite hemos ido reconstruyendo a la luz de conceptos como dialogismo, grotesco y carnaval, elaborados por el pensador ruso Mijaíl Bajtín y que atravesada por el sensorium del alemán Walter Banjamin, debería alcanzar nuevos sentidos, mucho más potentes y enriquecedores.

Pero para eso, para develar lo oculto, aquello que el sistema no quiere ni puede ver, para pensar esa realidad distinta que sólo un paseante como Benjamin o Baudelaire o nosotros mismo tenemos el deber de descifrar y denunciar, se requiere de esa voluntad convertida en compromiso de salir de casa, de ver el mundo y permanecer en él. Así y sólo así podremos salvar nuestro pasado para mejorar nuestro presente. A fin de contrarrestar el poco auspicioso pronóstico que hace Bajtín: “La infinita heterogeneidad de sentidos, imágenes, combinaciones semánticas de imágenes, de materiales y de percepción, etc., la redujimos tremendamente mediante selección y mediante modernización de lo seleccionado. Estamos empobreciendo el pasado y no nos enriquecemos nosotros mismos. Nos estamos ahogando en la prisión de comprensiones estereotipadas”.

Y de ahí que cuando transitamos por este sector portuario, cuando avanzamos por sus calles inmundas, cuando ingresamos a esos bares y negocios que expulsan ese vaho agrio que se mezcla con el tufo marinero de mediodía, o cuando recorrimos el Mercado, la plaza Echaurren, etc., o mejor aún, cuando conversamos con la gente: los viejos, los borrachos, las prostitutas, los comerciantes; el habitante común y corriente de este barrio porteño, se nos produce la sensación de estar en otro mundo. Es un viaje al pasado. Ahí hay algo que se resiste a desaparecer. Pero no por eso fácil de precisar. Esa realidad toda: variopinta y estrepitosa, pobre, antigua y con las características propias del suburbio tercermundista, mantiene todavía algo, un no sé qué. Un no sé qué relativo porque sí sabemos que aquello no tiene que ver sólo con su aspecto físico y ruinoso, reflejo del Valparaíso pretérito que contrasta con la imagen urbano-moderna, tiene que ver con algo más.

Tiene que ver tanto con su historia, con sus ruinas que están siempre diciéndonos algo, con la imagen alegórica que el universo portuario mismo nos presenta, como con la gente y sus manifestaciones cuyas raíces se hallan en un pasado remoto, en las fuentes folclóricas mismas de toda sociedad.

En el Barrio Puerto de Valparaíso hay una forma de vivir, de relacionarse entre las personas, de sentir, de ver y de enfrentarse al diario acontecer, distinto al que se da en el centro de una ciudad moderna. Son hábitos y costumbres que tienen que ver más con el pasado que con el presente, con el cuerpo grotesco y desnudo más que con la razón. Tiene que ver con el —pese a todo— disfrute de la vida más que con el sufrimiento, con el descanso más que con el trabajo, con el amor más que con la discordia y la indiferencia. En este submundo, la solidaridad y el contacto fraterno se imponen por sobre los egoísmos y las individualidades. Pero nuestra mirada no se reduce solamente al elogio de una vida alegre. Es el pasado, es la pobreza, son las personas, las cosas, que adquieren ahí un valor especial por cuanto son parte de un mundo popular y no moderno y que, al sacarlos de su contexto, pierde esa verdad tan propia, tan porteña.

Allí se mantiene algo que en otros lados no está. Para unos es lo indescriptible, como una suerte de magia que le pertenece sólo al Puerto. Para otros, en cambio, menos soñadores o más realistas tal vez, es la pobreza misma; la ordinariez, la delincuencia, la vulgaridad en todo su esplendor. Para nosotros sin embargo es todo eso a la vez. Pero no sólo eso. Más allá de la mirada nostálgica, nosotros creemos sinceramente que hay algo, un no sé qué que en lo que a nosotros respecta se traduce en cultura, en una cosmovisión, en un mundo de carácter popular, tradicional, folclórico si se quiere. Creemos que en el Barrio Puerto de Valparaíso hay algo que responde a otras lógicas o más bien a fuerzas o impulsos irracionales que rehuyen la mirada reduccionistas de las ciencias sociales. Se trata de algo que a pesar del abandono físico y de la miseria reinante, sobrevive y permanece en los pensamientos, en las acciones y en el quehacer cotidiano y colectivo de su gente. Estamos frente a un complejo fenómeno social que está ahí, en forma concreta, real y actual, pero siempre distante de otras realidades vecinas, dentro del contexto nacional chileno y/o latinoamericano.

Intentaremos definir pues esta cosmovisión popular a través de distintos enfoques. Básicamente desde el trabajo de Bajtín, cuando piensa la cultura popular en la Edad Media a propósito de Rabelais, como desde Banjamin, con sus ideas respecto a las ruinas, a la alegoría y en general a su manera particular de pensar las experiencias en el mundo moderno.

De este modo, para comenzar con Bajtín, metiendo mano a la teoría y a la estética literarias intentaremos saldar una deuda que pesa sobre la cultura popular. Y que consiste en explicar lo que hasta ahora sólo ha sido entendido de manera parcial, externa, insuficientemente. Como si la cultura popular fuera algo que está ahí: inamovible, cerrada y concluida; como un objeto pintoresco e inmune al paso del tiempo. Cultura popular como un jarrón de greda que remite a un pasado arcaico pero carente de toda vitalidad, vigencia, acción.

Ciertamente el punto de vista marxista de Gramsci, filosofía de la praxis, en otras palabras, que luego retoma García Canclini para referirse a las culturas populares en el capitalismo y que las entiende como realidades socioculturales (cuyo eje central lo constituye un sujeto subalterno) móviles, abiertas, en diálogo constante y permanente con los sectores hegemónicos, aporta siempre una mirada efectiva para comprenderlas. Al no ser éstas estados fijos, avanzan no por carriles separados donde el contacto entre ellas no existe, lo hacen, por el contrario, sabiendo de las otras, conociéndose y tratándose, siempre en un clima de permanente tensión y conflicto. Cultura popular que en su indeterminación móvil mantiene con la elite, su contraparte, en el devenir histórico, una relación definida como conflictividad negociada, que le ha permitido subsistir y renovarse.

En claves bajtinianas, se trata de un mundo inconcluso, indeterminado y abierto que existe por y a través de la relación dialógica con otras realidades socioculturales. Así pues lo popular no desaparece bajo la modernidad/modernización, se transforma, adaptándose a ella. “Además este fenómeno no es una operación unilateral como la aculturación [aunque preferimos usar deculturación], sino más bien una de interacción entre ambos órdenes simbólicos y materiales, por lo cual lo moderno se apropia de lo tradicional y viceversa, y, a esa dinámica cultural denomina [García Canclini] proceso de hibridación”. Desde esta situación relacional, el mundo popular hace suya una forma de vida que en lo esencial mantiene una actitud de resistencia y subversión frente al paradigma racional, monolítico e instrumental de Occidente. Se contrapone en sus modos de ser, de sentir y de ver el mundo, proponiendo en cambio un ethos latinoamericano propio, una lógica alternativa cierta para construir un mundo que respete y valore sus diferencias. Un mundo otro que a partir precisamente de esta misma diferencia busca rescatar el pasado para comprender el presente y proponer un futuro.

Como se ha dicho, el enfoque socio-histórico con que se ha analizado hasta aquí a la cultura popular resulta provechoso ya que permite ver su relación en el conjunto de la sociedad. Se le percibe no desvinculada sino integrada, y es más, constitutiva del convulsionado y complejo enjambre sociocultural. Al estar pues estrechamente relacionada con los procesos productivos no siempre es la misma ni la única. Tampoco es un proceso monolítico ni estático. Con palabras de García Canclini, “nace como resultado de una apropiación desigual del capital cultural, con una elaboración propia de sus condiciones de vida y una interacción conflictiva con los sectores hegemónicos”. Deja su esencia para convertirse en alternativa, en espacio de lucha y de conflicto, de encuentro y desencuentro. De esta manera, lo popular se construye, se hace y rehace en un permanente dialectismo (de Bajtín no de Hegel) de resistencia e intercambio. No sirve aquí el ser sustancia o una esencia dada por sí sola, como una identidad a priori, metafísica, sino que se forma y se hace en la interacción de las relaciones que operan en el conjunto de la sociedad.

Sin duda hasta aquí se ha dado un paso importante para entender a esta cultura popular, la porteña. Al ver que no es un simple objeto rupestre puesto que respira, se mueve, se agita, se la saca del museo arqueológico y se la instala fuera, de donde es posible advertir dos destinos. En la vida pública, en el debate, en los medios, usada como arma de lucha en la arena política, el primero de ellos. Lo que no significa que se le valore ni que se le reconozca su real dimensión. Al contrario se mantiene aunque fuera del museo no por eso menos incomprendida; peor aún: en su manejo suele reducírsele, sobrevalorársele en forma inútil o simplemente se reproducen sobre ella los mismos prejuicios fatalistas de siempre. En cambio hay otro camino menos estudiado y creemos es el legítimo, el único lugar que puede y debe ocupar la cultura popular para mantener su vigencia y vitalidad únicas, y este lugar es la plaza pública. Desvincular a la cultura popular del Barrio Puerto de la plaza Echaurren sería, de entrada, negarse a tener una comprensión integral respecto a ella. La cosmovisión de esta cultura porteña no puede sino recobrar su verdadero sentido en otra dimensión temporo-espacial que no sea esta plaza pública.

Hasta aquí otro paso más. Pero falta algo. Por el momento es posible definir su situación contextual. Su relación con otros elementos de la realidad concreta. Su movilidad y acción resistente dentro del ámbito social. Incluso su condición dialógica. Su permanente apertura al cambio y a la innovación sin poner en juego aquello que la mantiene. Su inconclusión. Sus múltiples y variadas manifestaciones que no han podido ser del todo sometidas a la simple folclorización, pintoresquismo o cosificación por parte de los medios y del mercantilismo. Es posible hoy dar una respuesta a lo que es la cultura popular del Barrio Puerto de manera más integral, menos estrecha a la que se manejaba ayer. Y como si todo lo anterior no bastara, la cultura popular no sale del museo para instalarse entre cuatro paredes; se queda en la calle, recobra vida y acción en el lugar que por siglos estelares le ha correspondido: la plaza del pueblo. No obstante y pese a todo el acercamiento se conoce su forma mas no su fondo. O sea, su esencia, esto es: aquello que la hace ser, ontológicamente, lo que es. Sus rasgos distintivos, su trascendencia. ¿Cuál es la fuerza motriz que mueve a la cultura popular ésta? ¿Dónde está y cómo se define su eje central, su impulso vital? ¿Su ser popular que la mantiene y le da vida, cómo poder definirlo? ¿De dónde esa fortaleza intrínseca que la crea y la recrea, la impulsa y la conserva?

Desde un estudio que está centrado en la teoría y la estética de la novela —aunque no en forma exclusiva, puesto que es posible abrirse a otros ámbitos de la cultura en general y que es pues lo que aquí se pretende— elaborado por Bajtín, intentaremos dar respuesta a estas últimas cuestiones. Y para ello es necesario todavía un paso, quizás el más fundamental de todos.

2. Un viaje a los orígenes: las fuentes folclóricas
Segundo acercamiento

Desde el inestimable análisis que hace Bajtín respecto a la obra del escritor renacentista francés François Rabelais, es plausible un segundo acercamiento con la cultura popular del Barrio Puerto de Valparaíso. Una cierta relación que puede resultar provechosa para alcanzar parte de los fines que este ensayo se propone: vincular las fuentes folclóricas de Rabelais según Bajtín con los rasgos diferenciadores y exclusivos de esta cosmovisión porteña. Consideramos factible establecer serias y responsables conexiones entre estas fuentes que sustentan la cultura popular medieval y renacentista con el ser popular último que define a esta cultura local.

No obstante cabe sin duda hacerse todavía un par de preguntas más, elementales a este respecto: ¿qué habría de usual entre ambas realidades, en apariencia tan disímiles? En otras palabras, ¿qué tendrían en común las manifestaciones populares de esta gente de un sector marginal de la ciudad de Valparaíso con novelas como Gargantúa y Pantagruel, por ejemplo? ¿Qué relación es posible establecer entre un par de obras escritas en los albores del renacimiento francés con modos de ser y de sentir ubicados en las antípodas del mundo, quinientos años después? ¿Qué tiene, por último, la obra de Rabelais con estos porteños doble o triplemente excluidos? Pues lo grosero de sus cuerpos y acciones, su apego a la borrachera y a los excesos de la comida, un lenguaje oral que rehuye dogmatismos y abstracciones y un humor paródico que invierte los sentidos a través de una risa alegre y regeneradora. Sin nombrar su apego a las tradiciones o, que al cabo resulta lo mismo, su enérgica reticencia/resistencia a los cambios que trae consigo la modernidad y sus formas. Al menos eso es lo que se puede constatar, así, por medio de una mirada ingenua y simplista, por medio de un paseo panorámico por y a través de este lugar.

Pero aquí lo que importa es el punto de partida. Las fuentes que, en el caso de Rabelais, sustentan su obra porque se piensa que allí, en el origen de algo que bien puede llamársele estadio primitivo, se hayan las claves para entender ambos fenómenos que en el fondo, claro está, resultan ser expresiones de una misma y única realidad. Porque, como señala Bajtín: “El único medio de descifrar esos enigmas es emprender un estudio en profundidad de sus fuentes populares, ya que en cada cultura del pasado están latentes las enormes posibilidades de sentido que quedaron sin descubrir, sin comprender y sin aprovechar a lo largo de toda la vida histórica de la cultura dada”.

La verdad está en los inicios, dicen. Para ello remitámonos al pasado remoto, a los orígenes de una sociedad que no concebía ni formaba aún un sentido fuerte y diferenciado del tiempo. Se trata del primitivo estadio agrícola de la sociedad humana. Aquel momento de la evolución en que todo giraba alrededor de un tiempo colectivo, de crecimiento productivo y exterior; donde no había individualidad ni abstracciones ni verticalidad. Precisamente aquello que define a los estadios sociales posteriores. El tiempo de ese estadio es un tiempo material, productivo, abarcador y horizontal en que la naturaleza era una sola. Un tiempo: denso, real, irreversible. Pero también móvil, unitario y orientado siempre hacia el futuro. Sobre esta base se estructura el tiempo social, en referencia al de la vida cotidiana, al de las fiestas, al de los ritos ligados a lo laboral, al de las estaciones, al de los períodos del día y al de las fases de crecimiento de las plantas y los animales.

Aquí la naturaleza mantiene un modo de ser, análogo, contiguo, en un devenir en que las cosas y el hombre están siendo. Un estar siendo que no era comprendido ni evidenciado por medio del conocimiento abstracto. Por tanto no existe contemplación. La naturaleza no es paisaje sino un fondo concreto que estrecha vínculos con la misma masa humana que la habita, combate y trabaja. El hombre vive con y como las cosas, sin conocer. Porque conocer implica separarse del ciclo natural y el hombre está ahí como los árboles, el río, el viento, es parte de ellos, está siendo como ellos. Es objeto no sujeto aún.

De esta manera, este tiempo productivo y folclórico, configuró una cosmovisión en que todo se hallaba en contigüidad recíproca. Así, el cuerpo, la comida, la bebida, los genitales, el coito, la muerte, entre otros, eran percibidos en una fuerte vecindad a la luz del crecimiento continuo y la fecundidad, sin que ninguno tuviera una primacía sobre los otros. Regido siempre por un tiempo edificado por una realidad horizontal. Vecindad y horizontalidad que no se daban en forma abstracta sino en la base concreta de la naturaleza y el trabajo colectivo.

Pero esta vecindad se desintegra. El hombre ya no se rige sólo por un modo de ser, contiguo y análogo; ahora quiere conocer/se y comprender/se el mundo y para eso lo abstrae, saca a las cosas de su estar siendo, las detiene, las inmoviliza, y las interpreta. Les da sentido, las nombra, las distingue. De estar en un continuo ser pasa a un conocer discontinuo, digital (porque las indica y las cuenta). El hombre social se individualiza, toma conciencia de sí, deja aparentemente de pertenecer a una unidad exterior para adquirir una vida abstracta, individual y privada.

Por eso cuando el conjunto social se estratifica en clases, la sociedad se divide y se somete a reinterpretaciones sufriendo desde entonces importantes modificaciones. Lo unido en un todo productivo se separa en distintos niveles ideológicos. Lo individual se separa de lo social. Lo colectivo pasa a ser privado. La vida cotidiana se separa de la vida laboral y colectiva, perdiendo así contacto con la fuerza vital de la naturaleza. De este modo, pues, la ideología y los grupos sociales dominantes que surgen de esta gradual estratificación social, profundizarán esta desintegración, este desdoblamiento entre las cosas, la naturaleza y el hombre. Así, cada uno de los elementos de la vecindad (comida, bebida, coito, excrementos, etc.) pasan a la vida privada en su aspecto real y se convierten, preponderantemente, en una preocupación privada y cotidiana.

Y es así como aparecerán ante el mundo, ya en un plano puramente literario, a través de un carácter simbólico-abstracto. En esta fase de separación, dichos elementos, al no estar como antes, estrechamente unidos entre sí, pasan a la literatura y son reinterpretados por ésta desde un punto de vista puramente mágico-ritual. El antiguo complejo se ha desintegrado en el pensamiento humano, lo que no quiere decir que las cosas, la naturaleza y el hombre mismo no sigan unidos, por cierto en el plano real y concreto la unidad se mantiene, no podría no mantenerse. Seguimos vinculados a la naturaleza, necesitamos respirar, comer, defecar, aparearnos. El vientre, los pulmones, la boca, el ano, los genitales, nos recuerdan a cada rato nuestra condición irrenunciable con la naturaleza.

Cuando se rompe esta compleja unidad del tiempo y éste se abstrae y divide en etapas, ciclos, períodos, entonces, la naturaleza también dejó de ser un participante vivo en los acontecimientos de la vida: “se convirtió, básicamente en el ‘lugar de acción’ y en su trasfondo, se convirtió en paisaje, se fragmentó en metáforas y comparaciones utilizadas para la sublimación de los hechos y vivencias individuales y privadas, que no tenían ninguna relación real, esencial, con la naturaleza”. Cabe señalar, no obstante, que ante toda esta desintegración de la antigua vecindad, la unidad integral del tiempo se conserva en el lenguaje mismo, en el rico tesoro de la lengua, y en las manifestaciones del folclor. En tal conservación permanecen las antiguas y particulares vecindades correspondientes a ese tiempo.

¿Pero de qué nos sirve saber que en la antigua vecindad hubo una manera distinta de concebir el tiempo y el espacio respecto a la actualidad? Es importante porque sobre este cronotopo, están las fuentes sobre las cuales Rabelais construye su obra renacentista y que, según nosotros, tienen mucho que ver con las bases donde descansa la cultura popular porteña. Lo que osamos decir es que creemos posible establecer un diálogo real y directo entre el mundo rabelesiano y la cosmovisión popular porteña a partir de las fuentes de donde cada uno de ellas se alimenta.

Según Bajtín, la obra de Rabelais es trascendental para entender el paso del medievo al renacimiento europeo porque incorpora en ella una idea renovadora respecto al tiempo y al espacio. El cronotopo rabelesiano adquiere desde entonces un nuevo valor, una nueva categoría que hace que la novela opere a un nivel correctivo y liberador. El pathos cronotópico no tiene ahora el carácter típico de las antiguas epopeyas, del mito, sino las del folclor, las de las fuentes populares, las de ésa antigua vecindad. De esta forma, Rabelais se contrapone a la verticalidad medieval, monástica, clerical y se orienta polémicamente contra ella. Destruye así el orden vertical del mundo y en su lugar reconstruye un orden horizontal. Un cronotopo para el hombre nuevo, adecuado, armonioso y unitario que propone una revolucionaria —pero a su vez primitiva— forma de relacionarse.

Categoría que opone a la desproporción abstracta de la ideología dominante (aquella que entre la palabra y el cuerpo decretaba una separación insondable y desmesurada) una proporcionalidad concreta que recupera la confianza en el espacio y el tiempo reales. Así, Rabelais combina su tarea de dos formas: una polémica o negativa (su postura contra la abstracción medieval) y otra positiva (la construcción de un hombre nuevo), como purificación y restablecimiento.

En resumidas cuentas, lo que hace Rabelais es proponer una nueva/primitiva vecindad de las cosas donde debería revelarse la nueva imagen del mundo. Y para ello se hace necesario entonces: romper las falsas relaciones jerárquicas entre cosas e ideas; destruir todos los estratos ideales interpuestos que las separan; y, finalmente, liberar todas las cosas, que se combinen libremente por muy bizarras que éstas parezcan. Esta nueva forma cronotópica incluye la diversidad y la materialidad como aspectos importantes para el ser humano.

Y, bueno, para llevar a cabo esta tarea reconstructiva, regeneradora, reivindicativa entre la palabra y el cuerpo, entre las cosas y el hombre, Rabelais se apoya pues en el folclor y en la antigüedad. “La novela de Rabelais”, señala Bajtín, “presenta un grandioso intento de construir la imagen del hombre en el proceso de su desarrollo dentro de la temporalidad histórico-popular del folklore. De ahí todo el valor de Rabelais tanto para el análisis del problema de asimilación del tiempo en la novela como para la comprensión de la imagen del hombre en el proceso de desarrollo”.

Es importante reparar en el sentido que tiene para Rabelais el folclor, las fuentes populares, y no el mito, como tradicionalmente se hace. Y es que Rabelais no se apoya en el mito porque simplemente no le sirve. Contrario a lo que se pueda pensar, el pensamiento mitológico carece del potencial interpretativo que sólo el folclor puede generar. Al ser la serie mítica privilegio exclusivo de la aristocracia griega, de la casta guerrero-sacerdotal que no considera lo popular, los estratos bajos de la sociedad, el campesinado, no puede si no dar sólo una mirada parcial del hombre, de la humanidad en su conjunto. El mito anula al folclor, lo oculta. El tiempo mítico no ayuda a configurar un tiempo integral, un cronotopo integral, como lo hace el tiempo folclórico. Por eso Rabelais recurre al folclor y no al mito, porque aquél es un elemento fundamental que contribuye a la línea dialógica y por tanto universal, abierto, indeterminado, colectivo, material, real. En la serie folclórica las cosas estaban más unidas a su naturaleza, ajenas al falso convencionalismo y al idealismo imperante de su época.

En Rabelais, lo épico-trágico se aproxima, ya no aparece en el pasado absoluto del mito y de la tradición sino en la actualidad, en la zona del contacto inmediato e inconcluso groseramente familiar con los coetáneos, los vivos. Los héroes mitológicos y las figuras históricas del pasado se actualizan. Y de ahí que cobren importancia otras figuras, no el héroe mítico, universal, antropomórfico, sino el pícaro, el bufón y el tonto; pero por sobre todo la risa. La risa será el arma en Rabelais con la cual demolerá precisamente ese convencionalismo e idealismo abstractos. Pero será la risa también la que revelará esa vecindad directa, grotesca, bizarra, obscena, de lo que la sociedad de entonces separa por medio de la risa farisea, hipócrita.


3.- La risa y el cuerpo grotesco
Tercer y último acercamiento

Con la risa y lo grotesco rabelesianos quedan deshechas las viejas tradiciones, se echan a tierra los falsos convencionalismos y se anulan las abstracciones que separaban las ideas de las cosas. Intentaremos en adelante reconstruir la imagen de la cultura popular porteña a partir de estos dos elementos propios del carnaval que trabaja Bajtín. Provistos de un par de ejemplos iluminadores.

Esta risa no sólo demuele las relaciones tradicionales y destruye los estratos ideales, sino también revela la vecindad directa, grosera, de todo lo que la gente separa por medio de la mentira farisea. La risa es ante todo humor festivo. Está indisolublemente unida a la fiesta. No es por eso una simple reacción individual ante uno u otro hecho aislado. La risa carnavalesca es en primer lugar un patrimonio del pueblo. Por eso es general, universal, contiene todas las cosas y la gente, el mundo entero parece cómico y es percibido y considerado en un aspecto jocoso, en su alegre relativismo. Finalmente esta risa es ambivalente: alegre y llena de alborozo, pero al mismo tiempo burlona y sarcástica, niega y afirma, amortaja y resucita a la vez.

De todos los momentos del complejo antiguo, tan sólo la risa, señala Bajtín, “no ha sido sometida nunca a sublimación religiosa, mística o filosófica. Nunca tuvo carácter oficial; y en la literatura, los géneros cómicos siempre han sido los más libres, los menos sometidos a reglamentación”. La risa se convierte en la expresión de la nueva conciencia libre, crítica e histórica de su época. Fuera del culto medieval y de la concepción del mundo oficial, la risa, “formó su propio nido, casi legal, al amparo de las fiestas que, además de su apariencia oficial, religiosa y estatal, poseían un aspecto secundario popular carnavalesco y público, cuyos componentes principales eran la risa y lo ‘inferior’ material y corporal. Este aspecto popular tenía formas propias, temas, imágenes y ritual particulares”. Y al estar mezclada con lo oficial, era tan universal como la seriedad, abarcando la totalidad del universo, la historia, la sociedad y la concepción del mundo. Pero sin contaminarse jamás de la mentira. Por eso no degeneró ni aceptó la mentira, quedó siempre fuera de la mentira oficial. De ahí que todas las formas del lenguaje se impregnaron de mentiras, de convencionalismo viciado, de hipocresía y falsedad.

El Barrio Puerto de Valparaíso, como la risa rabelesiana, es un lugar ambivalente. Es el espacio de los contrastes. En él se funde la mayor de sus adversidades, la pobreza, con lo mejor de su gente: el optimismo y la alegría. Terremotos, temporales, incendios, represión, opresión, tortura, cesantía, son las dolencias que desde siempre han aquejado al porteño. Pero de todas, la pobreza, es la característica histórica suya. De ahí los conventillos, las tomas, los cités. Pero hay algo, una presencia de ánimo, una fuerza de voluntad que niega lo malo, que mitiga lo adverso. “Ironía y risa como superación de la situación, como predominio sobre ella”, señala Bajtín. El sujeto popular no se echa a morir, en la risa y en el optimismo encuentra el impulso para salir adelante. Sufrimiento y placer son, pues, emociones que le dan sentido a esta gente. Como a “El Terremoto”, por ejemplo,

Yo no me arrepiento de lo que fui. Viví bien, fui feliz, me hicieron felí’, hice felí’, y no tengo de qué arrepentirme. Claro que tuve plata y no la supe cuidarla. Porque cuando uno es bohemio, olvídate, toda la plata que se gana se gana pa’ vivir, disfrutarla, no se piensa en tener una casa, ni en una jubilación, no se piensa en nada... […] Ahora mismo, yo tengo cualquier problema, pero los problema’ que tengo yo, así como vienen se tienen que ir. Yo soy una persona que miro la vida de otro punto de vista. Yo despierto en la mañana y le doy gracias a Dios de estar y de estar con mi familia; mal como esté, estoy con mi familia y con mi’ amigos. Y cuando me acuesto le doy las gracias por haberme da’o la posibilidad de haber esta’o bien. En ese aspecto no soy negativo, soy má’ positivo que negativo.

El sujeto popular de esta cultura porteña con la risa, el optimismo y el buen humor no sólo mitiga su misérrima condición sino también, con ellos, se opone y se resiste frente a la cultura oficial. “Mientras la cultura de la elite es formal, grave y severa, la cultura popular, posee un proverbial sentido del humor, una jovialidad y alegría que demuestra su humanismo y sabiduría vital. Uno de los rasgos más finos y sobresalientes de esta gente, y que la distingue de la cultura de las elites, es su buen humor y la jovialidad como forma de ser, conocer y actuar en el mundo”. La risa, al igual que el humor y la alegría, “remite al origen eufórico de la vida, asegura y sostiene la vitalidad del universo. Se contradice con la seriedad inherente a toda enajenación mental o corporal del eros y de la fiesta por la guerra o la discordia, la razón o el trabajo inhumanos”. “Únicamente las culturas dogmáticas y autoritarias son unilateralmente serias. La violencia no conoce la risa. La risa no amarra al hombre: lo libera. Carácter social, coral de la risa, su tendencia hacia lo público y lo universal. La indignación, la ira, el resentimiento, son siempre unilaterales: excluyen a quien produjo la ira, etc., producen ira como respuesta. Estos sentimientos dividen, mientras que la risa une, la risa no puede dividir. Risa y lo festivo. Cultura de lo cotidiano. Risa y reino de las finalidades. Todo aquello que es realmente grande debe incluir un elemento de risa. En caso contrario, se vuelve algo amenazante, horrible o amanerado; en todo caso algo limitante. La risa levanta la barrera, abre el camino”, afirma Bajtín. La risa, por último, es libertad y “un signo elemental e inequívoco de lo sagrado de la vida ante el mundo del trabajo, la discordia o la racionalidad profanas. En este sentido, las civilizaciones y culturas tienden a volcarse hacia estas dimensiones, auspiciando el sentido serio de la vida. Sin embargo, siempre desde adentro o desde afuera de ellas mismas, renace la risa y el sentido del humor, el sentido festivo del mundo, como principio eufórico fundamental e inexcusable de la vida”.

Pero la risa no puede desvincularse de la fiesta. Es ahí donde recobra su fuerza vital, renovadora. El carnaval sin la risa no podría existir. Como tampoco podrían haber existido las Fiestas de la Primavera que los porteños aún conservan en sus recuerdos:

¡Puta, las Fiestas de la Primavera! Íbamos a cuánto festival había. Se inventaban en esa época las comparsas más grande’ que se han visto aquí en el Puerto. La hueá era pasarlo bien, divertirse. Teníai 20 mil manera’, y sin hacerle daño a nadie. Yo le pescaba un vestí’o a mi mamá, me lo ponía, tenía uno de eso’ sombrero’ antiguo’, le ponía una peluca. Yo era la viuda. Pescábamos un hueón, lo envendá’amos entero y ese era el finá’o. Y salíamos a huear con el fina’o pa’ to’o’ la’os, tomábamos en todas parte’, entrábamos a lo’ bare’, andá’amo’ con el muerto pa’ ría y pa’ ajo, y todos vestí’o’ de mujer, poh. La hueá era divertirse, todo’ caga’o’ de la risa, y al otro día güelta de nue’o. La hueá era pasarlo bien, disfrutar de la vida, reírse de todo.

La fiesta está inserta en la forma de vida que llevan los sujetos, es indisoluble a su ser, con ella mitigan las vicisitudes, los avatares propios de una vida extrema, displicente, y muchas veces en lo económico, miserable. Desde ahí también subvierte e ironiza el modelo que la sociedad moderna le quiere imponer. Hace de su vida —a ojos del mundo burgués: misérrima y desvalida, hasta inhumana— un modo digno de vivirla. Porque la fiesta, al ser uno de los elementos donde se construye y reconstruye a diario el sujeto popular, reivindica el cuerpo. En ella adquieren un valor privilegiado los placeres de la carne. El cuerpo es exaltado y valorado como condición primordial e indispensable del estar bien. Por eso todo lo que de alguna manera estimule las sensaciones placenteras del cuerpo, el sujeto popular lo tomará como principio. En realidad la fiesta surge de lo cotidiano y de las carencias e incomprensiones que en él se dan. De ahí sus excesos, el derroche y la expansiva decoración, como una compensación ideal o simbólica de esa falta cotidiana; de ahí también el desenfreno y la efusión como explosión de pulsaciones reprimidas en la vida social. La fiesta como expresión natural, espontánea e indisoluble de la vida. La fiesta, por último, tal como la risa, sirve a la liberación de este sujeto.

Rabelais no separa ni une las cosas del mundo, no reconstruye la antigua vecindad, sólo por y a través de la risa, de la parodia o bien de sus formas más atenuadas: el humor y la ironía, sino que lleva a cabo un sistema todavía más complejo de series muy diversas, paralelas entre sí y entrecruzadas. El proceso de destrucción/construcción rabelesiano se funda por medio de estas series que tienen como elemento central el cuerpo humano, en todas y cada una de sus dimensiones elementales que le constituyen: la comida y la bebida-borrachera, el sexo, la muerte y los excrementos. Aquello que bien podemos denominar de realismo grotesco.

Estos elementos reubican al hombre en su relación directa con las cosas más elementales de su naturaleza humana. Mide el mundo a partir del cuerpo humano. Porque estamos unidos al mundo por medio del cuerpo, la comida, los excrementos, la muerte… Esta visión se contrapone polémicamente a la del cuerpo medieval. Aquel cuerpo perecedero y de la superación pero en el que ocultamente reinaba el desenfreno grosero y sucio. El ascetismo medieval negaba el cuerpo. La vida no tenía palabra ni sentido por eso era desenfrenada, burda, destructiva consigo misma. En cambio este nuevo cuerpo al ser expuesto tal cual es, sin el ropaje enmascarador, resulta grotesco, antiestético, pero no falso sino auténtico y real.

Cuando se habla de cuerpo grotesco se hace mención a un principio material y corporal, a un elemento espontáneo, positivo, afirmativo, universal y popular; centrado no en un individuo aislado sino en el pueblo mismo, como cuerpo popular, colectivo y genérico. El pueblo en estado evolutivo que crece y se renueva sin parar. De ahí que sea tan magnífico, exagerado e infinito. De ahí también la fertilidad, el crecimiento y la superabundancia. Por eso que las imágenes de este cuerpo serán siempre alegres y festivas. Celebran la vida, el crecimiento, la buena comida, el buen sexo, la fiesta, la muerte. El realismo grotesco degrada. Lo que está arriba lo pone abajo. Lo celestial lo hace terrenal. Lo que antes era espiritual, elevado, sublime, desde ahora será materia, cuerpo, vulgaridad. Degradar significa entrar en comunión con la vida de la parte inferior del cuerpo, el vientre, los genitales, en consecuencia también con el coito, el embarazo, el alumbramiento, la muerte. Pero cuando degrada a su vez también renueva, por lo mismo es ambivalente; o sea, no tiene exclusivamente un valor negativo sino también positivo y regenerador: niega y afirma. Lo inferior es la tierra que da vida, es siempre un comienzo. Todo de la tierra viene y a la tierra va: los alimentos, las cosas, la vida.

La imagen grotesca de Rabelais es así: degradante, ambivalente y contradictoria. En este sentido se convierte en deforme, monstruosa y horrible. Como los cuerpos que transitan por la plaza Echaurren del barrio porteño. Como El Cojo Lucho, por ejemplo, que pese a que le falta una pierna (aplastada por un tren cuando niño) no ha sido jamás un impedimento para trabajar lustrando calzados en la plaza misma o incluso para bailar:

Yo, a pesar de mi pierna igual vacilo, voy a los prostíbulos y con la muleta igual bailo y vacilo con las maracas, como donde la Chica Julia, por ejemplo.

U otras personas sin ninguna pierna que se arrastran, piden limosnas. Otros sin brazos, tuertos, ciegos, etc. No hay aquí artículos ortopédicos que disfracen lo que el destino les impuso, se muestran así con sus defectos y fealdades y así son aceptados por el colectivo social porteño. En la plaza Echaurren y alrededores se acentúan estos cuerpos grotescos, antiestéticos, bizarros; cuerpos que se adecuan a la fisonomía del lugar. Allí pasan inadvertidos. Un borracho, un inválido, un gordo, un cojo, un enano, un mendigo, un loco, una mujer semidesnuda, todos, sin excepción, recobran vida en el Barrio Puerto. Como en las imágenes rabelesianas, no hay aquí un cuerpo humano perfecto y en plena madurez, al revés: este cuerpo es ambivalente, contradictorio, donde no hay nada perfecto ni completo. Porque está en contacto con el mundo, se abre al exterior y entra en contacto con él, a través de la boca, los genitales, los senos, el falo, la barriga y la nariz. Cuando el cuerpo se alimenta, copula, defeca, alumbra, agoniza, etc., está revelando su esencia como principio en crecimiento que traspasa sus propios límites. Al estar en contacto directo con el exterior muestra también su inconclusión, su imperfección ya que está constante y permanentemente haciéndose.

El cuerpo grotesco es por eso un cuerpo activo, en movimiento. “No está nunca listo ni acabado: está siempre en estado de construcción, de creación y él mismo construye otro cuerpo; además, este cuerpo absorbe el mundo y es absorbido por éste”. Pero esto tradicionalmente se oculta. Los cuerpos del Sector Puerto no son los mismos que los del centro de Valparaíso. Sin caer en absurdas comparaciones, las figuras grotescas éstas no aparecen en los sectores céntricos o turísticos de la ciudad, y esto porque la relación con el mundo material en el Barrio Puerto está dada de manera más inmediata y directa, en cambio en el centro la gente no se detiene, no existen espacios para improvisar una “cama”, un “baño”, un “comedor”. En el sector porteño una vereda, un banco, un rincón o un escaparate de cualquier negocio cumplen a la vez estas tres funciones básicas. Aquí la gente, sobre todo los borrachos, los perros y los gatos están mucho más próximos al piso que en cualquier otra parte de la ciudad. En las calles del Puerto se perciben los desechos e inmundicias que deja el hombre en su cotidianeidad. En el centro no sucede lo mismo, el sistema discretamente va excluyendo esa realidad grotesca, que espanta y avergüenza al extranjero. Por eso los va corriendo hacia los márgenes de la ciudad. Los empuja y los arrincona como la basura o los defectos que no deben ser expuestos. Un ejemplo claro de esto es lo que sucede con la reciente normativa impuesta por la Municipalidad contra los perros callejeros. En los sectores turísticos de la ciudad ya no hay perros vagos, han sido silenciosamente exterminados.

El mundo grotesco del cuerpo y de la vida ha sido tan potente que ha dominado por miles de años la literatura escrita y oral. Más importante todavía, “las imágenes grotescas del cuerpo predominan en el lenguaje no oficial de los pueblos, sobre todo allí donde las imágenes corporales están ligadas a la injuria y la risa; de manera general, la temática de la injuria y de la risa es casi exclusivamente grotesca y corporal; el cuerpo que figura en todas las expresiones del lenguaje no oficial y familiar es el cuerpo fecundante-fecundado, que da a luz al mundo, comedor-comido, bebiente, excretador, enfermo, moribundo; existe en todos los lenguajes un número astronómico de expresiones consagradas a ciertas partes del cuerpo: órganos genitales, trasero, vientre, boca y nariz”.

Apodos, injurias, insultos, una infinidad de términos propios del habla popular porteña que ponen de manifiesto lo anterior. Se trata de esa “esfera no oficial del lenguaje, saturada de juramentos simples y complejos, de todo tipo de obscenidades, con un considerable peso específico de palabras y expresiones relacionadas con la bebida. Esa esfera del lenguaje no oficial, masculino, refleja hasta ahora el peso específico de las obscenidades rabelesianas, de las palabras acerca de la bebida, sobre los excrementos, etc.”. De esta esfera, propia de los bajos estratos ciudadanos y rurales, Rabelais entreveía el mundo. Observaba ahí la total ausencia de sublimación y de nuevas vecindades ajenas a las esferas oficiales del lenguaje y de la literatura.

En otras palabras, hablamos del lenguaje que se genera en los sectores populares, especialmente el de la plaza Echaurren, donde es posible hallar ciertas familiaridades escatológicas. Esta plaza contiene importantes elementos que hacen posible asimilarla a un espacio festivo, grotesco, trasgresor, colectivo y material. Aparte de la configuración que aportan los sujetos que en ella transitan, es un lugar donde se pueden registrar una serie de vocablos y expresiones que afirman lo dicho más arriba. Baste para ello detenerse ahí, cerrar los ojos y oír. Un caso. Un sujeto le pregunta a otro: “¿Y cómo está tu nieta?” “Está má’ linda que la mierda”, responde el aludido. Aquí se cumplen varios de los rasgos que menciona Bajtín.

En primer lugar está presente esa familiarización escatológica ya que se hace una relación directa con el excremento. Pero a su vez es degradante porque relaciona, o mejor dicho, compara la belleza (seguramente referida al crecimiento sano, armónico, vital de la niña) con la mierda, con el excremento humano. Pero al mismo tiempo es también ambivalente, en el sentido que se puede usar el mismo término para descalificar a alguien o algo. De este modo, la respuesta del porteño se aviene al vocabulario grotesco y popular. “Esta degradación”, señala Bajtín, “es sinónimo de destrucción y sepultura para el que recibe el insulto [en el caso citado, la nieta]. Pero todas las actividades y expresiones degradantes de esta clase son ambivalentes. Los excrementos estaban indisolublemente asociados a la fecundidad”, y por extensión al crecimiento. Podrían darse infinidad de ejemplos como el anterior. Pero quedémonos con este para decir un par de cosas más respecto al vocabulario popular.

Cuando el que pregunta recibe esa respuesta (“más linda que la mierda”), entiende a lo que su amigo se refiere. Eso quiere decir que además de la degradación y ambivalencia que presenta este vocablo, hay un acuerdo implícito que no necesita de mayores explicaciones. “Mierda”, en ese caso específico significa belleza y no otra cosa. En este sentido, “las imágenes verbales y demás gestos de este tipo forman parte del conjunto carnavalesco estructurado en base a una lógica unitaria. Cada una de las imágenes por separado está subordinada a este sentido único y refleja la concepción del mundo unitaria que se forma en las contradicciones, aunque la imagen exista aisladamente”. Por lo mismo, estas figuras están desprovistas de cinismo y grosería en el sentido que habitualmente se le da.

Lo que menos se da en la plaza Echaurren es un tipo de comunicación jerárquica, como se daba, según Bajtín, en los palacios, templos, instituciones y casas privadas, o en los sectores céntricos y turísticos de esta ciudad. En estos reina un tipo de diálogo estratificado y sujeto a las reglas de la urbanidad. “En la plaza pública se escuchaban los dichos del lenguaje familiar, que llegaban a crear casi una lengua propia, imposible de emplear en otra parte, y claramente diferenciado del lenguaje de la iglesia, de la corte, de los tribunales, de las instituciones públicas, de la literatura oficial, y de la lengua hablada por las clases dominantes”. Tema aparte sería referirse a los gritos, a los pregoneros que venden sus productos (huevos, flores, tortillas, especias, periódicos, el ruido del gas licuado, el que compra cartones o fierro o antigüedades, el que afila cuchillos, etc.), o por qué no el que está en silencio, sólo contemplando.

Esos son los gritos y los silencios, pero están también los apodos, los insultos-elogios y qué decir del lenguaje gestual, corporal. Aquí todo el cuerpo se pone al servicio de lo que se quiere expresar (las manos, la cabeza, el vientre, las piernas, la pelvis, la cara en sus múltiples muecas y expresiones, ojos, nariz, boca…, lengua). Todo un riquísimo vocabulario popular, cómico y carnavalesco por lo general relacionado si no con animales —en el caso de los apodos, mayormente—, con los órganos genitales femeninos, casi siempre —en el caso de los insultos y groserías—.

En síntesis, podemos decir que este cuerpo no se acaba en su aspecto puramente grotesco. Detrás se oculta otro propósito, más profundo y original aún, cual es: promover una cultura del cuerpo y de su desarrollo armonioso, contrario al cuerpo putrefacto del medievo. “Al grosero cuerpo medieval que gargajea, pede, bosteza, escupe, hipa, se suena la nariz ruidosamente, traga y bebe sin medida, se le opone el cuerpo del humanista desarrollado, armonioso y cultivado en el deporte, elegante”.

De este modo, se logra configurar una imagen corporal donde predomina, en principio, lo exagerado, lo hiperbólico, lo profuso y lo excesivo. Pero que en el fondo anuncia una enseñanza, la del cuerpo natural e integral que crece y se desarrolla conforme a su especificidad dentro del conjunto de la unidad. Por lo mismo este cuerpo no se está nunca quieto; el cuerpo popular, como la cultura misma, está activo, en una dinámica viva, pelea, ríe, come, como un personaje específico del mundo material. También es impersonal, no individual; cuerpo como género humano. Para los cánones tradicionales no es estético, es antiestético, puesto que no es hermoso ni elevado, está desvinculado a su origen natural. Todas estas formas bufonescas, paródicas, grotescas del cuerpo humano revelan su estructura y existencia. Tal como las imágenes presentes en la cultura popular porteña.

Por último, de lo grotesco se puede decir que: “ilumina la osadía inventiva; permite asociar elementos heterogéneos; aproxima lo que está lejano; ayuda a librarse de ideas convencionales sobre el mundo, y de elementos banales y habituales; permite mirar con nuevos ojos el universo; comprender hasta qué punto lo existente es relativo; y, en consecuencia permite comprender la posibilidad de un orden distinto del mundo”.

4. Plaza Echaurren, bares, prostíbulos…
Ruinas y alegorías porteñas

La alegorización de la physis no puede llevarse a cabo con la suficiente energía más que gracias al cadáver. Y que sólo así, en cuanto cadáver, se puede ser admitido en la patria alegórica.

Cuando creemos haber dejado parcial, pero suficientemente, aclarado el concepto de cultura popular que a nosotros nos interesa, abordaremos algunas ideas de Benjamin a fin de darle un nuevo sentido a este modo de ser popular. Por medio de una mirada puntillista que plagiamos del alemán, intentaremos redescubrir en estas ruinas otro valor que complemente y enriquezca el verdadero y potencial sentido que tiene esta cosmovisión popular porteña y sus distintas manifestaciones.

En la famosa obra esa de Los pasajes, Benjamin entiende el pasado como una dimensión que hay que salvar activa como políticamente, aprovechando la suerte peculiarmente revolucionaria de cada momento histórico. De este modo, en su trabajo vislumbra la mediación fundamental que permite pensar históricamente la relación de la transformación con los cambios en el espacio de la cultura.

El punto de partida de Banjamin es la ruptura, la discontinuidad, la disolución del centro como método. El interés ahora estará centrado en los márgenes. Porque no cree en la totalidad como portadora de la verdad histórica, apuesta en cambio por las ruinas, por los fragmentos, por los desechos. Su lugar de trabajo, por eso, son los márgenes. De ahí que consideramos pertinente el reciclaje benjaminiano. Porque con él podemos “hacer hablar” a esas ruinas que constituyeron y constituyen la cultura popular porteña. Se trata de una sensibilidad de conciencia descentrada, ya lo dijimos: puntillista, que es capaz de percibir los problemas desde todos y cada uno de los ángulos.

Por eso que es importante el método ese de dialogar con las ruinas y que viene a ser en el fondo la manera cómo la sensibilidad, es decir, el sensorium, de esta época en particular percibe el mundo, la realidad sociocultural que se genera en el Barrio Puerto. Aquí cobra especial interés el hecho de que Benjamin no piensa las ideas sino las experiencias, piensa los cambios de todos lados, sobre todo desde los márgenes, de cualquier ciudad moderna. Para Benjamin pensar las experiencias es el modo de acceder a aquello que irrumpe en la historia con las masas y con la técnica. No se podría entender, según sus planteamientos, lo que pasa culturalmente en las masas sin atender a su historia.

I.

Para Benjamin la masa en la ciudad moderna aparece por medio de diferentes figuras, una de estas es la experiencia de la multitud. Que viene a ser la masa con la que se distingue este vagabundo citadino (Baudelaire o Hugo o Banjamin o nosotros mismos, en el Puerto). Es vista por Benjamin como una concentración de gente dueña de una fuerza reprimida y a punto de estallar. Pese a esto, para el pensador alemán, Baudelaire goza el placer de estar entre la multitud, y esto porque no la siente externa sino como algo intrínseco. De ahí una nueva facultad de sentir: un nuevo sensorium que le permite sacar encanto a lo gastado y podrido. “Baudelaire no se sintió movido a entregarse al espectáculo de la naturaleza. Su experiencia de la multitud comportaba los rastros ‘de la iniquidad y de los miles de empellones’ que padece el transeúnte en el hervidero de una ciudad, manteniendo tanto más despierta su conciencia del yo”. Para Baudelaire, prosigue Benjamin, “la multitud no fue nunca un aliciente que le hiciese arrojar en la profundidad del mundo la sonda del pensamiento. Hugo, por el contrario, escribe: ‘las profundidades son multitudes’”.

De lo anterior nosotros rescatamos que es en la multitud como la masa ejerce su derecho a la ciudad, y esto permite entrever dos caras. La primera que ve a la multitud como aglomeración concreta pero socialmente abstracta, como estadística, como dato cuantitativo, solamente. Y la segunda de forma mucho más activa, la multitud como cuerpo vivo de la masa, tal cual la vio Hugo: la multitud popular. No obstante aquello Benjamin lee estas imágenes respecto a la multitud sabiendo que hay un “socialismo estaticista” que se limita a adular a la masa proletaria sin asumir el rostro de la opresión. (Aunque, claro, valoramos el hecho de que hay ahí un sensorium que se aprecia y rescata). Cosa parecida detectamos nosotros cuando señalamos más arriba que la cultura popular está siendo usada como discurso propagandístico por parte de las distintas esferas políticas nacionales. Lamentablemente no hay aquí un sensorium que los poderes actuales valoren ni menos que rescaten.

Como sea, lo importante para nosotros es que Benjamin piensa los cambios desde una nueva percepción, sensorium, mezclando lo que pasa en las calles, en las fábricas, en las tabernas, etc. Y es ahí donde descubre oscuras relaciones entre la obra de arte refinada, burguesa y las expresiones de la masa urbana.

El interés en común con el filósofo alemán es entender la ciudad moderna o, en este caso particular, las transformaciones que ésta va generando y sobre todo aquello que este proceso va dejando de lado, específicamente los barrios populares, aquellos sectores que no se avienen a los criterios que determinan a la urbe moderna. En el caso puntual nuestro, el Barrio Puerto y su relativo nombramiento patrimonial.

II.

Dicho sea de paso, señalemos que no todo el Barrio Puerto está incluido en el nombramiento de Valparaíso como Sitio del Patrimonio Mundial de la UNESCO. Por ejemplo el sector de la Cuadra donde se llevo a cabo gran parte de la bohemia porteña, no está considerada. Y esto por no tener las condiciones arquitectónicas que la mayoría de las edificaciones patrimoniales posee. Cuestión que nos hace pensar en que las políticas culturales centran su atención en los bienes tangibles más que en los intangibles, donde están insertas estas historias, lo subjetivo, los cantos, las visiones de mundo de esta gente, su memoria, su identidad. Y no es casual. Son estrategias que responden a los mismos principios con que se rigen las lógicas de mercado. Para las políticas patrimoniales el valor de Valparaíso está centrado en su capital económico mucho más que en el sociocultural.

Se nota aquí un esfuerzo por parte del sistema por volver al pasado pero sólo a partir de la fachada de la ciudad. Sin embargo este intento de rescatar el pasado “tiene como consecuencia precisamente lo inverso: servir como instrumento para olvidar, para velar las diferencias y la desigualdad social que subyace en el presente. Se vuelve a un tipo de recuerdo que permite hacer universal un pasado que ilumina el momento actual, pero que simultáneamente silencia las voces de los despojos del pasado. Despojos materiales, pero también humanos”.

En esta omisión u olvido queda fuera precisamente aquello que no se ve. Historias reales, memoria, experiencias vitales de los sujetos populares del Puerto no son, porque no forman parte de la arquitectura histórica de la ciudad, patrimonio humano. En consecuencia todo ese capital intangible, sociohistórico y cultural, sobre la cual se han construido las identidades populares quedan lisa y llanamente excluidas del patrimonio mundial. A este respecto, Benjamin señala: “El botín, como siempre ha sido usual, es arrastrado en el cortejo. Se lo designa como patrimonio cultural. En el materialista histórico habrá de contar con un observador distanciado. Pues todo lo que él abarque con la vista como patrimonio cultural tiene por doquier una procedencia en la que no puede pensar sin espanto. No sólo debe su existencia a los grandes genios que lo han creado, sino también al vasallaje anónimo de sus contemporáneos. No existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barbarie. Y como en sí mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión por el cual es traspasado de unos a otros”.

De ahí que nos interese también en este trabajo no solamente recusar esta exclusión del mundo popular sino también, a raíz de lo mismo, rescatar esas voces y silencios, esas experiencias y esa memoria —ese sensorium, por último— que forman parte de un colectivo social que ha dejado sus huellas en el Barrio Puerto de esta ciudad.

III.

Benjamin en su transitar porteño no limita su percepción únicamente a lo visual. No sólo ve esas imágenes grotescas que el sector le exhibe desde la plaza o desde los bares. También es capaz de oír tanto los gritos, insultos y caricias como los silencios. Pero por su/nuestro interés particular, le interesa poner oído a las experiencias vividas que narran estos sujetos y que las mantienen, aunque fragmentariamente, guardadas en sus memorias.

Pero memoria para Benjamin no es lo mismo que recuerdo. La experiencia es distinta también al recuerdo. Aquello que asalta a la memoria en el presente de manera inconsciente. Avancemos un poco más en esto a propósito de lo que diremos más adelante en cuanto a la memoria colectiva y a las historias de vida, como ruinas que mantienen del pasado los sujetos populares del Barrio Puerto.

Benjamin habla del recuerdo voluntario y de la memoria involuntaria, estableciendo entre ambas diferencias considerables. Los recuerdos voluntarios, son aquellos que, al traerlos al presente, se racionalizan y por tanto vacían el verdadero pasado, porque se recuerda sólo lo que se quiere recordar. En cambio, la memoria involuntaria, es aquella que llama la atención de las cosas del pasado por medio de lo inconsciente, a través de lo sensible. Es la forma como, por ejemplo, memoriza el poeta. Pero no es un acto azaroso ya que está condicionado por el contexto y por la experiencia de quien recuerda. En este caso la experiencia que vive el sujeto es de tipo colectiva por la necesidad de comunicación. Está envuelta en ella una cierta sensibilidad. La memoria individual, nos dice Benjamin, sólo se activa con elementos del pasado colectivo. El recuerdo devuelve el pasado, la memoria en cambio lo protege. En la memoria involuntaria están los choques, el shock, que produce la experiencia que es, en este caso, individual como colectiva.

Visto de otro lado, al ser la memoria colectiva “un conjunto de recuerdos activados por el filtro del presente constituye un patrimonio que, experimentado por un grupo de personas, se actualiza en el momento de cada rememoración”. Memoria que, como sabemos, por lo general no coincide, y menos en este caso puntual, con la oficial, aquella que transmiten las instituciones del saber. La memoria colectiva, señala más adelante Ortiz —haciendo una diferenciación con la memoria nacional—, “es del orden de la vivencia, la memoria nacional se refiere a una historia que trasciende los sujetos y no se concreta inmediatamente en sus cotidianeidades. La primera fija sus recuerdos en sus propios portadores. Es particular, siendo válida para aquellos que comparten los mismos recuerdos; el olvido es fruto del desmembramiento del grupo”. Porque lo más importante de todo, más allá del simple hecho de recordar, es que en este esfuerzo de rememoración se crea un espacio y un tiempo específicos distintos al que alberga la historia oficial. En este sentido, recordar es también, y quizás una de las formas más eficaces y potentes que puedan ejercer los sujetos populares, una manera de resistirse frente al olvido o la omisión. Por eso una tarea trascendental, a propósito de este periplo benjaminiano, es descubrir en esos rostros y cuerpos ruinosos, grotescos y gastados sus historias, a fin de dar cuenta de un presente que nos remite siempre a un pasado. Y desde allí enriquecer nuestras propias experiencias vitales. Porque, no olvidemos, todo el pasado es presente y por consiguiente todo pasado puede ser visitable.

En otras palabras, enriquecer las experiencias vitales significa para nosotros ser felices. Pero no esa idea de felicidad inalcanzable situada en el futuro, como para nuestros hijos, las generaciones venideras, sino para ahora, aquí y ahora. Es el modo como Benjamin lo concibe, a partir de una reflexión personal de la historia, mirada hacia el pasado. Nosotros creemos, sinceramente, encontrar en estas historias olvidadas o silenciadas de los sujetos porteños, las claves que nos permitan ser felices. Caben aquí algunas consideraciones más respecto a la historia en que piensa Benjamin. Esta manera de concebir la historia nos exige descubrir en ella ese secreto acuerdo que tenemos. Acuerdo que puede ser traducido a ese sentimiento compartido que tiene/tenemos quienes se han formado en esta realidad marginal, pero poseedores de un rico capital sociocultural. La felicidad para estos sujetos no puede estar en otra parte que no sea en su experiencia y en su memoria.

En este sentido la historia no es, no puede ser pues un espacio homogéneo y vacío que haya que ir llenando. La historia, nos dice Benjamin, ya está. No hay nada vacío. La historia está entre nosotros, la estamos descubriendo, la vamos reconociendo, estamos a cada rato entrando en ella. Por tanto está ahí. La historia del Barrio Puerto, de los sujetos, de la bohemia porteña, es una historia que hay que descubrir a partir de las experiencias y de la memoria de sus propios portadores. Por muy insignificante que creamos que puedan parecer sus historias de vida, debemos entrar en ellas porque así también, de alguna manera, estamos entrando a la nuestra.

IV.

Aquí no cuenta ese discurso público que nos ha sido dado desde arriba. Menos cuando sabemos que hemos sido depositarios de una historia oficial, monolítica y conservadora que ha negado el sustrato de una realidad heterogénea, subjetiva, construida en base a otras lógicas que, no por estar ausente en el discurso hegemónico, ha tenido menos participación en los procesos histórico-sociales. La historia verdadera de Valparaíso, sobre todo la de la gente popular ha sido omitida, han sido negados esos modos otros de ser que develaron un cierto monologismo que con la dictadura militar sólo halló tierra fértil, porque ciertamente se venía arrastrando desde mucho antes.

Cuando se desmantela esta verdad, queda al descubierto una historia fragmentada, de discontinuidades que “denunciaron la trampa de las racionalidades basadas en verdades completas y en razones absolutas”, demostrando que “la crítica benjaminiana de la Historia como linealidad homogénea y direccional unívoca repercutió en aquellas imágenes de la cultura chilena post-golpe que acentuaban ‘la negatividad, la discontinuidad, el rechazo y el choque’. Esa crítica a las totalizaciones monológicas hecha desde constelaciones plurales de significaciones dispersas era la única que podía entrar en complicidad de estilos con los imaginarios sociales desintegrados por las roturas de cadena del macro-sintagma histórico”.

Valoramos esta crítica ahistoricista de Benjamin porque, como dice Richard, “en ella cuestiona la monumentalidad heroica de las Verdades mayúsculas, realizadas por él desde el fino detalle de los acontecimientos pequeños que desmenuzan las significaciones que los cronistas de la historicidad trascendente suelen mirar como si fueran materiales de desecho. Benjamin, amante de las porciones y fracciones de experiencias que relatan el Todo no desde el saber confiado en su plenitud, sino desde la palabra quebradiza [dialogizada, pondríamos decir] de su des-integridad”. En esta misma lógica benjaminiana, para volver la mirada hacia prácticas y formas de conocimiento “reprimidas o silenciadas por esas mismas versiones oficiales del saber y de la historia. Por esta vía pretenden demostrar la discontinuidad de los procesos y reparar en aquellos momentos de quiebre o ruptura epistemológica que, habiendo brillado muy efímeramente, son rápidamente silenciados por la corriente homogénea del progreso histórico”. Benjamin, desde su enriquecedora y acuciante mirada es capaz de dar cuenta de esas grietas que refleja el sujeto-discurso monológico de la tradición oficial y del autoritarismo u oficialismo de nuestra historia nacional.

Creemos, finalmente, que la crítica a la que se refiere Richard, cuando dice que hemos sido pensados desde racionalidades basadas en verdades completas y en razones absolutas y que ha existido una Historia como linealidad homogénea y direccional unívoca, se puede convalidar perfectamente a la realidad que presenta y ha presentado la ciudad de Valparaíso. La cultura popular generada en el Barrio Puerto a través de su desarrollo ha sido también capaz de desmantelar el discurso monolítico produciendo quiebres y discontinuidades al interior mismo de la Historia oficial con que se ha ilustrado toda una cultura porteña. Con Benjamin, por último, acudimos a la reconstrucción de una nueva historia, una historia donde aquellos que quedaron excluidos en su proceso puedan ahora ser incluidos en esta nueva historia.

V.

Nos interesa esta mirada benjaminiana porque vemos aparecer en los recovecos de esta ciudad que no alcanza a ser moderna, a la masa, como le llama Banjamin y que nosotros preferimos llamar sujetos, gente, el pueblo o porteños, de diferentes formas. En este sector, su habitante se nos presenta, siguiendo su lógica otra vez, por medio de diferentes figuras. Como se dijo más arriba, una es la huella, otra la experiencia de la multitud y la primera y para nosotros la más relevante, es la figura de la conspiración, que también optamos en llamar, la bohemia.

Podemos definir esta figura como cierto espacio en que cobra sentido la fraternidad de los marginados y de los malditos en torno a un lugar simbólico o, en claves del alemán, alegórico. “Su oscilante existencia, más dependiente en cada caso del azar que de su actividad, su vida desarreglada, cuyas únicas paradas fijas son las tabernas de los vinateros (lugares de citas de los conjurados), sus inevitables tratos con toda la ralea de gentes equívocas, les colocan en este círculo vital que en París se llama la bohème”.

Más allá de las apreciaciones despectivas que sin duda pueda haber generado la mirada de Marx a este respecto, nosotros creemos que aquí se señala algo clave para entender la bohemia popular, elemento simbólico que define y recrea a la cultura porteña. Estos sujetos que se mantienen en estos lugares antropológicos, los bares, no sólo conjuran contra el sistema sino también y principalmente construyen su vida ahí. En este sentido, la conspiración, quedaría materializada en la figura de la taberna, lugar donde, citando a Martín-Barbero: “se cuece la rebeldía política, sobre él convergen y en él se encuentran los que vienen del límite de la miseria social con los que vienen de la bohemia, esa gente del arte que no tiene mecenas pero que todavía no ha entrado en el mercado. Su lugar de encuentro es la taberna […] donde todos están en una protesta más o menos sorda contra la sociedad […] Por ahí, por ‘su vaho’, pasa una experiencia fundamental de los oprimidos, de sus ilusiones y sus rabias”.

De esta manera, lo que en el bar se genera viene a representar un modo de resistencia frente al apabullante mundo urbano-moderno que anula y desnaturaliza al sujeto popular porteño. En estas tabernas, el porteño, quizás al igual que el mismo Benjamin, mitiga el sentimiento catastrófico que le produce la modernidad. Es allí donde las dimensiones que caracterizan al mundo popular se hacen y rehacen, se vitalizan y se consumen, se establecen y se deshacen. Quienes participan de esta especie de cofradía marginal se legitiman y se edifican como sujetos históricos, con valores, creencias y conocimientos propios.

VI.

Pero todo esto lo hacen sobre algo que efectivamente la modernidad intenta borrar y que es tan sencillo pero a su vez tan importante: la conversación. La imposibilidad de mantener este espacio de diálogo puede ser quizás para muchos de los porteños, ciertamente, la experiencia más catastrófica que arrastra consigo la modernidad. Tal vez la crisis de la modernidad no sea más que eso: el intentar comprender el porqué de la desaparición de una antigua costumbre como la conversación. El hombre tradicional, popular, “nostálgico del pasado posee un ojo clínico para divisar el horizonte que se delinea. Para él, el mundo moderno incentiva el movimiento febril de la existencia, dejando poco tiempo disponible para el contacto personal. Las personas quieren vivir de prisa, absorber más placeres, asumir más obligaciones, o sentir el mayor número de emociones posibles en el espacio de tiempo más corto”. Y esto ha llevado a una cuestión todavía más lamentable que es el empobrecimiento de la experiencia individual de lo real. Hemos perdido, dice Benjamin, “la facultad de intercambiar experiencias”. Hay una pobreza de la experiencia. En otras palabras, según Banjamin, ha habido “una menguante comunicabilidad de la experiencia. El arte de narrar se aproxima a su fin, porque el aspecto épico de la verdad, es decir, la sabiduría, se está extinguiendo. En la medida que decae el acto de la conversación, esto es la disposición mutua a crear comunicación entre los individuos, en esta medida, estamos dejando de ser capaces de transmitir experiencias y por tanto de construir diálogos que enriquezcan nuestra propia existencia humana.

Por lo mismo, el valor que adquiere para estos sujetos el microespacio social del bar es fundamental, por cuanto es allí donde reciben las primeras herramientas con las cuales a través de los años construyen y dan sentido a sus vidas. Vidas que de modo natural se arman al margen del conjunto de normas, conductas y actitudes que viene a entregar la escuela. Son por eso tempranos desertores de la Instrucción Pública, convirtiéndose luego en seres de-formados, mal-educados, in-corregibles, y otros apelativos que designan a quienes no se han sometido a la disciplina que impone la educación formal de todos los ciudadanos. De este modo aprenden el arte de vivir a través de sus contactos cotidianos y de un aprendizaje recibido en la calle, en los bares, en los prostíbulos, etc. Para muchos son éstos y no la escuela los verdaderos espacios de aprendizaje, la verdadera y única escuela, la real, la de la vida:

Por mi poca educación
se hizo dura la faena
sólo cursé silabario
y esa fue toda mi escuela
[…]
Quien me enseñó a barajarme
mi escasa sicología
y fui adquiriendo experiencia
en la escuela de la vida
[…]
Por mi escasa educación
yo trato de tener tino
con la escuela de la vida
de a poco me abro camino…

La bohemia, entonces, representada por estos sujetos porteños que conspiran contra esta ciudad seudomoderna que se declara patrimonio mundial, no es una condición sino una elección personal. Una manera de colocarse conciente y voluntariamente al margen de la sociedad, contraponiéndose así a los valores dominantes. De ahí que el sujeto popular y por extensión la cultura misma porteña, sea una forma de conspirar y de resistirse frente al modelo que se pretende imponer. El bar, en este sentido, sirve de resguardo, de trinchera contra el Valparaíso blanco, moderno y desarrollado.

Lo popular que nosotros rescatamos del Barrio Puerto, de la mano de Benjamin, puede estar dado en el cruce de las formas de vida que se generan en el bar con la experiencia de la multitud. En esa nueva facultad de sentir y que le sacaba encanto a lo deteriorado y lo podrido.

VII.

En El origen del drama barroco alemán, Benjamin, intenta contribuir a una teoría de la modernidad. En su intento y propuesta de pensar la modernidad, trabaja con un elemento clave que será la idea de la alegoría. Para él habría una relación directa entre alegoría y modernidad. Cuando se habla de alegoría se está haciendo mención a la escritura, pero también a las imágenes. Aunque, señala Benjamin, “la alegoría no es una técnica gratuita de producción de imágenes, sino expresión, de igual manera que lo es el lenguaje, y hasta la escritura (…) Pues precisamente la escritura se representaba como el sistema convencional de signos por excelencia”. La alegoría está constituida por ellas. La escritura es imagen. La imagen representa lo representado, su relación es mimética, en cambio, con la palabra no existe esa relación. Benjamin quiere acercar esta relación a fin de que la escritura no sea tan arbitraria; que nos abra aquello a lo cual se refiere. Las palabras en la escritura no representan sólo lo fáctico; guardan siempre algo detrás. La escritura nos remite a una cierta relación con el mundo, con la realidad. Produce sentidos.

Por eso que la alegoría no puede ser confundida con el símbolo. Alegoría es distinta a símbolo. El símbolo es una parte de lo cual está simbolizando. Hay aquí algo inmediato. (De ahí el optimismo en el simbolismo). En la época clásica, el concepto de símbolo ha sido usado de manera fraudulenta como modo válido para examinar, en profundidad, todas las formas estéticas. Para Benjamin, lo que más llama la atención en este uso vulgar del símbolo, “es el hecho de que el concepto correspondiente, que de un modo casi imperativo se refiere a una ligazón indisoluble de forma y contenido, se preste a paliar filosóficamente la impotencia crítica que, por falta de temple dialéctico, no hace justicia al contenido en el análisis formal ni a la forma en la estética del contenido”.

En cambio, aunque el concepto de alegoría surja como réplica especulativa, no deforma la realidad, al revés: tal concepto, al haber estado “destinado a proporcionar el fondo oscuro contra el que el mundo del símbolo debía destacarse en claro”, desde y debido a esa misma condición oculta, podríamos decir, podemos acceder a la verdad. Posibilita el ingreso a una posible verdad existente. “De buscar lo particular con vistas a lo general. De aquel modo surge la alegoría, donde lo particular sólo cuenta como instancia, como ejemplo de lo general”.

Parafraseando un poco a Benjamin, podemos decir que la diferencia entre la representación simbólica y la alegórica, consiste en que esta última no significa más que un concepto general o una idea que no coincide con ella. La idea que representa la alegoría jamás coincide con ella misma, por tanto es equívoca. Mantiene siempre ocultas otras significaciones. Mientras que la representación simbólica es la idea misma encarnada y hecha sensible. En la alegoría se sustituye algo, una cosa, una idea por otra; en el símbolo, el concepto ha descendido y es el mismo lo que vemos en la imagen sin necesidad de mediación. La alegoría no desciende al mundo físico, se mantiene en el mundo de las ideas y de la representación. “Las alegorías son en el reino del pensamiento lo que las ruinas en el reino de las cosas”. Finalmente, para terminar con estas diferenciaciones entre símbolo y alegoría y para que esta última, por el uso que le daremos, no se preste —paradojalmente— a equívocos, citaremos lo que sigue. El símbolo, señala Benjamin, “es el signo de las ideas (autárquico, compacto, siempre igual a sí mismo) y la alegoría una réplica de dichas ideas: una réplica dramáticamente móvil y fluyente que progresa de modo sucesivo, acompañando al tiempo en su discurrir. El símbolo y la alegoría son el uno al otro lo que la naturaleza muda, grandiosa y potente de las montañas y las plantas es a la historia humana, que progresa con la vida”.


VIII.

Entonces como la alegoría apunta a la condición humana, hemos de interpretar la realidad grotesca que se genera dentro de la cultura popular del Barrio Puerto de Valparaíso como una representación alegórica. Entendiendo que detrás de las imágenes que manifiestan los sujetos populares y las cosas en ruinas se oculta algo. Una verdad que necesariamente debemos develar. La verdad, sin embargo, no puede ser expuesta, representable, de manera directa sino sólo a través de un artificio: la alegoría.

Entonces, para eso se requiere primero del acto de desciframiento, es decir, hacer de ello una lectura alegórica. Y no quedarnos con la verdad aparente que, como símbolo, nos refleja. La lectura que debemos hacer, de la mano de Benjamin, de esta cosmovisión sociocultural, resulta ser entonces revolucionaria respecto al modo como se ha visto este sector y la cultura popular en general: siempre de manera pintoresca, simbólica. Deteniéndose en lo que tiene de entretenido y vistoso. Analizada sólo por y a través de lo que representa en una primera y única instancia y no buscando lo que esconde detrás. No haciendo hablar a esas ruinas. No deconstruyendo lo destruido.

Pero como el sentido alegórico no viene dado, requiere del lector para completarse, para leerse. La alegoría no es autosuficiente, demanda la presencia del hermeneuta. Nosotros tenemos entonces la misión de llenar de sentido esas ruinas que se nos presentan alegóricamente. Debemos resignificar el valor que éstas nos quieren transmitir. El historiador alegorista benjaminiano (en este caso, por qué no, nosotros también), es quien se dirige a estas ruinas, a esta historia en catástrofe, para entender la historia. Dotándolas así de significado, pero sabiendo sí que no se agota ahí, que siempre habrá en el fondo otro significado enigmado. Por eso que somos melancólicos. Porque sabemos, de entrada, y pese al más profundo alcance contemplativo que adoptemos, que jamás podremos acceder a la verdad completa. Sólo a un parte de ella. Y la manera de acceder es acercándonos, cercándola.

Melancolía que para nosotros es sufrimiento. La actitud frente a esa verdad que queremos y no podemos completar nos angustia. Queremos alcanzar esa verdad porque creemos que ahí está la posibilidad de ser felices. Felicidad que resulta ser relativa tanto como la verdad que develamos detrás de las cosas, de las ruinas que nos ha dejado un pasado reciente. Estamos atravesados por una crisis de sentido. Mientras el mundo moderno nos impone verdades totalizadoras, falsas, mercancía carente de sentido, nosotros buscamos en aquello que quedó de lado, en los márgenes, en los fragmentos de las cosas y de la historia porteña, un sentido más real y auténtico para completar nuestras vidas. De ahí la constante desazón. No concebimos un estar en el mundo que no sea sino en búsqueda permanente, aunque sabemos, claro está, no podemos alcanzar esa verdad, tampoco nos interesa. Buscamos sólo sentidos parciales que complementen nuestra vida, nuestra existencia que no está acabada, se está haciendo.

Por lo mismo estamos concientes que debemos rescatar los desechos que han quedado de la antigua bohemia porteña. En esos fragmentos ruinosos de cosas, en esos objetos muertos, en ese cadáver que hiede pero que aún late, para nosotros está nuestra única posibilidad para no ser arrollados por la máquina moderna. Los objetos en la alegoría son acumulaciones de objetos diferentes que provienen de contextos muy disímiles. Y para eso tenemos que identificar estas ruinas, sacarlas de su contexto original y darles otro significado. Liberándolas en otra constelación. Construir con ellas algo nuevo, con sentido. Así, se supone, seremos capaces de descubrir la verdad o parte de ella, la que necesitamos para seguir buscándola.

Somos melancólicos porque creemos ser capaces de descifrar en las cosas algo. Tenemos esa capacidad. Liberar la mercancía de su contexto falso. De ahí la redención. La sacamos de ese contexto represivo y la liberamos, le damos sentido, participamos de esa redención adquiriendo otro aspecto. Pero no sólo vemos la ruina sino que también nos vemos a nosotros mismo, como tales. Es, por eso, una mirada liberadora la nuestra, porque en su contexto es represor. El lenguaje está teñido por la verdad, pero está desfigurado por una totalidad falsa que lo reprime y no lo deja liberarse. La alegoría destruye el contexto falso para demostrarse tal cual es.

Los fragmentos nos permiten un acercamiento a la verdad a través de la contemplación. La totalidad no se pierde en los fragmentos. Y la contemplación nos permite encontrarla. A través de este acto, los fragmentos quedan liberados. Nunca está completamente perdida su materialidad, siempre guarda algo; no se pierde todo. Viéndolos desde una manera superficial, trivial, banal, incluso, nos damos cuenta que los objetos tienen ciertos dialectismos, sueños, utopías, ilusiones. Están cargados de una cierta verdad, de una tradicionalidad que nosotros por medio de la contemplación debemos ser capaces de descifrar. Contemplación que no la concebimos, como sabemos, como un acto de puro placer, está marcada también por el sentimiento trágico, por el dolor que produce dar sentido a las cosas. Por la angustia y la desesperación de quienes vivimos en un contexto determinado por el quiebre y por la derrota. Esta hermenéutica benjaminiana es de ruptura, pasa por la catástrofe. El sufrimiento es la única causa de la conciencia, dice Dostoievski. Conciencia como conocimiento. Como única manera de conocer e interpretar el mundo.

IX.

Cuando transitamos por los márgenes de esta ciudad, las cosas que vemos, oímos y sentimos no son lo que aparentan. Se nos presentan en forma alegórica. La Plaza Echaurren, por ejemplo, para nosotros no es ese espacio grotesco y ruinoso que congrega a la gente del sector, solamente. Es un cúmulo de objetos muertos que nos dicen algo. Leemos alegóricamente este lugar como un cuerpo cuyas llagas reflejan la historia de una población que ha sufrido todas las asperezas que la humanidad destina para los más desposeídos. Pobreza, humillación, sufrimientos, no le son ajenos a este cuerpo porteño. No obstante estas inclemencias es posible notar también en este espectro humano vitalidad, alegría y optimismo. En este sentido, la plaza Echaurren representa una imagen ambivalente. De un lado, la destrucción y “decadencia inarrestable”, nos dice Benjamin; de otro, la esperanza depositada en la risa alegre y festiva.

Risa y llanto, abundancia y pobreza, día y noche, vida y muerte, representan no dicotomías irreconciliables en esta plaza pública porteña, sino la esencia misma del carnaval y por tanto del cuerpo grotesco que para nacer necesita forzosamente morir.

En este sentido, la plaza Echaurren representa también la imagen del umbral. Bajtín señala que esta figura del umbral se asocia “al motivo del encuentro, pero su principal complemento es el cronotopo de la crisis y la ruptura vital. La misma palabra ha adquirido en el lenguaje un sentido metafórico, y está asociada al momento de la ruptura en la vida, de la crisis, de la decisión que modifica la vida (o al de la falta de decisión, al miedo a atravesar el umbral)”. Aquí hay encuentros y desencuentros. Mueren mendigos y nacen otros. Surgen amores y también rupturas. Se llega borracho y se despierta sobrio. Interesa rescatar, por eso, la alegoría de la imagen plaza-cuerpo que materializa este espacio de encuentro y desencuentro social. Lugar que niega la figura del espacio cerrado, unívoco y totalizador. El espacio burgués del que habla Benjamin.

Pero la cultura popular no sólo se recrea en este margen urbano (la plaza pública) que viene a ser el último reducto de su cada vez más socavada existencia. En la plaza Echaurren también se crean los espacios necesarios de resistencia. En la medida que esta cosmovisión popular mantiene sus rasgos grotescos, construye a su vez estrategias de resistencia que le permiten seguir viviendo, actuando como cuerpo social y colectivo, como pueblo, unido al complejo sistema de la vecindad primitiva.

Pero este espacio nuclear del Puerto no se agota ahí. Homologa también todos los cuerpos de todos porteños que la visitan. El cuerpo desgastado de los viejos que dieron su vida en los muelles, el de los pescadores, el de la muchacha joven que pasa y sonríe, el cuerpo grotesco del borracho empedernido, el atlético de los delincuentes, el del lustrabotas que le falta una pierna, el cuerpo del detenido y del desaparecido. Pero por sobre todo el de la prostituta. El cuerpo de la puta refleja para nosotros, más que cualquier otro, la alegoría del cadáver ambivalente. El placer sexual teñido del dolor generado por la pobreza marginal de los bordes de esta ciudad tercermundista. “El tiempo de las ruinas se expresa en la fragmentación de lo real, y sólo el escucha, el intérprete, puede reinstaurar los sentidos de esos fragmentos, de esos elementos inertes y aislados, descifrando las ideas extremas y opuestas que albergan (…) En la ruina queda encerrada la prehistoria, la catástrofe y el secreto. El camino hacia el conocimiento, es entonces contemplar desde el fenecido, la reaparición de los significados que aprisiona un tiempo de cultura”. Y en otro texto, respecto a lo mismo, el pensador alemán señala: “Todo lo que la historia desde el principio tiene de intempestivo, de doloroso, de fallido, se plasma en un rostro; o, mejor dicho, en una calavera. Y, si bien es cierto que ésta carece de toda libertad ‘simbólica’ de expresión, de toda armonía formal clásica, de todo rasgo humano, sin embargo, en esta figura suya (la más sujeta a la naturaleza) se expresa plenamente y como enigma, no sólo la condición de existencia humana en general, sino también la historicidad biográfica de un individuo. Tal es el núcleo de la visión alegórica, de la exposición barroca y secular de la historia en cuanto historia de los padecimientos del mundo, el cual sólo es significativo en las fases de su decadencia”.

Estar en el Barrio Puerto y recorrer sus calles es entrar al Gran tiempo. Porque las ruinas nos remiten siempre a un pasado. Desde el estadio primitivo en que el hombre y las cosas participaban de una vecindad y armonía natural, hasta los años del esplendor bohemio, décadas atrás. En todo esto que ya no existe encontramos el sentido oculto que esta cultura popular aún conserva. Hay aquí todavía una esperanza que el sector turístico no alberga. Porque precisamente lo que guarda el fragmento, “transido de experiencias equidistantes, es la esperanza enmudecida (…) Las cosas yacen entre su derrota y el renacer, entre la caducidad y la eternidad, entre el olvido y la memoria que relampaguea”.

X.

En 1973, la efervescencia popular porteña sufrió un apagón repentino, un golpe en la vida tan fuerte, que desde ese momento no fue nunca más la misma. El carnaval popular de los años 60, esa fiesta y todo lo que ello implicó, quedaron reducidos a su mínima expresión, subrepticia, anecdótica incluso, y en el mejor de los casos, en el recuerdo intacto de los viejos. Ya no están muchos de sus protagonistas, y con ellos sus hábitos, sus visiones de mundo, sus creencias. Los lugares ya no son los lugares. El Barrio Puerto ya no es el mismo. La modernidad, pero por sobre todo la dictadura militar de Pinochet, les/nos arrebató lo que jamás pudo, puede ni podrá ofrecer. La confianza, la ternura, la amistad, la seguridad, la solidaridad, la vida en común, así como el amor y el respeto por los otros, el sexo libre y espontáneo, una pobreza digna, una alimentación sana y barata, el ejercicio del diálogo despreocupado y alegre. Sueños y esperanzas. En fin, todo ese mundo popular ya no está. Se fue. Hoy únicamente quedan sus ruinas. “Con la ruina la historia ha quedado reducida a una presencia perceptible en la escena. Y bajo esa forma la historia no se plasma como un proceso de vida eterna, sino como el de una decadencia inarrestable”.

El gobierno militar con su toque de queda, con sus ametralladoras, con sus bototos sitiando las calles, violando a las putas, lastimando a su gente, dividiéndola, terminó al cabo con la fiesta. Acabó, así, enemistosa, violenta y criminalmente con el carnaval popular. Mas, sabemos que desde ese dolor se abre una esperanza, una posibilidad para llenar de sentido nuestro presente. No todo es pérdida; hay siempre la posibilidad redentora. Las ruinas, entonces, no implican el pesimismo de lo cadavérico, sino la reconsideración crítica y positiva de nuestro tiempo pasado.

XI.
Por fin

Sin duda esta cultura popular y sobre todo la bohemia que en ella se generó ya no existe como antaño. Pero parafraseando a Benjamin otra vez, sostenemos que hay algo que les da valor y eso es su visibilidad. Aunque sea a su cadavérica figura. Las cosas se comienzan a hacer visibles cuando inician su retirada de la historia, transformándose en ruinas. “Se trata, más bien, de un efecto secundario de fuerzas productivas históricas seculares, que paulatinamente desplazaron a la narración del ámbito del habla, y que a la vez hacen sentir una nueva belleza en lo que se desvanece”.

Ahora, por otro lado, aunque nunca tan distante, si usamos esto a partir de lo que nosotros pudimos y estamos permanentemente percibiendo en los recovecos del Barrio Puerto, en sus bares, en sus prostíbulos, en su gente, vemos fragmentos de un pasado dorado, el de la bohemia porteña de los años 50, 60, hasta que el Golpe de Estado del 73 la aniquiló. Para nosotros está sólo presente como ruina, está destruida por el tiempo. Pero esta destrucción, esta muerte, las ha liberado de la represión histórica que las ha reprimido antes. Existe en los viejos, por ejemplo, una mirada melancólica de lo que se fue, pero también una dimensión que ofrece, en ese irse, algo nuevo. El sentido del Barrio Puerto, de su cultura y de su gente está marcado por la muerte. Por la ausencia de algo que estuvo y ya no está. Pero para nosotros aún está.

Lo que hay aquí son ruinas, es cierto, pero con estos retazos nos basta para reconstruir la historia popular porteña. Nos valimos de esos desechos que nos hablan de manera alegórica de algo que pese a no estar presente como antes, igual está porque se manifiesta en la memoria de los sujetos que la vivieron, en las acciones de sus herederos, en los objetos deteriorados que han impregnado el sentido vital que alguna vez tuvieron.

En el Barrio Puerto existen las condiciones que permiten la visibilidad de las ruinas de la bohemia porteña. El retiro que nunca acaba de concretarse por completo lo anuncian los viejos y las prostitutas; la música, la comida y la borrachera; el torrente de subjetividades y las cosas, los objetos muertos.

Lamentablemente sabemos que muchas veces el sistema acelera, e incluso intensifica, esta retirada a través de ciertos discursos capciosos. La urgente necesidad de modernizar Valparaíso así como el nombramiento patrimonial por parte de la UNESCO bien pueden ser entendidos como estos discursos que intentan borrar las huellas de un pasado que todavía nos habla. No obstante este cadáver aunque ruinoso todavía late. Dependerá sólo de nosotros descubrir las formas para que recobren su valor e impedir, así, que los poderes centrales aceleren su definitiva desaparición.

 




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"Cultura Popular Porteña o El cadáver de la Puta que aún late".
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Por Marco Chandía.