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Pablo Palacio, el centenario de un insólito

Por Miguel Antonio Chávez

 

Hasta para aquellos que alguna vez escucharon el nombre de Pablo Palacio (Loja 1906 -Guayaquil, 1947), aunque no hayan leído sus obras, resultaría insólito que alguien de quien Jorge Carrera Andrade y Benjamín Carrión aseveraron que su obra no tuvo parangón en la literatura ecuatoriana, no fuera reconocido sino hasta varias décadas después de su muerte.

Y digo insólito porque, tomando en cuenta que su obra, además del libro Un hombre muerto a puntapiés y una decena de relatos publicados en revistas, tiene solo dos novelas más: Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932).

A la luz de las injusticias del pasado, Pablo Palacio es hoy uno de los mayores innovadores de la literatura latinoamericana del s.XX, al romper no solo con el código lingüístico tradicional, sino también al quebrar las estructuras narrativas mismas, en particular las de las novelas realistas y románticas; parte del cánon de la época, que propugnaba la denuncia contra las injusticias sociales, sesgando así las temáticas literarias a la selva, el llano, la pampa, el indio o el cholo. A decir del crítico uruguayo Jorge Rufinelli, su literatura fue aislada e individualista porque estaba creada a partir de lo insólito.

Leonardo Candiano, citando en un ensayo suyo a T.W. Adorno, nos recuerda que la literatura debe mantenerse autónoma, para que no claudique ante el sistema. Los cambios sociales se llegan "a través de la lucha de clases y no desde la literatura". Por eso la ruptura contra las instituciones, Palacio las realiza siempre desde el texto, toma la realidad pero para negarla, para reírse de su lógica. No plantea soluciones. Una postura "adorniana" que según Candiano lo acompañará durante toda su obra, "aunque Adorno haya escrito su Teoría estética muchísimo tiempo después de que Palacio termine "Débora"".

Al mismo tiempo violenta la sintaxis, con la ruptura de la linealidad sintáctica. Escribe, deja lugares en blanco, utiliza mayúscula cuando se le ocurre, ni siquiera está regido por la gramática. Críticos como el chileno Nelson Osorio manifestaron que su obra está emparentada con la corriente vanguardista de latinoamericanos también considerados marginales de esa época, como Roberto Arlt, Macedonio Fernández, Julio Garmendia, Martín Adán, entre otros.

Palacio, de hecho, da muestras explícitas de su postura en pasajes de su obra. Veamos en Débora: "La novela realista engaña lastimosamente, abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da una continuidad imposible porque lo verídico, lo que se calla, no interesaría a nadie (…) Lo único honrado sería decir: estas son fantasias más o menos doradas para que puedas tragártelas con comodidad" (Las cursivas son mías).

Para darnos una idea de la forma de pensar de los contemporáneos de Palacio, cuenta el escritor norteamericano Paul Theroux, en su libro El viejo expreso de la Patagonia, que en su paso por Quito tuvo un encuentro, con Jorge Icaza y Alfredo Pareja Diezcanseco. Este último le comentó que como no encontraba nada interesante en la política estadounidense, los obras literarias de este país eran poco gratificantes. Theroux le advirtió que las buenas novelas estadounidenses se alejaban bastante de la política, pero Pareja añadió que para él las dos cosas -literatura y política- le parecían lo mismo. Y Theroux lo cuestionó: "¿No estará confundiendo el cazador con el zorro?".

Dicha mención de Theroux es extraída del blog de Leonardo Valencia, quien además tiene un prólogo titulado El síndrome de Falcón (incluido en las obras completas de Palacio que editó la UNESCO, 2000) que alude a "esa carga explícita o velada por querer o deber representar al país que los escritores ecuatorianos llevan o llevaban en los hombros, como el Falcón de carne y hueso que cargaba al escritor Joaquín Gallegos Lara". Valencia explica que se debe, antes que a un motivo literario, a un motivo político, en donde resalta un localismo y folklorismos mal entendidos, reduccionistas. Y que "volverá a aparecer cada vez que alguien homologue el mundo de la ficción con el mundo real. O mejor dicho: que se someta la ficción literaria a propósitos ajenos a ella".

Según este canon, no es difícil entender que un autor que apostó por personajes marginales, como el pederasta, el loco, el antropófago, el deforme, haya sido incomprendido en su momento. Al respecto, el también estudioso de la obra de Palacio, Wilfrido Corral cuestiona: "Si autores como Macedonio [Fernández] y sus intentos novelísticos son hoy canónicos por pura inflación crítica, ¿qué pasa cuando el autor y la obra son macedonianos pero de un país menor, donde no hay muchos ejemplos convencionalmente canónicos?" Corral asegura que Palacio es "un adelantado ante la tradición europea y norteamericana que tuvo influencia en los escritores hispanoamericanos (...) ostentó las exploraciones de la memoria (Proust), la virtuosidad linguística (Joyce); como (...) la lógica onírica (...) de Elliot y Kafka, escritores que estaban `en el aire´ a fines de los años veinte como él".

Hoy, a cien años de su nacimiento, no debemos hacer una reivindicación de su obra, en nombre de un patrioterismo o un manifiesto panfletario anacrónicos, porque sería caer en el mismo vicio en el que Palacio no quiso caer. Él, como secretario del Partido Socialista, y un abogado de gran posición en Quito, no fue el loco marginal que algunos quisieron imputarle como parte de su mitología. Si bien la sífilis le provocó una demencia durante los últimos años de su vida (se considera al cuento La luz lateral "profético", cuya trama gira en torno a un sifilítico, años antes que Palacio la contrajera), él fue un escritor sensible a los problemas de su época, y esa misma angustia, cinismo o perplejidad la refleja en sus personajes, a su manera. ¿No será, en ese aspecto, Andrés, de Vida del ahorcado, tan "real" como algunos de sus camaradas coetáneos?

Si Gallegos Lara, el pope de la literatura de los 30 y además líder socialista, calificó de "pirandellista" (más con sabor a insulto que a halago), de cosmopolitismo impostado, la propuesta artística de Palacio, no podemos negar esa gran influencia que tuvo de Luigi Pirandello, autor de la célebre Seis personajes en busca de un autor (1926), a quien se refería Gallegos Lara. Aquellos que se escandalizan ante las posturas radicales "localistas" y "cosmopolitas", que hoy sostienen algunos novelistas de nuestro país, pueden ver que la discusión es mucho más antigua.

 
 

 

 

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