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El jardín del Señor Bellatin


Por Mónica Drouilly Hurtado


En la propuesta narrativa de Mario Bellatin (México, 1960) sobresalen, desde mi perspectiva, tres elementos fundamentales: el predominio del fragmento, el descentramiento y la autonomía del lenguaje. Sus novelas cortas crean un universo ficcional que se sustenta en sí mismo, simulando situarse dentro de un contexto histórico cultural verosímil, reconocible, el que resulta, en términos estrictos, ser irreal. En este mundo se pasean personajes grotescos, deformes, (a veces) repulsivos, que tensionan, conflictúan la relación forma-fondo, centro-periferia, en relatos que tratan sobre relatos, en una escritura que tiene como leit-motiv la escritura.

Este juego se evidencia en sus novelas más recientes: Flores (Anagrama, 2004), Shiki Nagaoka: una nariz de ficción (Sudamericana, 2001) y El jardín de la Señora Murakami (Tusquets, 2000), donde las irónicas citas a la literatura japonesa y a la estética de las sombras son la excusa y el telón de fondo para reflexionar en torno a la otredad, al cuerpo, a la narración y a la venganza.

La narrativa de Bellatin recurre a lo tangencial y al fuera de foco, se descentra constantemente: hace creer al lector que expondrá lo motivos, las razones, los hechos que constituyen el corazón de cada historia, pero cambia la distancia y fija su atención en lo que pareciera ser el decorado. Así, Bellatin (hace como que) muestra y luego oculta. El lector es seducido por todo lo que no sabe y, posteriormente, es atrapado por la forma: una tela de araña a la que debe agarrarse para que lo vorágine y lo fragmentario del relato no lo bote.

En El jardín de la Señora Murakami asistimos a la construcción de un tiempo y un espacio deslocalizados: todo indica que la acción transcurre en Japón, pero no es así. El narrador juega al engaño, apela a las notas al pie de página para sustentar de un modo sutil y efectivo los cimientos de la supuesta verosimilitud del relato. Hasta el nombre del libro es engañoso: bajo el título en español, a modo de título en el idioma original, se lee 'Oto no-Murakami monogatari', texto de extraña gramática que juega con la confianza del lector en el autor, el que recurre al desconocimiento del idioma y la cultura japonesa para continuar cimentando su plataforma. ¿Un guiño a Genji monogatari (texto épico japonés, escrito por Shikubu Murasaki en el siglo XI, conocido en español como La Historia de Genji) o una señal más para recordarnos que éste es un juego en que se coexisten la verosimilitud y la verdad?

La exaltación de los mecanismos ya descritos y el poder de las imágenes fotográficas convergen en Shiki Nagaoka: una nariz de ficción, novela de cierto carácter histórico y biográfico que, desde el cuerpo, aborda la literatura y el trabajo (creador) del escritor. La autonomía del lenguaje y de la narración es abordada en este libro, del que extraigo un fragmento: "En sus años finales Nagaoka Shiki escribió un libro que para muchos es fundamental. Lamentablemente no está redactado en ninguna lengua conocida". Paralela a esta reflexión se encuentra otra: el cuerpo, el carácter material, lo tangible en contraposición y en diálogo con lo inmaterial de la palabra.

La exacerbación del fragmento y del carácter rizomático se encuentran en Flores, novela semejante a un abigarrado y espinoso ramillete, que presenta 35 relatos unidos por un hilo conductor: la mutilación.
Cuerpos mutilados, vidas mutiladas, narraciones mutiladas. Como si de podar flores se tratara, Bellatin extrae del relato lo que le impediría crecer. Las ausencias dejadas por el narrador se configuran como un enorme espacio para el lector, que se encuentra llamado a prestar atención para poder dar forma a este jardín, en donde cada flor germina a su tiempo, como si estuviese dominada por el azar. Es misión del lector identificar el carácter sincrónico de la obra en su totalidad, delineando los contornos cuando lo estime necesario.

 

 


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El jardín del Señor Bellatin.
Por Mónica Drouilly Hurtado.
Diciembre de 2004.