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La acción innovadora de Juan Luis Martínez

Manuel Espinoza Orellana
En "El Espíritu del Valle" (Santiago) Nº. 4-5 (1998)

 


A la aparición y reaparición de "LA NUEVA NOVELA" no correspondió en Chile una agitación crítica adecuada al nivel e interés que la obra debía provocar. La esencia ruptural de su textualidad constituía un reto de muy difícil asimilación para el comentario periodístico y aún para la crítica humanista mas conservadora. De tal modo que un trabajo analítico como "Señales de ruta" de los poetas Enrique Lihn y Pedro Lastra es lo mejor que se ha escrito en el país sobre el libro de Martínez, y es, quizá, un suelo pavimentario que debiera servir de base y estímulo para continuar enfocando esta obra inagotable. Si fue un poeta de la provincia de Valparaíso o de la quinta región como puede decirse hoy, su trabajo rompe todas las fronteras y adquiere la condición de situarse en el nivel genérico de la poesía, en tanto ella es definible como un proceso de lenguaje que entraña la búsqueda permanente de las posibilidades del signo.

Es verdad que nos hemos acostumbrado a ver en la poesía la expresión lúdica más que del signo del significado, relacionado con cierto trascendentalismo que obliga a sentir un ambiguo mensaje secreto que corre asociado a la sintaxis del discurso. Y no es un reproche, solo el reconocimiento de una tendencia cultivada al abrigo de ciertas influencias que se derivan de la cultura recibida. Y es por lo mismo que la vanguardia, a principios de siglo, demostró que a todo avance en el conocimiento correspondía una revisión de las creencias e ideas estéticas, haciendo de las tradiciones, no una regla limitante, sino una huella flexible de adaptaciones en el tiempo.

Lo que Martínez hace a través de su obra es corresponder al impulso renovador que la vanguardia había propuesto, llevando el sentido de la apertura a un punto de realizaciones fundamentadas en los avances de la lingüística que fundaba una duda vertical sobre el valor del signo como portador excluyente de significados absolutos. Hay un sentido de la obra, cuyo significado es relacionable con la organización de su textualidad, y ésta queda al arbitrio de una variedad de lecturas. Bien, en este predicamento la obra de Martínez está constituida por un conjunto de elementos cuya fragmentidad no encarna una alusividad trascendente, sino que concreta en su dispersión la posibilidad de un sistema de relaciones que el lenguaje dibuja transgrediendo los límites considerados naturales de la comunicación. Así hay un englobamiento temático cuya apariencia no es denotable, los signos se corresponden en la negación, conforman la duda, señalan el sentido arbitrario del silogismo, manifiestan el aporte lúdico de la lógica que, organizándose en sí misma, lleva a diversas respuestas, todas posibles y por lo mismo relativas. Es el despliegue de una cierta erudición que más que erudición es el juego del sofisma en todo lo que tiene de recurso retórico de acercamiento a la verdad, si bien ésta escapa siempre en tanto su esencia consiste en no ser más que un sueño que lleva a la utopía, y es como una liebre errando por distintos laberintos que lo humano difícilmente puede alcanzar. Estamos frente a un trabajo organizado para desorganizar el significado, para exponer la levedad de todo juicio, aun el de una crítica que pretendiera alcanzar un sentido imaginado de la obra transformando su marginalidad consciente en integración a una funcionalidad operante por explicaciones racionales. Es por contrario la resistencia del libro a una penetración racionalizada desde el punto de vista de las significaciones integrales, lo que hace de él un haz de proyecciones de atractiva luminosidad inacabable. Es el reto a la curiosidad poético - intelectual del lector cómplice, entre cortaziano que desdice de la pasividad de quien sólo quiere entretención sin esfuerzo, cultivo del ocio en la inanidad de su frontera.

Henos aquí con una textualidad destextualizada, presencia inmediata de un tiempo que se sustrae a su contemporaneidad, inscrito en un momento que podríamos traducir como espacio fechado de la cultura literaria, y que escapa, sin embargo, a la determinación de lo inmediato para trascender y hacerse perspectiva atemporal en su incitación a diversos lectores que no son el lector en general, dado el carácter de su universo referencial que en modo alguno significa constituir una monada utópica, pues no hay en él un segundo lenguaje a descubrir en el centro de su laberinto, como es el caso de algunas prestigiadas novelas actuales, como "El nombre de la rosa" o "El péndulo de Foucalt" o como cientos de lecturas muy cifradas de Borges. El libro de Martínez reclama la lectura de ciertos lectores debido al fasto erudito de su corpus, a la conjunción de elemntos contradictorios cuya cita copa una gran extensión referencial, y esto señala en el autor la tendencia a mostrar lo imposible de un juego acostumbrado a interpretaciones. Su textualidad es lo escueto en el más difícil nivel de nominaciones, es el ludismo de lo horizontal que ya de sí es una compleja complementación de partes que se atraen y se repelen en un constante devenir. Es un trabajo de la mente, de la memoria en acto poniendo en juego el residual de una historia humana de objetos culturales llevados a una descontextualización desgajados del tiempo y del espacio en tanto nociones categoriales que ilustran el devenir sin acreditar el sentido de todo acto. No hay aquí una ideología implícita, pero hay un creer del autor basado en el desencanto: la poesía no alienta un conjunto de significados, sólo es un proceso de lenguaje cuya autoría individual se inserta en la historia del lenguaje universal. Hay un cúmulo de influencias, de formas cuyos fragmentos recurrentes activan la memoria, están, han sido proyectados, elaborados, y reelaborados desde distintos ángulos, han pasado por las épocas de lo humano y han conformado las imágenes del universo y del mundo vitalizando paradigmas que la historia no ha podido mantener en su integridad, poniendo en evidencia las mitologías de lo eterno.

La fábula de lo humano es muy reducida para el milenario lenguaje que la ha venido reiterando, entonces, de qué verdad es posible hablar, qué término es la palabra realidad, qué camino es el camino si la huella es borrada históricamente por miles y miles de explicaciones y todas parecen llevar al abismo. Hay lo que es y no es, lo que aparece y desaparece, lo que se pierde en una calle, en una casa, lo que siendo objetivo se borra en su universalidad. He allí la fragmentidad en el drama de sus posibles ludismos, componentes analógicos, complementos contradictorios de una imagen despedazada, abierta, sin un norte preciso, y una autoría borrada conscientemente, no hay un sí mismo de la poesía porque no hay un sí mismo individual, sólo el lenguaje autoconvocándose, proyectando una ficción de lo humano, condensación energética que fluye automaterializando una ilusión.

Pero esto es un juego, la exposición del recurso ilimitado del lenguaje para volverse contra sí mismo y eliminarse como instrumento para florecer como intención lúdica, reconociendo en esta tendencia la confirmación de toda arbitrariedad, incluso la de no ser, es decir, que el signo es una lámina de dos caras inseparables, y el significado es o no es lo que lo humano se atribuye a sí mismo, lo que otorga al nominar, asumiendo la calidad de creador a la vez que recreador de todo lo que existe. Si el sí mismo no es más que la invención del querer ser, si todo es devenir, si el tiempo es aquello que se va llevándonos consigo, si Nietzche tenía razón al expresar que el ser no existe, sino el siendo, sería justo pensar que toda escritura es también forma de la mudez y que la poesía es una quimera, visibilidad que no hiere la piel de lo existente, pues su intencionalidad no es tendencia de tocar las cosas, sino mostrar la fragmentidad de su apariencia.

He aquí una textualidad dividida, forma de una recomplementación de los contrarios y formulación de la variedad de su posibles. El signo abierto, separado del significado, de lo que podría ser una carga semántica conjurada por el lector e impuesta arbitrariamente por cierta necesidad de trascendencia social o metafísica. Los signos son astros apagados que se complacen en conformar un firmamento librado al arbitrio de un espectador ciego. He allí una reiteración ilimitada de posibles enfoques en la niebla de una mirada que se alimenta de cierta memoria sutil, algo hay para poner y algo que se niega y es el vacío del lenguaje que, en sí mismo, es decir, en el detenimiento de su pura nomenclatura sintáctica y gramatical ha develado la in-significancia del mundo ante lo humano. Lo humano es el lenguaje que impone una taxonomía, clasificación de lo disperso en su variedad, en lo exterior de su apariencia, y el poema juega a tocar en su nominación el espacio de nada entre la negación y la afirmación, aquella que al pretender definir la diferencia realiza una suposición meramente subjetiva.

Martínez propone un juego, pero no es el juego de una búsqueda de significado, sino de los términos analógicos que hacen virtuales las comparaciones sin establecer la verdad de lo real ni su irrealidad, sólo pretende que hay un ludismo de las apariencias proyectándose en la horizontalidad de las imágenes, fulgor de luces en la máscara. Si hay un pensar científico que pueda avalar el conocimiento de las cosas del mundo y del universo, ¿en qué momento se detiene para constituirse en absoluto? La ciencia misma con su acción establece que no hay absoluto, sólo acción del conocimiento ratificándose, rectificándose, descomponiéndose y rehaciéndose a sí mismo constantemente, avanza a través de lo desechado y se reformula manifestando así que toda certeza es precaria y toda verdad una ilusión momentánea.

He aquí un libro de Martínez, exposición del drama de lo real-irreal, libro que es muchos libros, continuidad de un lenguaje universal que se hace deshaciéndose, nominando el vacío en que la objetividad se fragmenta y reunifica, es el esfuerzo mallarmeano por mostrar el signo desencializado de su poder atributivo, desnudo, delgada lámina transparente a cuyo través se trasluce la nada, el silencio. Es una propuesta, un juego, modo de "torcer el cuello al cisne" de una ciega creencia en el significado y de paso hacer de la utopía un proyecto anacrónico. Puede ser, pero también es la aventura renovada de la poesía proyectándose en los sueños de una voluntad de recreación. Todo sueño es añoranza y, por lo mismo, reflejo de una carencia que el lenguaje formula y cubre con el humo de sus proposiciones. "La nueva novela" es la proyección de una mirada que no desea traspasar las superficies, porque no hay una interioridad secreta vedada al espectador, éste tiene ante sí un circuito de relaciones en permanente desplazamiento, y es la complejidad de lo exterior lo que hiere el interés del arte y da posibilidad a su eficacia estética. Así surge el juego de las analogías, el acercamiento - alejamiento de las sustentaciones, la luminosidad de las correspondencias baudelerianas, en fin, la aventura de construir - desconstruir realidades cuyas multiplicidad se proporciona con las inagotables variaciones del lenguaje.

Tenemos una retórica actualizada por Martínez, abierta a una infinidad de recursos poetizables más allá de toda inclinación referencial. Si la poesía puede ser concebida de muchas maneras, la de Martínez se deposita en el centro de una duda inevitable acerca de la función estética de la significación. Entre el lenguaje de la comunicación cotidiana y el lenguaje del arte hay un matiz esencial que reclama para la poesía la necesidad de una constante transmutación, y ésta no es una búsqueda de certezas interiores, sino de reconstrucción de sentidos, de jugar con una semántica de lo concreto, artificio de una objetividad que, en tanto producción subjetiva, otorga la posibilidad de una constante reformulación. Jugamos con los sentidos y con los significados, desracionalizamos la lógica formal por inconsecuente con un mundo en permanente movimiento y descubrimos el signo en su levedad sustancial. Con las palabras podemos hacer muchas cosas, intronizar la injusticia, describir un mundo feliz, hacer de los sueños posibles realidades por las que luchar, creer en universos distintos, paradisiacos, en formas de existencia edénicas, pero al fin nos damos cuenta de que esas burbujas de aire contaminado se deshacen en un espacio plagado de contradicciones, y los seres humanos se pierden en la humareda de sus propios signos. Martínez nos muestra que el poeta puede jugar con los signos, reordenarlos, ser un "bricoleur", hacedor de universos poéticos en que la realidad puede ser su propia irrealidad. Las sombras de su trabajo hacen más nítidas las transparencias y por ellas el signo revela la incoherencia constante de sus designaciones.



 

 

 


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La acción innovadora de Juan Luis Martínez.
Por Manuel Espinoza Orellana.
Fuente: "El Espíritu del Valle", Santiago Nº 4-5
1998.