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Impresiones de Estados Unidos

 

Gabriela Mistral

Para los que no conocen este adjetivo aplicado a una escuela literaria, doy la explicación que a los demás sobra.

Entre los hijos legítimos y espurios que le han nacido al modernismo está la escuela estridente. Odia estas cosas y va contra ellas: la frase melódica, la arquitectura de la palabra en estrofa, el ritmo, la bucólica, el romanticismo. Pretende traducir el sonido del siglo, la coloración del siglo y así sus poetas buscan imitar el silbato de los trenes y el chirrido de la usina. Tiene la fobia del matiz y busca los colores crudos: el azul prusia, el rojo sangre, el verde del papagayo, (que es un verde magnífico) quiere que una poesía suya leída en un aposento dé al infeliz lector la trepidación de Broadway por ejemplo.

A pesar de mi pésimo oído rítmico y de mi ignorancia del color, yo no amo la escuela y la lectura de sus poetas sólo me quita el mal humor como el mejor salto de un clown. Pero yo recurro a ella para explicar mi impresión primera de New York.

De igual modo que como la poesía estridente, en la ciudad terrible y espléndida como un monstruo marino, me pareció el mismo horror del silencio y de los aspectos dulces de la materia; la misma búsqueda feliz de lo desmesurado; la misma ausencia de sentidos finos; el mismo encuentro con otros sentidos más fuertes o más brutales que buscan la emoción con golpes de maza.

He de creer un poco a mis propios instrumentos: mi cuerpo recibió la impresión de New York. Fue una destrizadura de mis ojos y de mis oídos. Como todo organismo poderoso, como los monstruos, coge y domina. Por sus calles yo me perdí a mí misma; entré en la rueda y no tuve más voluntad sino cuando me liberó el mar. A los místicos de la fuerza les es grata esta impresión parecida al juego salvaje del mar con el mal nadador; a los que tenemos esta forma sutil de soberbia: la de aislar el yo un poco, lo poco que es posible en la red horrible del mundo, nos deja esa dominación un poco humillados. Y yo tengo este rencor con la ciudad enorme del millón de tentáculos: que no me dejó nada para mí en varios días; que me incorporó en su mole articulada y me arrebató la conciencia.

Yo la miro ahora y la puedo juzgar un poco.
Aquella sicología de las multitudes, tan en boga entre los que creen en la Sicología, es aplicable no a una muchedumbre neoyorkina sino a toda la vida suya: se vive en colectivo -el rascacielos es la forma más horrible y más perfecta de colectivismo- se juzga en colectivo, se tiene el gusto colectivo para vestir, para comer, creo que hasta para cantar. Es un coro inmenso de las conciencias, del paso con que se camina, de la ayuda social, se oye aplicar a las cosas el mismo adjetivo; se muda el traje el mismo día al cambiar la estación; se piensa el mismo día en Washington o en Lincoln. Y el que entra rebelde en el cerco es cogido con rabia primero; se rinde poco después, la tensión lo cansa o lo destroza; al final siente cierto alivio en abandonarse y entra en el cauce y fluye con el caudal hasta con cierta dicha.

Tal vez no haya otro lugar del mundo donde el individualismo padezca más y sea más raro y heroico. Como diré después, este eclipse de lo individual tiene aspectos admirables y aspectos feos y francamente inferiores. Con este colectivismo se ha hecho una gran nación; pero una gran nación diferente de lo que ha sido eso en el pasado; porque el pasado admitió siempre en su seno los granos de la sal salvadora del individualismo.

Pasemos a la estridencia material. Tres cosas horribles tiene New York: el subway o ferrocarril subterráneo, el ferrocarril aéreo y la que llamaríamos ley del caminar.

Los norteamericanos dicen que el subway les es odioso no por el estruendo, que ya es música para ellos, sino por la brutalidad que crea en las gentes. A la hora en que los almacenes se vacían y los millones de empleados van a comer consultando la hora que tienen para ello pasa algo semejante al salvamento dentro de un teatro cuando viene un cataclismo. Aquella gente no se atropella, se lincha. No se trata de ver al príncipe de Gales ni de mirar un regimiento de vuelta de la guerra; se trata de no perder diez minutos y se entra al subway con una violencia sin nombre y se cae sobre el primer asiento. No hay modo de distinguir entre los que pisotean y tumban al rico del trabajador ni a la mujer del que boxea: todos empujan como en el momento de tomar el bote salvavidas.

Confieso que no hay en estas palabras rencor por mis magulladuras; mi odio del subway es el de su horrible trepidación y el de su chirrido que despedaza los sesos. Yo no interpreto ahora el infierno en fuego sino en subway y no lo quiero para mí ni para mi prójimo.

Esto hace, me decía el norteamericano, lo que llaman la brutalidad del hombre yanqui, lo peor es que la adquiere el niño y que sus tres horas matinales de serenidad en la escuela, se le rompen en estos diez minutos brutales.

El ferrocarril subterráneo de París me dice otro informante es otra cosa.


1924.

 

 

 

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