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FRUTOS QUE NOS RECONOCEN.
PRIMERA LECTURA DE NARANJAS DE MEDIANOCHE,
DE MARÍA INÉS ZALDÍVAR

ROBERTO ONELL H.
ronell@uc.cl
Pontificia Universidad Católica de Chile

Publicado en Taller de letras Nº 40, junio 2007. Santiago, Facultad de letras. Pontificia Universidad Católica de Chile.



Dice y debe decir "primera lectura" porque, a pesar de que ya varias veces acometí el libro completo, aún estoy bajo el primer influjo. Si bien desbrozando esa entrega de primores, las demás lecturas no han hecho sino confirmar los hallazgos iniciales. Mientras, ayer y hoy, cuando vemos despuntar versos furibundos, fracturas sintácticas y no poéticas, la corrección política del insulto por sí solo, el hermetismo como coartada de la falta de oficio, el oficio como coartada de la falta de vida, los oidores de poesía tenemos un buen pretexto para seguir: debemos dar con la poesía. Si se trata de imaginar un combate, no importa que venzan los unos y que sean derrotados los otros: la poesía debe ser la soberana. Pero sus partidarios, sabedores por experiencia que ella no puede caber en el siempre breve espacio de un libro, queremos encontrarla escrita otra vez: memoria o deseo, desde ahí nos ha hablado tantas veces. Queremos dar con alguien, disfrazado de lo que pueda, o que cargue con la máscara de la desnudez, pero que reconozca y se someta a su majestad. Así, cuando leer es buscar, la intención se hace intuición; si en verdad queremos oír otra voz, y no la propia diciendo cosas diferentes, es bueno dejarnos guiar. No sé si afortunada o providencialmente, María Inés Zaldívar sí quiere oír, y sus poemas me han dado algo de ello: otro sabor en el sabor de la poesía; más que en sus poemarios anteriores, aquí, en Naranjas de medianoche (1). Y quiero mostrarlo, comentando unos más que otros, en un recorrido por todos los poemas de este libro.

Ateniéndome a la disposición del volumen, la portada muestra el título enmarcado en el emblema del naranjo de Andrea Alciato, el humanista italiano del siglo XVI. ¿De qué se trata esto? Tal vez las naranjas de María Inés viajaron quinientos años por el anillo de la tierra, cantos brotados y rodados desde aquel emblema; yo no sé. En el anillo del tiempo, puede ser. Lo seguro es que se establece la realidad de un linaje que las une y abarca. Ya hablemos de prefiguración o hipograma, la correspondencia entre esas y estas naranjas está asentada como precedente. Pero, ¿por qué "de medianoche"? ¿Son los frutos de ese clímax temporal, cuando todo es ahora y solo ahora? Es imposible sustraerse al contraste entre la claridad de la naranja y la oscuridad de ese instante. ¿Entraremos acaso a una revelación nocturna, como querían, y a menudo podían, los románticos? ¿Por qué no la sola flor del azahar sino más bien el fruto? Adonde sea, hay que hacer ingreso. Y la antesala es una sentencia de Baltasar Gracián: "La naranja exprimida cae del oro al lodo", que activa dualidades como alto-bajo, cielo-tierra, acá-allá, claro-oscuro, natural-artificial, entre otras; todas, claves de lectura que quizás nos ayuden a abrir mundos, a abrir estas naranjas. Por lo pronto, el conocido énfasis moral del jesuita español reposa aquí bajo un tenue velo metafórico; todo lo cual no hace sino conjugar una expectativa múltiple. En buenas cuentas, el libro que tenemos en la mano, ¿es el naranjo o los ojos?, ¿es la mano o la boca?, ¿es el lodo o la noche? ¿Todas las anteriores?

Una primera sección, "En tierra", nos afirma los pies para acompañar algunas naranjas. El primer poema, "Sentarse, tomar el lápiz, escribir", comienza enumerando una mezcla de ejercicios corporales y mentales en pos del acto de escribir; hasta desembocar, la primera estrofa, en una ruptura que puede oírse: "trizar la sal de las articulaciones". Por eso la segunda estrofa, que continúa la enumeración, refiere una vuelta a la permanencia ósea y al silencio bucal, regreso al origen, para así reanudar la percepción sensorial, y solo entonces "delinear algunas borrosas siluetas conocidas". Toda la vacilación de este proceso, intensificada por el final estrófico, se estabiliza luego en una escena que combina extrañeza y familiaridad, aventura impredecible; tránsito y entrada para dormir y despertar en "el veneno que trae el nuevo día". Si este fuera el final del poema, habría que concluir que la escritura poética es el alivio propio de un antídoto natural auto-administrado. Pero falta una estrofa, un verso: "Amanecer como un dedo índice saliendo de la tierra". Despunte, emergencia: parto. En la medida en que podrá referir a sí mismo y a otros, ya que es una indicación, el oficio de la escritura es principio de identidad. Podemos hasta especular: el hablante es un maestro de taller, y este poema, la instrucción para escribir, precedido por un "hay que" tácito y anafórico. En cualquier caso, en este inventario del quehacer primerizo y cotidiano, el estilo literario es un estilo de vida; ars poetica que se justifica como ars vivendi. Sanación mayor, escribir es nacer.

Antes de parar en otro poema, diré algo sobre los que siguen al primero. Entrada en materia, "Mampara" menciona el lazo irreversible con el ayer, activado al querer dar un paso evolutivo; ayer que es pasado individual e historia de la especie humana. Por "Pequeña ventana al norte", en diálogo con versos de Diana Bellessi, vemos la tenacidad de lo vivo a pesar del encierro de la existencia. Cárcel semejante a la de Miguel Hernández: "Por un huerto de bocas/ futuras y doradas/ relumbrará mi sombra"(2), dice el recluso oriolano; "Rebelde corazón que se niega a morir", corea Zaldívar. "Jarabe de luz" es una oda al ámbar, revelación curativa de la propia verdad; "La zarzamora", una enigmática metamorfosis del yo. "Flores a porfía", reescritura menos adjetivada de "Con flores a porfía", de Ojos que no ven, insiste en el intertexto de la liturgia mariana, como principio de identidad femenina en procura de un ideal no realizado. El poema "Si pudiera darle nombre de fruta" juega con la fecundación terrestre y corporal, hasta fundirlas y dar reposo al yo; en tanto "Hormigas", escena de perfil planetario, identifica letras sobre el papel y una fila de hormigas. En "Migas de pan", está el contraste de humanidad y tiempo, constatado en una cama. "Agosto", ocho versos y ocho estrofas, balbucea un recuerdo como reconocimiento. "Si fuera flor" es la imaginería dolorosa de un nacimiento que acabará en muerte, y todo, en el mes que sigue a agosto. "Rosa Espinosa" canta la flor, que enseguida se trueca en una mujer que vive y muere, llamada Rosa Espinoza.

Y recalo ahora en "Mariposas/Cazadora". En apariencia, son dos poemas dispuestos en paralelo en la misma carilla: bajo los títulos "Mariposas" y "Cazadora" hay dos composiciones respectivas que pueden leerse por separado. Pero no conviene. Me explico. "Mariposas", ligera variación de "Mariposas amarillas", de Ojos que no ven, es el conjunto de las consecuencias de unas mariposas en unas manos; las mariposas son aquí ausencia y huellas. "Cazadora" es el recuento de las mariposas salidas de una boca; la cazadora es aquí ausencia y huellas. Cierto: por separado, son poemas muy sugerentes; pero, en verdad, son anverso y reverso recíprocos. En "Mariposas", vemos a la cazadora, tanto como vemos que no vemos las mariposas; en "Cazadora", vemos las mariposas, tanto como vemos que no vemos a la cazadora. Ocurre que estas piezas, al iluminar vacíos correspondientes entre sí, al designar contigüidades, se deben la una a la otra; en lo profundo, se necesitan. No obstante, para quienes vinimos con la intención de ver de veras, ya las ausencias son otro modo de presencia: las mariposas son la cazadora y la cazadora es mariposas. De ahí que la mayor conveniencia esté en leer cada línea de la página sin respetar las dos columnas evidentes; leer totalmente de izquierda a derecha, acatando solamente la unidad del conjunto. Aunque suene raro. En definitiva, cada parte de este conjunto es orlada de una alteridad que la sobrepasa y la completa; sin que el todo se cierre, porque un buen poema no es un rompecabezas. Y este poema, siendo doble, es un solo reflejo mágico de sí mismo.

Dos poemas antes de detenerme de nuevo. "Visita", con epígrafe de Gesualdo Bufalino, propone una renovación cotidiana de la vida, al modo de flores repartidas por un desconocido; mientras, con epígrafe de Violeta Parra, "Bolsa de alcachofas" parodia al vendedor callejero para lamentar la utilización de estas flores. Y viene "Naranjas en la noche". Primera estrofa: a la hora del té, del naranjo caen naranjas que suenan hueco "contra el suelo [de] la terracita". ¿Cayeron de maduras? ¿Quieren sazonar la infusión? Instante de presagios, caen la noche y las naranjas. Segunda estrofa: se percibe el ruido, "el golpe", en singular, dentro de la casa: la familia se estremece en la cama, como si estuviera encerrada en la tumba para un entierro; momento del clímax. Aparte: ¿por cuánto tiempo la sola expresión "el golpe" seguirá estremeciendo al lector, al oyente o al hablante chileno, como ocurre con esta familia removida en el lecho? El tiempo, ¿dirá? Habrá que ver. Y sigo. Una última estrofa de verso único: "Son naranjas de medianoche, esas que sangran al amanecer". La narración no se cierra; esto no es un relato. O, en otras palabras, el desenlace es diferido e inscrito en una saga mayor: la sociedad que insiste en soslayar a la naturaleza portadora de mensajes. Al sangrar, lo vegetal se acerca a nuestra animalidad; pero al sangrar gratuitamente, abierto por el rayo del alba, comparte nuestra humanidad. Quedamos hermanados. El temple estoico de la voz hablante acentúa el drama de esta historia: de espaldas al don de la tierra, el frívolo encierro mundano solo puede sonar hueco.

El siguiente poema, "Manzanas", nos cambia de frutos. Bajo unas líneas de Ad Reinhardt sobre Cézanne, y desde un primer verso coloreado con la inolvidable "Fiesta" de Joan Manuel Serrat, el yo se desata en un regodeo festivo y finalmente dionisíaco, ¿como una Blancanieves Eva?, al querer morder la manzana de la belleza y la felicidad: una Blancanieves Eva. Sigue el poema "Sueño/Pesadilla", que plantea un paralelismo semejante al de "Mariposas/Cazadora". La primera diferencia, aparte de que "Sueño" es una leve variación de "Sueño del durazno", de Ojos que no ven, es la correspondencia directa entre título y texto nominado: "Sueño" trata de un sueño, y "Pesadilla", de una pesadilla. Entonces, ¿por qué disponerlos juntos? La respuesta, como siempre, debe ser inducida por la lectura, que acá también conviene desplegar haciendo caso omiso de las columnas. El resultado, el mío, es una mezcla, rara una vez más, de suavidad y aspereza, de un encuentro que es acogida e invasión a la vez, de cobijo y asfixia respectivos: la blancura de la pera y la negrura del maqui. Sueño y pesadilla, desde luego, pero como una visión y un delirio ejecutados en clave de tacto. Tan táctil, todo. Y algo más: hay un verso que queda como colgando al lado de "Pesadilla", poema poco más extenso que "Sueño", y que sugiere que el texto de la derecha abarca al de la izquierda. En breve: que el mal sueño comprende el bueno, que el sueño puede morir o anidar en la pesadilla. Y la respuesta, como en todo buen poema, es dada por el poema mismo(3).

Cuatro composiciones cierran esta primera sección. "Comer de esa tuna", con un áspero epígrafe de Gabriela Mistral sobre el cactus, iguala el silencio y la tuna en una deglución detallada y dolorosa como hazaña. El alejandrino final, estrofa única, reitera un expediente: el desenlace no narrativo sino lógico, como conclusión que completa el proceso reflexivo. Dice: "A veces el silencio sabe a vidrio molido"... ¿No es un buen poema por sí solo? Después, en "Mahíz" es el choclo mismo el hablante; tras hacer advertencias sobre su consumo y entregar un colorido repaso de sus ancestros americanos, aconseja: "Si quieren comer,/ a sembrar los dientes", con voz de mando. Entre juego y broma, asoma aquí la noción de reciprocidad del culto pre-colombino asociado al fruto de la gramínea: entregar vidas para poder recibirlas. Una reciprocidad natural, del tipo "Al que quiere celeste, que le cueste"; dar para recibir. El poema "Cáscara de sandía" es un objeto en una playa sola, un vestigio de amor, ojos que recuerdan: un resto de naufragio en tierra firme, o más o menos firme. "Ortiga", una oda a "la reina de la clorofila", a "la bella andrógina", finalmente traduce el daño de sangre que hace esta planta como un tributo, a ver si así la olvidadiza humanidad ha de recordar su primera naturaleza. De este modo termina "En tierra". Estos son los frutos dispuestos en este suelo quieto que sin embargo se mueve. Que así es la tierra. Estas, las naranjas plurales que en las manos y ojos se nos hacen texturas, miradas, memoria, saliva y respiración: una voz que descansa y aguarda lo por venir.

La segunda parte, "Rodando", se entiende entonces como puesta en marcha, literal continuación, y el primer título, "Paseo entre los árboles", se oye con toda naturalidad. Los versos de Alberto Rubio del epígrafe bosquejan una escena que la voz de María Inés dibuja y colorea: hombre y árboles se confunden, y no tenemos certeza de quiénes son los que hablan de esa amenaza final. Enseguida, "A la mar fui por naranjas" es una canción que podría perfectamente venir de un personaje de García Lorca, y no solo porque cante la esperanza de amor y huela a azahares, que estas naranjas son las de María Inés; ni tan solo porque el octosílabo se le arromance; todas estas, señas todavía exteriores. Más cerca de Diván del Tamarit que del Romancero gitano, este poema desenvuelve un canto de claridad habitada por el enigma: el sentir en correspondencia con la naturaleza, la proyección del yo en elementos que palpitan, la voz en alto de una mujer que ama. "Medusa en Lisboa" es un cortometraje; poema en cinco partes, relata el hallazgo y el encuentro erótico de la medusa hablante con un hombre, por suerte ni como Nadja ni como la Maga, en un crescendo patético que alterna ambas voces. Después, "Naranjo de Alciato", que en el índice aparece como "Emblema Naranja", ostenta la figura aludida y el terceto del autor, llamado "El naranjo", bajo lo cual María Inés plantó dos dísticos de su propia cosecha. La autora suscribe el saboreo de dulce y amargo que Alciato describe en el amor de Venus, pero además ofrece un diálogo con el humanista en términos de la visualidad del fruto.

Si nadie compartiera lo que he expuesto, el poema "¿Cómo se dice saudade?" es indiscutiblemente antológico. El epígrafe de Fernando Pessoa, "¿De qué color es sentir?", es el tono que armoniza el cuerpo del poema. Son seis estrofas métricamente irregulares, las cinco primeras de cuatro versos, y la última de dos, y todas planteadas como preguntas iniciadas con "¿Cómo se dice…?"; anáfora que afirma la conciencia de la diferencia entre realidad y palabra, entre experiencia y lenguaje. Preguntas que responden al preguntar. Parte: "¿Cómo se dice encuentro/ en una nube celeste de satén […]?". Y continúa preguntando por el camino donde el viajero se devuelve, y luego por el hambre, la sed, el adiós y... Es un decrescendo de la experiencia que se transforma en un crescendo del lenguaje. Comenzamos oyendo una voz elocuente al preguntar y terminamos percibiendo la intromisión del silencio, tenso ámbito de expresividad; la intensidad de lo vivido se hace intensidad de lo dicho: los versos se acortan. En la primera línea de la cuarta estrofa, la resonancia se vuelve incluso rima, cuya acentuación aguda hará más abruptas las separaciones: de quienes se despiden, de realidad y palabra, de palabra y silencio. Por eso la respiración de Pessoa nos da y nos quita aliento. Y tras averiguar el modo de decir adiós: "¿Cómo se dice tristeza verde/ en portugués?". ¿Qué se nos comunica? ¿Que de pronto no queda sino recurrir a otro idioma, haciendo del propio una ausencia? ¿Sola saudade? ¿Cómo se dice este poema? Yo pienso en la incomunicabilidad de la experiencia...

Cuatro poemas terminan "Rodando". "Primavera en Rosario" da vida a un conjunto de mujeres en la estación de buses de esa ciudad, donde ellas, desinteresadas de su entorno, mutan en parcas y arañas para conformar un insectario de pequeñas bestias. ¿O acaso estas mujeres son también cuentas de un rosario? Habrá que ver. "Réquiem porteño", con un bello epígrafe de Ida Vitale sobre la nostalgia, entre otras cosas lamenta la zozobra urbana, los espejismos del progreso medidos en soledad fúnebre: la muerte en vida del ser citadino. "La esquina del monasterio" describe el quehacer de las religiosas como instancia de belleza y compasión. Si Neruda sentía un "rodeo constante" como "lilas alrededor del convento"(4), donde la determinación humana es cercada por la acción vegetal, Zaldívar ve en el interior "un manojo de girasoles respirantes" que se vuelven al "dolor de los humanos": recinto que da señales de humanidad a la solitaria multitud urbana. Y después tenemos el cierre: "El portón", amenazante juego de lejanía y cercanía de un pórtico "que espera paciente y cerrado/ al final del camino". En definitiva, "Rodando" es esa puesta en marcha de los frutos anteriores. La voz se hace plural; se disfraza, se turna, se calla. Pero mantiene el diálogo de fondo, entrevisto, entreoído, en la primera parte: con otros autores y, sobre todo, con la realidad que la interpela. No hay espacio aquí para averiguar relaciones puntuales, y tampoco es tiempo: esta es solo primera lectura. Así termina la disposición de Naranjas de medianoche. No Naranjas de medianoche.

En síntesis, "En tierra" comienza sentando la vida como ejercicio de escritura, para subrayar la gravitación del pasado y la tenacidad vital. Entonces, planteamientos como el potencial de realización del yo, la humana tensión fecundidad-esterilidad, la confirmación de la letra, memoria e imaginación cruzadas por el deseo, la dignidad de la mujer, la paradoja presencia-ausencia, la correspondencia sueño-pesadilla, la conjugación palabra-silencio, el recuerdo como rescate, entre otros, se aúnan en la gozosa reciprocidad con lo natural como belleza y recuperación de la humanidad profunda. En bosques, mar y naranjas, "Rodando" propone la correspondencia entre lo humano y lo natural hacia la identificación de resonancia mítica en la figura de la medusa, que deriva, hacia un lado, en la ausencia como saudade y como soledad urbana, y hacia otro, en grupos de mujeres como pequeño bestiario y como ramo de girasoles. Nota común del libro es la insistencia en que lo humano puede comprenderse a sí mismo en un cierto regreso a lo natural; ciertamente, no en la renuncia ecológica ni en el turismo aventura. Si la suya es la apuesta por la conciencia que se auto-comprende en un mundo habitado, esta voz hablante revela la zozobra moderna: la inherente incapacidad de nuestra época de fundar un sentido que trascienda dominaciones y funcionalidades. Aun al celebrar el deleite inconsciente, el alegre abandono, el mayor afán de María Inés Zaldívar es vislumbrar un mundo no solo útil sino también, y sobre todo, dotado de un sentido que pueda compartirse.

Si en Artes y oficios la autora nos mostró sus principales inquietudes: "Permíteme/ construirte un/ alma entre mis/ piernas!", se oye en "¡Ay mi amado violador!", Ojos que no ven constituyó una tentativa de registro más amplio, como la matizada modulación de "Silabario hispanoamericano": "Huesos florecidos que nos esperan bajo la/ tierra con paciencia infinita"). De este último, Gwen Kirkpatrick postula algo extensivo a todo este trabajo poético, incluyendo su punto más alto que es Naranjas de medianoche: atenta a las pasiones sumergidas, la poética de Zaldívar es continuidad amorosa, más que afán de ruptura. Énfasis en la permanencia antes que en la escisión de la experiencia del mundo; sin hurtarse al conflicto, su preocupación es alumbrar lo duradero. Ni sola emotividad, ni el medio camino poético de un programa, intransitable por anquilosado. Distinciones como cielo-tierra, claridad-oscuridad, naturaleza-sociedad, son polos de tensión entre los cuales atisbamos la complejidad de la experiencia cantada; nos abren el mundo en la naranja que es el poema. Y, agridulce la mirada, fructíferos, volvemos a nuestro mundo. Por eso María Inés nos ofrece naranjas antes que flores de azahar: la nupcialidad ya es fecundidad, apertura genésica. Bueno es, entonces, verlas en el follaje de Alciato, y a este convertido, cómo no, en nuestros ojos y manos y bocas y lodos y noches: el reconocimiento de un linaje da espesor significativo a esta nueva figuración. Familia que retoña, pletórica de zumos. Como de nuevo... Tras probarlo, sé que comeréis de nuevo del fruto de este árbol.

 

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NOTAS

(1) Los libros de poemas de María Inés Zaldívar son: Artes y oficios (Santiago: RIL, 1996), Ojos que no ven (Santiago: RIL, 2001) y Naranjas de medianoche (Santiago: Tácitas, 2006).

(2) Poema 97 de Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941).

(3) Una vez comentados estos poemas dobles, conviene agregar otro dato acerca de sus predecesores en Ojos que no ven. En ese libro, "Mariposas amarillas" y "Sueño del durazno" son contiguos, y es posible tener ambos simultáneamente a la vista. ¿Qué ocurrió en el tránsito de Ojos que no ven a Naranjas de medianoche? Cada uno de estos poemas, ¿incubaba un alter ego que pediría pronta existencia? ¿Eran hermanos de causa, respaldados el uno en el otro? Materia de especulación; momentáneamente, de una nota al pie.

(4) "Galope muerto", en Residencia en la tierra, I (1925-1932).

 

 




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Frutos que nos reconocen, Primera lectura de "Naranjas de Medianoche", de María Inés Zaldivar.
Por RobertoOnell H.