La editorial Cástor y Pólux, nacida el año 2016, integra de manera luminosa una
constelación de nuevas editoriales de poesía, especialmente de poetas jóvenes, que han
creado una órbita compuesta por textos alimenticios en medio de la hambruna emocional,
estética y espiritual en que estamos sumidos.
Considero que la poesía que estas nuevas editoriales mantienen viva es un poderoso
antídoto frente al naturalizado veneno de la compraventa eterna, al éxito y la fama que se
busca a cualquier precio y, como un bien supremo, a la acumulación y la ganancia
entendidas como el gran fin de la existencia.

David Villagrán
Pienso y siento, es decir, percibo con claridad que esta red virtuosa de editoriales
conforma un espacio privilegiado y protector que nos permite no sucumbir ante lo urgente,
no dejar de lado lo importante y que abre, además, una ventana hacia una cierta calidad
de vida cabalmente negada por el sistema en el que nos movemos.
En este contexto, El sueño del hijo con la letra A de David Villagrán –poeta nacido bajo la
luna de Capricornio, que ya supo de Solsticios (2009) y de la Declinación de un
astro (2011)– sabiamente tiene más empeño en el escribir que en el publicar pues, como
él mismo me ha dicho: “No tengo otra ambición que escribir lo mejor que pueda, por eso
no me ha preocupado mucho publicar en todo este tiempo”. Así es como nace este
poemario, construido durante años en diálogo con varios poetas amigos e interlocutores.
Comparto la breve reflexión escrita por Juan Santander, uno de esos poetas amigos, que
aparece en la contratapa del poemario; esta dice que el libro: “Explora un estado de
introspección y preguntas en el que se usan palabras habituales adheridas a imágenes,
artefactos y organismos de gran imaginación. Por otro lado, indaga en la aparición de la
primera letra, y en cómo el alfabeto y sus metáforas llegan a los padres para luego ser
transmitidas a sus hijos y, por añadidura, a los lectores”. Me quisiera centrar con brevedad
especialmente en la última parte, es decir, en el surgimiento de la A, esa primera letra del
alfabeto.
Si pudiera resumir en una sola oración la primera experiencia de mi lectura del poemario,
diría que percibo que el eje sobre el que se sostiene toda la estructura que le da forma es
de índole metapoética y consiste en la petición del escribiente: “Cántame al oído letra A”,
y la posesión que ejerce sobre él esta decisión de aceptar a la poderosa letra A en su
vida. Letra que en soledad, en el apartamiento, aparece como un animal salvaje
furtivamente rompiendo “el paso de estas hojas”, bajo un cielo pleno de “aerolitos [que]
perforan / la seda oscura / del zodiaco” (15).
La letra A es la certera sinécdoque de la irrupción de la poesía sobre un sujeto; en otras
palabras, de la posesión que se sufre al aceptar que la poesía irrumpa irremediablemente
en nuestra vida. Esta posesión tiene desde los primeros versos un sello originario tanto
acuático como material pues, en ese estado anterior (“Antes fuiste un pez / el cielo era
una arteria / tendones y costillas / agotaban tu paisaje” (9)) se están develando tanto las
aguas originarias planetarias como las otras intrauterinas; es decir, tanto la materialidad
originaria de nuestro planeta Tierra inundado, como la del cuerpo humano-animal en sus
geografías internas.
De lo que no cabe duda es que, a través de esta letra A −punta de lanza en su significante
(por la grafía de su forma) y en su significado (por su fondo de connotación metafórica)−,
estamos presenciando el flechazo (como el de Cupido) que da inicio al parto del alfabeto,
al nacimiento de la escritura que se incorpora en el escribiente como la génesis de una
“palabra-cuerpo” que hurga “la tierra / entre sus labios” (9).
Esa letra A, cantada al oído y como en sueños, se une en forma radical con el hablante en
un “nudo de sangre” y “desde ese día”, le dice, “eres mi hija y yo tu hijo / y el mundo
acuna / una cabeza abierta” (9), “desde ese día / respiramos juntos / el aire doble / de una
alianza” (9). Alianza en la que, como dice el poema, se respira un aire doble o, mejor
dicho, se repite en forma concéntrica pues, cuando “el animal entra en la voz” (43), esa
palabra, ese nudo de sangre circulante que deviene en cuerpo, se expande hacia lo
circundante (no puedo evitar pensar en alguna pintura de la Frida Kahlo): desde lo más
querido al cuerpo de la compañera, del hijo, permitiendo materializar sobre la página
vacía un mapa con sentido, un mapa de sobrevivencia pues presenta una ruta alternativa
frente al abismo de la mudez.
Letra A, letra iniciática que conduce a la palabra y de la palabra a la posibilidad de decir,
de nombrar, de ponerle nombre a lo que no tiene nombre, como decía Paul Valery, ya que,
aceptar su irrupción (la irrupción de la letra, del gozo y el dolor de aceptar que la poesía
nos invada) le ha significado que “en mis dientes / rompe un manuscrito” (25).
Estamos, entonces, ante este delicado y poderoso manuscrito recién parido de David
Villagrán. Estamos presenciando un “acto genésico”, el de la letra inicial que se inocula en
el escribiente y que luego se derrama en la página en blanco, experiencia que transforma
en materialidad lo inasible pues, como bien leo en sus versos:
cuando la letra vino
empacamos el sueño
vaciamos el corazón
en los mapas (23).
La irrupción de la poesía y su escritura se homologan así a los procesos vitales, básicos
de nuestra condición humana: nacer, fundirse en otro, producir otro ser en ese rito
procreativo del amor; morir, volver a nacer y así sucesivamente.
Cierro diciendo que el gesto creador de este manuscrito convertido en El sueño del hijo
con la letra A es un gesto que materializa un sueño desafiante que, sin embargo, no
puede asegurar “que haya un pacto con la vida / ni concebir un compromiso / con la
muerte” (67), pero que es capaz de enfrentar al “Ángel negro / guadaña del cielo” y mirarlo
“en el rostro” (69).

Selección de El sueño del hijo con la letra A de David Villagrán